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Ponga Vd. la papeleta en la urna y calle para siempre

Rosa María Artal

¿Mayoría absoluta? ¡Bien!, tengo un mandato claro. Para hacer, no hacer y deshacer. Vía libre hasta dentro de cuatro años. La cara de Mariano Rajoy expresaba esos sentimientos exactos aquél 20 de Noviembre cuando ganó las elecciones generales. Como él, la mayoría de los políticos creen que los votos son firmas que avalan cheques en blanco, a rellenar a placer por el destinatario. Ni siquiera hace falta cumplir lo que se prometió. Rajoy lo lleva al extremo al evitar incluso a los periodistas como si se tratara de una manada de felinos salvajes en celo y llegar a la patética parodia de “comparecer” a través de un monitor. Él está “a lo suyo”. Y lo mismo buena parte de sus colegas.

Lo suyo… no es lo nuestro. La tradicional brecha entre políticos y ciudadanos se ha agrandado. No existen cauces de comunicación efectivos y, además, ellos viven una realidad distinta al conjunto de la población gracias al poder que han adquirido, derivado… de nuestro voto. No se rozan con la plebe, sus relaciones y modo de vida están muy alejados del común de los mortales. De ser iguales y anónimos, se han convertido en privilegiados. Con las correspondientes y escasas excepciones. Por eso se atreven a decir, por ejemplo, que “pedir la dación en pago es para comprarse otro piso”, como ha hecho Martínez-Pujalte. Entra en su lógica. O como Cospedal que, en lugar de elogiar a los votantes del PP asegurando que “dejan de comer antes de no pagar una hipoteca”, aclara que solo llamó a los desahuciados “excluidos sociales” a los que había que “animar” a “ganarse la vida dignamente”. Como la gente de bien, vamos. Ella, a quien tan rentable le ha sido la política.

El desprestigio de los políticos ha llegado a cotas inimaginables. Y resulta que, para bien y para mal, son los representantes de la soberanía popular que reside en el pueblo, según nuestra Constitución y todas las democráticas. Son nuestros empleados, los encargados de llevar a cabo lo que cada uno de nosotros no hace en primera persona. Y cobran por ello. Ya sabemos que hasta en eso intentan confundir diciendo -como la inefable Fátima Báñez y otros-, que la soberanía reside en el Parlamento. No es verdad. Pero ese error –nada inocente- deriva en disfunciones.

El problema es que se requiere al ciudadano para que vote cada cuatro años y punto. Esta democracia tan estupenda prevé -para quedar como tal en la foto- una serie de mecanismos de participación, sin embargo. Qué menos cuando las acciones nos afectan vitalmente. Pero en la práctica es chocar contra un muro.

Pruebe a ir de ventanilla en ventanilla o escriba a los poderes públicos. El 54% de las preguntas a la Administración solo reciben el silencio como respuesta. Así lo ha comprobado en concreto una web que las está contabilizando, como nos contaba Juan Luis Sánchez en este diario. Y cuando contestan, ni siquiera traen en todos los casos información útil.

Venga, anímese a una Iniciativa Legislativa Popular. Establecida para algunos supuestos, no pueden afectar a leyes orgánicas, ni, por ejemplo, a reformas tributarias que es tema esencial. Quite tiempo a su ocio y descanso para recoger, una a una, 500.000 firmas como mínimo. Para argumentar su petición. Para exponerla en el Congreso. Gratis. Menos mal que, desde 2006, sirve la firma electrónica. En otros países se requieren muchas menos. 50.000 en Italia y Lituania. 40.000 en Holanda. 35.000 en Portugal.

Nuestros políticos pueden aceptar las ILP… o no. Y, aún en el caso de que decidan tramitarla, no les vincula en absoluto el contenido de la propuesta, como vemos con la que pide la dación en pago y otras reformas en la política de vivienda. Ni avalada por casi 1.500.000 firmas les compromete a nada. La pueden tirar a la papelera sin inmutarse. De hecho, de todas las ILP presentadas, solo se ha aprobado una, en 1999, de un tema menor de la Ley de Propiedad Horizontal.

Hartos de recortes y arbitrariedades. De ver cómo echan de su casa a ciudadanos que suscribieron una hipoteca cuando tenían trabajo y no había aún casi 6 millones de parados, ni se había mermado de tal forma el poder adquisitivo. De asistir estupefactos a que practiquen desahucios entidades a las que se les ha entregado nuestro dinero –el dinero de nuestros impuestos-. Probemos, pues, a explicárselo a los responsables políticos cuando parece están menos agobiados: a la puerta de su casa. Sus víctimas padecen de ansiedad día y noche. Díos mío, esto es intolerable, esto es nazismo, esto exige mandar a la policía a que ponga un cordón de seguridad de 300 metros… para protegerles. Para aislarles aún más en su torre de marfil.

Bueno, que pregunten los periodistas. No, eso tampoco se puede. Monologo del político rebautizado como “rueda de prensa sin preguntas”. O lápiz de maestra de parvulario que elige dos o tres, media docena como mucho y con predominio de corifeos adictos, sin posibilidad de réplica alguna o búsqueda de precisiones. Ningún país serio tolerara esto. Y así -con otras disfunciones añadidas- se logra que la ciudadanía tampoco vea a los medios como cauce de comunicación con los políticos, como defensa de sus intereses. No a todos. A muy pocos. Se agrava el problema.

Los políticos no tienen tiempo, los pobres. Han de gobernar. O legislar –“presuntamente” porque ahora todo son decretos leyes gubernamentales-. Hacer lo contrario de lo que prometieron. Impunemente. Nos vemos en las próximas elecciones. Hasta entonces mudos. En los siguientes comicios elegirán los trozos de sus mítines que deben servir los medios como “información”. Los niños a quienes besar en los mercados o las manos que estrechar de sus adictos que es la máxima aproximación que nos permiten la mayoría de nuestros empleados en las Cortes y el Gobierno. Y volverán a decirnos que van a establecer un diálogo con los ciudadanos... a olvidar en el instante mismo de ocupar su silla. Cuatro años de tregua. Sin molestas interrupciones.

Entre las muchas medidas a exigir de forma conminatoria, está que, al menos, uno pueda votar a quien quiera en listas abiertas y que éste responda de sus actos, como sucede en otros países. Erradicar la “disciplina” de voto y que su infracción tenga consecuencias. Legislar que el incumplimiento flagrante del programa conlleve nuevas elecciones. O que las ILP rebajen requisitos, se conviertan en cotidianas y sean vinculantes. Como mínimo.

El Parlamento está anclado en el Siglo XIX, decía nuestro ya añorado José Luis Sampedro, lo que es ilógico en una sociedad intensamente comunicada. La separación de poderes es una entelequia. La democracia que “disfrutamos”, una parodia. No es inocuo. No pagamos impuestos –cada vez más por menos contraprestaciones- tan solo para mantener en su Olimpo a -más de uno y de ciento- parásitos envanecidos que nos están robando nuestras vidas. Hay que bajarlos del pedestal. Ponerlos a nuestro servicio realmente, tomando las riendas de este caballo desbocado en el que se ha convertido España.

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