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El punto de encuentro

Miguel Roig

El jueves por la noche en un restaurante de Buenos Aires, una parrilla tradicional de la calle Corrientes, un chica que había cenado y se había marchado un rato antes irrumpió nuevamente en el local con desesperación en busca de su billetera. Después de mirar minuciosamente alrededor de la mesa en la que había estado e ir a revisar en el aseo, se retiró resignada.

Los pocos que a esa hora cenábamos, casi medianoche, nos mirábamos cómplices, intercambiando la compasión de saber que algún carterista se la había sustraído. “Llevaba el bolso abierto”, dijo el camarero. También informó que era danesa. Por qué no se lo advirtió, pensé, con respecto a lo primero. La segunda información solo atendía a resaltar la ingenuidad del neófito que circula confiado por la calle Corrientes, que no depara menos peligros o sorpresas que la Gran Vía de Madrid o las Ramblas de Barcelona en las que es fácil ver a las víctimas extranjeras a las que arrancan los bolsos de un tirón o sustraen carteras con un poco más de disimulo. También los nativos son público objetivo; nadie está a salvo.

Horas antes, por la tarde, en el Congreso de la Nación, tuvo lugar un encuentro que acaparó la atención de los medios argentinos. Por primera vez en años, las diferentes centrales obreras y los referentes de los principales gremios, después de años de división ante la adhesión o el rechazo al gobierno de los Kirchner –aunque casi todos los representantes de los trabajadores manifiestan su filiación a la familia peronista–, se presentaban ante los diputados unidos y cohesionados para presentar sus reclamos ante los despidos, la carga impositiva sobre los salarios y la pérdida de su valor ante la inflación que sigue un imparable ascenso.

Si bien en la representación de los diputados no había representantes del PRO, partido que lidera el presidente Mauricio Macri, ni tampoco de Cambiemos (la coalición que lo llevó al poder), Sergio Massa, diputado y líder del Frente Renovador y moderador del encuentro, acompañó a Macri a Davos. En el foro se expuso la estrategia favorable a los fondos buitre y a la renegociación dramática de la deuda argentina: más de 12.000 millones de dólares que a treinta años se duplicarán. No hace falta aclarar los recortes y lesiones sociales que conlleva este acuerdo. El sindicalista Hugo Moyano, secretario general de la CGT, calificó este acuerdo como un “mal menor”.

Bajo la promesa de una transparencia extrema en su gestión, Macri aplica un programa clasista y excluyente que no da lugar a ninguna salida a los sectores más carenciados; por el contrario, los incrementa. El Observatorio Social de la Universidad Católica Argentina, al tiempo que transcurría esta reunión, informó de que en el primer trimestre del año que coincide con los primeros cien días del gobierno de Macri, la tasa de pobreza se elevó del 29,5% al 34,5%; nada menos que cinco puntos.

No es broma: 1,4 millones más de excluidos del sistema que eleva la cifra a 13 millones de personas que están en esa situación. Si la tendencia no remite, el final del año se plantea en términos catastróficos. Macri no muestra mayor sensibilidad que la que exhibía en su día Thatcher negando la existencia de la sociedad y reivindicando al individuo emprendedor como sujeto de un país libre. Rajoy y Merkel no difieren de esta idea.

Quienes llama la atención que la compartan es un arco sindical y político que lejos de hacer oposición acompaña un proceso de desintegración que aquí, en España, se ha vivido, en igual sentido, con maniobras tibias de las centrales sindicales. No hay que olvidar que José María Fidalgo participa de las actividades de la Fundación FAES y no le han faltado ocasiones para apuntalar la gestión de Mariano Rajoy. Esto por señalar la cota más alta; el resto del camino está empedrado de pequeños gestos de connivencia para mantener un modelo que ante la imposibilidad aparente de modificarlo se avala por activa o por pasiva. Hay, afortunadamente, resistencia por parte de sectores socialmente vitales con gestos que van desde las mareas reivindicativas -y logros como el de la salud pública en Madrid-, las confluencias y las vertebraciones populares que comenzaron el 15 de mayo de 2011.

