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Los rastrojos machistas del lenguaje

Desfile de la 'Sección Femenina', ente organizador del Servicio Social Femenino del franquismo

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Bastan un puñado de expresiones para visualizar una época. Lo descubrí un día que cogí un folio, y en la pequeñez que encierran sus cuatro lados, escribí algunas palabras que dirigieron la vida de mi madre, mi abuela y mi bisabuela. 

En apenas cincuenta voces se alzó un mundo terrorífico para las mujeres. Me metí por los pasadizos de los significados y aparecí en una especie de distopía hacia atrás increíble pero real. Era una peli de miedo de esas que dejan muy mal cuerpo porque, antes de empezar, advierten: “Basada en hechos reales”.

Lo primero que vi fue un entramado entero de madres, padres, monjas, maestros y hasta vecinas educando a las niñas para que fueran buenas madres y esposas. Eso era a lo que debían aspirar: a parir y a cuidar. Y oye, ¡qué alegría cuando una paría cada año! Porque esa mujer era cadañera

El reino de la mujer era la casa. Ahí podían realizarse plenamente haciendo las labores propias de su sexo: barrer, fregar, limpiar, lavar, coser, guisar… Esas cosillas para que los demás vivan a cuerpo de rey.

Y había otra forma más corta de decir lo mismo: sus labores. ¡Qué bendición, encerrada en casa, entre escobas y estropajos! 🎵 Labooores del hogaaar… Ahííí, en delantaaal… y un toooque angelicaaal… 🎵 Es que todo venía de ahí: de que las mujeres tenían que ser el ángel del hogar

Esa etiqueta llegó importada de la moral victoriana del siglo XIX. Un día, al poeta Coventry Patmore le dio por escribir un poemario sobre el ideal del matrimonio y describió a una mujer entregada al cuidado de la casa, los hijos y el marido. La llamó The Angel in the House y tanto le gustó el apelativo que tituló así el libro. 

Ese ideal de esposa para el poeta Patmore, ¡la perfección en estado puro!, ¡la purísima pureza pura!, indignó a Virginia Woolf y ella lo tradujo así: lo que se pide de una esposa es que sea “sumamente simpática”, “inmensamente encantadora” y “totalmente desinteresada”. Es una mujer que se sacrifica por todos. Así, si hay corriente en la habitación, ahí que se sentará ella, para que el resto no pille frío. Si hay gallina de menú, ella roerá la pata y los demás comerán pechuga. 

¡Y vaya si era (y sigue siendo) así! Porque eso de “quien parte y reparte se lleva la mejor parte”, en el caso de las mujeres, ¡ja! Llevo toda mi vida viendo cómo las madres dejan el huevo frito feo para ellas después de servir al resto los huevos con la yema al punto. 

Pero, ¡pche!, que luego no digan que, con el tiempo, no dejaron empoderarse a las mujeres. De ángeles del hogar en el XIX, ascendieron a amas de casa en el XX. ¡Ahí es na! Y bien felices que podían estar las que lo conseguían porque eso era cumplir con su destino. Otras tenían peor suerte y se quedaban para vestir santos o para vestir imágenes

De jovencitas, cuando estaban en edad de merecer, debían cazar o pescar a un buen marido. Porque si se les pasaba el arroz, acabarían siendo unas solteronas. Aunque ¡calla, calla, por Dios! Para evitarlo estaban las alcahuetas y las casamenteras, que bien que ayudaban a los casorios y a que las niñas se echaran novio.  

En el siglo XIX el marido era tan dueño de su esposa que hasta podía ejercer de violador bajo el amparo de la ley. En el sexo, las mujeres no podían decir “no es no”. No podían decir ni un “no” pelao. ¡Qué locura era eso! Ellas tenían que asumir el débito conyugal y estar a merced de los apretones del marido. Él podía reclamar en cualquier momento sus derechos de esposo. Y como lo de él era un derecho, lo de ella era obligación. 

Aún más. Él era el dueño y ella la propiedad. ¡De absoluto uso exclusivo! Cuando el marido no estaba, la mujer tenía que guardarle las ausencias. Aunque él… él, ya se sabe, es que los hombres son así. ¡Qué les vamos a decir! ¡Si es que no pueden contener sus donjuanismos! Podían ser unos calaveras y unos viva la virgen. A ver cómo no iban a arrimarse a una de esas mujeres frescachonas de tan buen ver. 

Aunque en el franquismo hubo una costumbre más sólida que ir de flor en flor. Muchos hombres con estatus y con dineros tenían una querida, una mantenida, una amante a la que, en el mejor de los casos, hasta le ponían un piso

Pero no era eso lo que ellas querían. Todas tenían claro que lo correcto y lo deseable era el matrimonio. Los que cohabitaban juntos sin pasar por la vicaría vivían amancebados (dicho con asco, así, con la boca torcida) o… ¡aún peor! vivían en pecado

Y el vestido blanco había que ganárselo. Al matrimonio había que llegar casta y pura. ¡Sin haber probao bocao! Y si la cosa no funcionaba, a callar y a aguantar. Porque muy pocas tuvieron la suerte de acogerse al matrimonio a prueba que incluyó la Segunda República.

Pero quizá la expresión más peligrosa fue el crimen pasional. Lo que ahora llamamos violencia machista y asesinato machista. ¡Qué error dar tintes de amor a un feminicidio! ¡Ay, cuánto importan las palabras! Porque crimen pasional suena a novelita rosa, cuando, en realidad, de lo que se trata es de matar. Con esa T de martillo y esa r de piolet.

Harta ya de este viaje hacia una distopía real, una distopía vivida, cogí el folio para echarlo al cajón de los trastos viejos. Y mientras el papel caía en la gaveta, se desprendió una palabra y quedó en el aire, como queriendo volver a las bocas de las gentes: galantería

Era una voz bien vestida, elegante, graciosa, adulona y con un sombrero bien colocao. Era como un dandy coqueto y pasado de moda. Porque la galantería era una cosa más de hombres que de mujeres. Pero ¿para qué están las modas si no es para apreciar lo que otros despreciaron antes? ¿Y para qué están los estereotipos de género si no es para romperlos? Así que la enganché en el aire y la hice mía. A partir de hoy, yo, mujer, en el siglo XXI, voy a ir por la vida… ¡con galantería!  

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