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Problemas sin solución

Susan Sontag, 1975. Fotografía de Peter Hujar. © 1987 The Peter Hujar Archive LLC. Cortesía de Pace/MacGill Gallery, Nueva York y, Fraenkel Gallery, San Francisco
3 de septiembre de 2023 21:52 h

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Dos de mis escritoras preferidas, Nora Ephron y Susan Sontag, escribieron ensayos sobre la belleza. El de Nora es ante todo gracioso. Hay algo profundo en la sencillez con la que se pregunta cómo hubiera sido ir por la vida siendo bella, dándose cuenta en el camino de que por ser normalita y no una Miss Universo se perdió estrictamente de pocas cosas valiosas (no se perdió oportunidades profesionales, ni le faltaron amantes, ni le faltaron amigos), pero que igual le hubiera gustado conocer esa sensación de triunfo ardoroso que, podemos imaginar, deben sentir las mujeres bellas cuando entran a un cuarto y todos se dan vuelta parar mirarlas. Es un texto liviano y rencoroso en el mejor de los sentidos, pero me parece que, incluso si Ephron no lo explicita, hay un hallazgo fundamental en la idea de que la belleza nos importa a las mujeres por razones instrumentales lógicas y tangibles, pero no solo por eso. O más bien, que ninguna cosa que se trate del cuerpo se termina en esa lógica instrumental, nada que involucre al cuerpo puede quedar sin sobregirar. Sontag, por su parte, reflexiona directamente sobre lo que la implicación de las mujeres con la belleza les quita, en contraposición con lo que les sucede a los hombres de los que se espera que cultiven otras virtudes para desplegar su subjetividad: la belleza es un poder, dice Sontag, y está bien que lo sea, pero es un poder bastante tramposo. Es un poder pasivo, un poder que siempre implica lograr que un hombre haga algo por una, más que un poder hacer.

Sylvia Plath también reflexionó bastante sobre la belleza en sus diarios y en su novela La campana de cristal. Muchas otras escritoras lo hicieron, lo siguen haciendo. Hay en todos estos textos muchas ideas valiosas, y sin embargo pienso que lo más importante ya lo dijo Foucault en el primer tomo de Historia de la sexualidad: el discurso supuestamente liberado sobre un tema (el sexo, o el imperativo de belleza, o lo que sea) no siempre implica más libertad, ni una experiencia más auténtica. Los discursos del autoamor o los críticos de los cánones hegemónicos de belleza en general (lo que Sontag llama “la era autoconsciente de la belleza”) muchas veces parecen sumar poco. La sensación es que, sobre ciertos temas, lo que necesitamos es pensar menos, hablar menos, tratar de que no ocupen tanto espacio en nuestras vidas. Esos discursos, además, generan hartazgo. Hay una especie de crisis generalizada de la consigna “lo privado es político”; nadie quiere ya que le hablen de parejas, de monogamia o poliamor, de si está bien o no ponernos un cachito de bótox o hacer dietas dudosas que se venden como el santo grial de la salud esta semana pero que todas sabemos que hacemos para ser flacas, que si en el camino de bajar de peso se te descuajeringa alguna cosa en el fondo no es grave porque la salud nunca fue más que una excusa. Un poco lo entiendo, pero yo no soy tan descreída respecto del debate público como lo era Foucault, y creo que el feminismo en general tampoco (no tiene buenas razones para serlo: los cambios reales y concretos que produjo en la vida de las mujeres la puesta en circulación de discursos feministas críticos están a la vista).

Pienso que quizás lo agotador es el tono, que ya ni siquiera es necesariamente el tono de quien emite: no sé bien cómo pasó, pero tanto en Internet como en la vida empezamos a leer todo como si fuera un mandato. Si alguien cuenta de la dieta que está haciendo se lo entiende como un comentario sobre el cuerpo. Si alguien cuenta de su vida amorosa se entiende como una bajada de línea sobre la familia, o en contra de la familia. Es como la filosofía de la sospecha, pero inflada con anabólicos: todo relato es sospechoso de ser una forma de vigilancia. Creo que es lo que diría Foucault, pero si realmente vamos a leernos entre todos con esa paranoia es imposible conversar, jugar con las ideas, ver a dónde nos conducen.

Pienso que en parte también el hartazgo de las discusiones sobre el sexo, el amor y la belleza -además del tono acusador que ya no sé, reitero, si está en cómo se habla o en cómo se escucha- viene de la complicación emotiva, filosófica y política de quedarse con problemas sin solución. El sexo, el amor y la belleza no tienen solución, en dos sentidos importantes y relacionados entre sí. El primero es que, concretamente, hay muchas cuestiones sobre los imperativos de belleza que no se resuelven con políticas públicas: podemos dar educación sexual integral, y es importantísimo y es una herramienta clave en la lucha contra la violencia sexual, pero no va a terminar con la violencia sexual, ni con la dificultad de separar lo que va de lo que no.

Lo mismo en el caso de la belleza: tienen que existir y funcionar los controles estatales sobre los tratamientos de belleza que se ofrecen, y podríamos incluso prohibir publicidades de tratamientos como en algún momento se prohibieron las publicidades de cigarrillos, pero eso no va a detener una industria que vive de crear nuevas necesidades basadas en la necesidad más angustiante de que te miren y te quieran, que vive de mover cada vez un poco más la vara de lo que llamamos “invasivo” o “preventivo” o de los riesgos que estamos dispuestas a correr. El segundo sentido en que estos problemas no tienen solución es más profundo: no tienen solución porque están en la raíz de nuestra subjetividad, de la pregunta por quiénes somos y qué nos hace sentir queridos o deseados, en la pregunta de qué se juega en ser queridos o deseados, que dura toda la vida. No tienen solución, también, porque ya lo dije, son problemas del cuerpo.

Es lógico y deseable que la militancia se concentre en los problemas que sí tienen solución, en las partes de los problemas que sí se pueden atacar con políticas de Estado o estrategias activistas; es entendible que moleste que hablemos críticamente de cosas que no sabemos cómo enfrentar, de vidas de las que no sabemos cómo sustraernos porque no tienen un afuera; es perfectamente comprensible que nos incomode hablar de cosas en las que siempre sentimos que estamos en falta. Pero aunque eso no funcione bien en épocas en que se supone que las teorías tienen que ser terapéuticas y optimistas, aunque sea mucho menos esperanzador que las luchas con objetivos claros que podemos conseguir, el feminismo siempre se trató, además de conquistas, sobre permanecer con problemas sin solución.

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