El paisaje argentino es fácil reconocerlo en otras latitudes y no carece de altavoces: Barack Obama, Matteo Renzi y François Hollande han venido a Buenos Aires, hasta el lejano sur, para resaltar la luz de este faro del fin del mundo.

Enfermo terminal y a pocos días de terminar su mandato presidencial, el más prolongado después de la Segunda Guerra en Francia, François Mitterrand dijo que él era el último político francés: “Después de mí, nadie podrá hacer política, solo podrán gestionar aquello que los economistas decidan”. Lo dijo diez años después de que Olof Palme muriese misteriosamente asesinado cuando aún era primer ministro de Suecia y diez años antes, en 2005, de que Gerhard Schröder manifestara, siendo aún el canciller alemán, que no hay economía de izquierdas o de derechas, la hay buena o mala. Lo mismo que planteaba Tony Blair, ejecutor de la tercera vía y cuyo nombre pronunció Margaret Thatcher cuando se le pidió que mencionara el mayor logro de su gestión. Palme y Mitterrand no llegaron a escucharlo pero el segundo lo vislumbró.

El día anterior al encuentro de los sindicalistas argentinos con los diputados nacionales y del robo de la billetera a la turista danesa, el expresidente chileno Ricardo Lagos dio en Buenos Aires una pequeña charla a un reducido grupo políticos y economistas argentinos. Esta vez vino a advertir, una vez más, de la diferencia de un mundo multipolar y uno apolar, el que realmente cree Lagos que habitamos, aquel lleno de posibilidades y en el que cualquier región puede desarrollarse; de la necesidad de la consolidación de un Mercosur fuerte y convergente con la Unión Europea en un diálogo comercial fluido e intenso y por último habló de los “impactos políticos invisibles”. El caso Macri es el que puso sobre la mesa para ilustrar su concepto: una suerte de catalizador, transformador de una realidad, cuyo efecto solo se advertirá a posteriori. Para bien, claro, según la mirada de Lagos.

Después de cenar en la parrilla porteña salí a caminar por Corrientes y en una esquina en la que algunas personas -al igual que en muchas ciudades del sur europeo- rastreaban en las papeleras algo para reciclar y comerciar o, llanamente, comer, vi a la turista danesa buscar también allí su billetera abandonada por el carterista después de quedarse con el dinero, con la esperanza tibia de rescatar quizás el DNI o la tarjeta sanitaria.

Este punto de encuentro me pareció curioso. Me hizo pensar en una rara confluencia y en la delgada línea que nos separa a unos y a otros en tiempos en los que cuesta mucho retornar a la política como herramienta tranformadora. Lo recordó Zigmunt Bauman cuando se conmemoraron los ciento cincuenta años de la carta abierta escrita por Ferdinand Lassalle, que dio lugar a la sindicalización de los trabajadores alemanes en el siglo XIX y a todas las organizaciones de trabajadores que surgieron después en Europa.

“Hoy estamos, dijo Bauman, en una situación totalmente diferente, en la que cada uno acosa al otro. Vivimos en escuelas –fábricas– de competencia y sospecha mutua. De acuerdo con la nueva filosofía gerencial, cada empleado está obligado a demostrar a sus supervisores que en la próxima tanda de despidos no deben echarlo a él, sino a su vecino. A diferencia del proletariado, la gente en situación de precariedad no desarrolla una tendencia hacia la solidaridad, excepto por la modalidad que yo denomino 'explosiva' o 'festiva'. Es una solidaridad que no invita a unirse, sino que simplemente sirve para sincronizar el griterío. Lo que todavía no se sabe es cómo hacer para pasar de ese griterío a la transformación de las condiciones sociales. Parafraseando a Gramsci, podría decirse que esto no genera nada, excepto la necesidad de una nueva batalla cultural. El imaginario viejo, desgastado y poco realista debe ser reemplazado por otro. Es un trabajo que llevará muchos años”.

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