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Queda el miedo

Disturbios tras una concentración contra la amnistía el miércoles en la calle Ferraz, junto a la sede central del PSOE. EFE/ Borja Sanchez-Trillo

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Los que saben, o dicen que saben, aseguran que no va a pasar nada. Que la reacción ya ha mostrado todas sus cartas, que no tiene más con lo que amenazar y que los negros presagios que surgían de las palabras de José María Aznar no se van a materializar. Será cierto. Pero las dudas permanecen en las mentes de mucha gente. Reverdecen miedos atávicos a la derecha. Pero es que también hay miedo entre los conservadores corrientes. Miedo a los independentistas, miedo a que la izquierda se exceda. Tendrán que pasar tiempo y cosas buenas para que esos sentimientos se aplaquen.

No son miedos histéricos, de los que obligan a hacer algo sin pensárselo mucho, son de media intensidad. Pero que ahondan el foso que separa a las dos Españas, más irreconciliables que nunca y cuyo posible enfrentamiento vuelve a ennegrecer el futuro.

Hace 45 años que se aprobó la Constitución que era, sobre todo, un proyecto de reencuentro de las dos Españas que se mataron en la Guerra Civil y que siguieron odiándose durante las cuatro décadas del franquismo. Hoy está claro que ese proyecto ha fracasado, cuando menos en este aspecto concreto. Y aunque son pocos los que quieren eliminar físicamente al adversario, y que no hay el ansia de sangre que había en 1936, la España de la derecha y la de izquierda se miran con rabia, cuando no con odio. Y así las cosas nunca van a ir bien.

Esa es la realidad sobre la que se mueve la política. Que con su práctica ya de años no hace sino agravar esos sentimientos. Porque la izquierda y la derecha no compiten por el poder diciendo que lo van a hacer mejor que el rival, sino demonizándolo. Y no porque sus dirigentes máximos sean cainitas por naturaleza, sino porque las circunstancias les obligan a hacerlo. La pelea se ha puesto tan tensa que no deja el mínimo espacio a la contemporización. Cada día se libra la batalla final.

Una prensa que desde hace mucho ha olvidado los principios que debían inspirarla y que sólo sabe ganarse el cocido exagerando hasta el paroxismo la mínima controversia, asustando a sus seguidores con fantasmas irreales, contribuye no poco a ese clima. Y obliga a los políticos de derechas a seguir su tono manipulador y perverso.

En las últimas horas, no pocos comentaristas han expresado preocupación por esta dinámica de enfrentamiento sin cuartel. Algunos tal vez porque los suyos han perdido la votación final en el Congreso. Otros porque temen que vaya a más. Y más de uno acusa a Pedro Sánchez de haber sido demasiado duro con Feijóo cuando sabía que tenía ganada la partida. Por cierto, que también se dice que el líder del PP estuvo contenido en sus discursos. No han debido escucharlo, debían de haber tenido escrito el comentario de antes.

Porque Feijóo fue tan terrible como siempre y Sánchez no tenía más remedio que golpearlo. El tiempo de las buenas palabras, de los gestos de acercamiento, vendrá más adelante. Y en el caso de que llegue, tendrá que esperar. Porque, si antes no se produce un milagro, las elecciones europeas de junio del año que viene volverán a provocar la guerra sin cuartel. Es la ocasión que la derecha espera para hundir a Sánchez y obligarle a disolver las Cortes. Hasta el retraso de la tramitación de la ley de amnistía en el senado está pensada en esa clave.

De todos modos, hay gente sensata que cree que el vendaval se irá calmando. Que el devenir corriente de las cosas, de la política misma, irá aplacando el fuego aun sin apagarlo del todo. Algo en esa dirección puede pasar. Porque los dos grandes partidos, y sobre todo el PP, tendrán ahora, o dentro de poco, que parar un rato en su ofensiva y dedicarse a mirar hacia su interior, que en el caso de la derecha deben ser unas cuantas cosas tras un fracaso tan sonado como el del 23 de julio y después de que su autoridad interna haya sido tan puesta en cuestión por José María Aznar y por Isabel Díaz Ayuso.

Pero también pueden optar por tirar para adelante sin cambiar nada porque no tienen fuerza política para hacerlo. En el otro lado, el de la izquierda, un programa tan ambicioso como el que acaban de exponer los dos socios del gobierno debería ocupar todos sus esfuerzos sin dejarles mucho tiempo para pelearse con el PP.

Y luego está Vox. Que ahora, al igual que en los últimos tiempos, no tiene más remedio que luchar por su supervivencia para evitar que las próximas elecciones, ¿las europeas?, lo suman en la irrelevancia. Y Vox no sabe combatir más que haciendo el bestia. De manera que puede dar un susto. O quién sabe si algo más. Porque más de uno de los que se mueven en sus círculos dirigentes ya han manifestado que lo que está haciendo Santiago Abascal en los últimos tiempos a veces raya el ridículo, por muy altisonante que sea. Y no cabe descartar que propongan otras estrategias, tal vez más peligrosas.

En todo caso, en un horizonte a corto-medio plazo previsible no se atisba un cambio de clima político y de sensaciones sociales sobre la cosa pública. Los políticos, incluidos los de derechas hacia su gente, deberían esforzarse por calmar las inquietudes, el miedo, del personal.

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