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Opinión - Junts, el bolsillo y la patria. Por Neus Tomàs

Pecados capitales

Imagen de archivo de un smartphone con los logotipos de varas redes sociales como Facebook, Instagram o Whatsapp.

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Soberbia, envidia, avaricia, lujuria, ira, gula y pereza, los siete pecados capitales que muchos de nosotros aprendimos de niños en el Catecismo, junto con sus correspondientes virtudes: humildad, caridad, generosidad, castidad, paciencia, templanza y diligencia.

No es algo que se haya inventado la Iglesia católica para fastidiarnos la vida. Mucho antes de que la Iglesia existiera, los filósofos griegos, Aristóteles entre otros, habían llegado casi a la misma conclusión sobre ciertas características de los seres humanos que pueden arruinar las vidas propias y ajenas. Unos siglos después, el poeta latino Horacio, en sus Odas, acuñaría el término de “aurea mediocritas”, que no representa ningún elogio de la mediocridad como la entendemos hoy en día, sino un consejo que nos podría ser muy útil y que significa, básicamente, tratar de mantenerse en el punto medio entre los dos extremos: ni ser lujurioso ni ser abstinente, sino usar y desear con moderación los placeres de la carne, por poner un ejemplo. En castizo, la diferencia que va “entre calvo y tres pelucas”.

A lo largo de los siglos, bajo la influencia de la Iglesia, que definió los siete pecados capitales, los hombres y las mujeres intentaron, con mayor o menor fortuna, evitar caer en ellos y, en el caso de no conseguirlo, al menos trataban de disimular en lo posible y que nadie notara lo soberbios, envidiosos, lujuriosos, iracundos, etc. que eran. Ahora, sin embargo, en el siglo XXI hemos llegado a un extremo que sería para partirse de risa si no fuera porque es tristísimo.

Veamos: hemos inventado unas “redes sociales” (atención a la palabra, con especial enfoque en “social”) en las que el meollo del asunto es caer constantemente en esos pecados capitales que ahora, de pronto, hemos decidido convertir en virtudes, mientras que las antiguas virtudes desaparecen y da la sensación de que son propias de tontos, de pobres de espíritu.

Hoy en día, lo que antes era soberbia –ese creerse por encima de los demás, vanagloriarse (con razón o sin ella) de nuestra apariencia, nuestros logros y nuestras posesiones– constituye la razón de ser de Instagram, una red social creada precisamente para mostrarnos en público y presumir todo lo posible de cualquier cosa, por absurda que sea: “aquí, mi novio”, “aquí, mi moto”, “aquí, mi desayuno”. Del mismo modo, Instagram fomenta la envidia, otro de los pecados convertidos en virtudes. Y no precisamente la envidia llamada “sana”, la que nos impulsa a querer alcanzar con nuestro esfuerzo lo que hemos visto que otros han conseguido, sino la envidia sin más, la que nos daña y nos hace sentir inferiores y desgraciados porque nosotros no tenemos amigos que nos inviten a pasear en barco, o no podemos permitirnos irnos de vacaciones al Caribe, o no hemos recibido un premio importante, o no nos han pedido matrimonio de rodillas y con un diamante frente al Taj Mahal.

Otras redes sociales, como Twitter, están llenas de seres iracundos, que vomitan su odio contra todo lo que se mueve a su alrededor, y muchos de los influencers y youtubers con más seguidores basan su éxito en sus expresiones furiosas, su ira y su mala voluntad.

Pero no todo tiene como vehículo las redes sociales. Vivimos en una sociedad donde la avaricia es, probablemente, el vicio más extendido. Echando una mirada a nuestro alrededor, tanto en nuestro país como en los demás, da la sensación de que hay una clase de personas, precisamente las clases que mayor influencia tienen en el devenir político, económico y social, de las que todos solemos decir “Pero ¿es que nunca tienen bastante?”. No. Al parecer, como decía hace ya unos cuantos años Wallis Simpson, la señora que se casó con Eduardo VIII, el rey de Inglaterra que abdicó por su amor: “Una mujer nunca está lo bastante delgada ni es lo bastante rica”. No hay límite a la avaricia en la actualidad. Antes, cuando el miedo al infierno hacía que los poderosos tuvieran que compensar sus pecados, la avaricia se templaba con la dadivosidad: los ricos hacían caridad para poder salvarse. Ahora que ya estamos casi todos convencidos de que no hay otra vida después de esta y, por ende, tampoco hay infierno y no vamos a ser castigados cuando abandonemos esta existencia, la avaricia muestra su repugnante faz sin más tapujos. Nunca nada es bastante. Siempre se puede ganar más, ascender más, tener más de cualquier cosa. Y lo peor es que eso ya no avergüenza a nadie. Antes, ser un avaro era algo despreciable; la literatura está llena de miserables figuras de avaros. Sin embargo ahora ya ni siquiera los llamamos así. Son emprendedores, ambiciosos, hombres hechos a sí mismos, líderes... y lo que llama la atención es que, en ocasiones, sean generosos, ya que, normalmente, si dan algo es para ganar más por otro lado.

La gula, que antes era también un pecado y englobaba el deseo excesivo de comer y beber, se ha convertido, por obra de programas como Masterchef y el auge de carísimos resturantes con comida de diseño y estrellas Michelin, en algo absolutamente deseable. La moderación en el comer y los ayunos se miran con prevención (entre otras cosas porque nadie saca provecho económico de ello). Todos estos antiguos pecados capitales van unidos y, por tanto, si uno puede acudir a un restaurante en el que el menú de degustación se compone de veinticinco platos –pequeños, claro, por pura cuestión de volumen estomacal– no se trata solo de que peque de gula, sino que puede vanagloriarse de tener el poder económico suficiente para pagar lo que vale y, además, subir un par de fotos para que se le tenga la correspondiente envidia, que es lo que mejor sazona el plato fotografiado.

La lujuria ya no es tema para casi nadie. Hoy en día consideramos natural que cada persona tenga todas las parejas que desee, cuando lo desee y por el tiempo que mejor le parezca, desde un ratito a toda la vida, una detrás de otra, o simultáneamente, de cualquier sexo o género. Siempre que no se fuerce a nadie y que exista consentimiento mutuo entre adultos, todo resulta posible, cosa que en principio me parece muy bien, porque es muestra de que hemos avanzado en el camino de la libertad de elección personal, pero que por otro lado lleva con frecuencia a delitos en los que se une la lujuria con la ira y la soberbia: delitos como abusos, violaciones y hasta asesinatos.

Para cerrar la nómina, unas líneas dedicadas a la pereza, que, en su acepción religiosa, no significa exactamente vagancia o falta de ganas de trabajar, sino más bien descuidar nuestras obligaciones, olvidar que tenemos ciertos deberes y creer que solo tenemos derechos, que no hay por qué hacer todo lo que no nos gusta y que se puede dejar de lado.

No me gustaría que se entendiera todo esto como una diatriba contra nuestra moderna forma de ver las cosas, ni mucho menos como una reprobación moral. Se trata simplemente de que me ha dado por pensar cómo cambian los baremos de las sociedades y lo curioso que resulta que incluso las palabras que se refieren a las virtudes clásicas –humildad, caridad, generosidad, castidad, paciencia, templanza y diligencia– ya casi han quedado obsoletas y, si en algunos casos al cambiar hemos mejorado, en otros casos vamos a peor. Cada quien puede pensar lo que mejor le parezca, pero creo que es interesante darle un par de vueltas a la cuestión y ver si estamos moviéndonos en la dirección adecuada para tener el mundo en el que nos apetece vivir.

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