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El relato de una horda sin cultura

Cristina Fallarás

Somos palabras. Pensamos palabras. Nombramos las cosas y al nombrarlas existen en nosotros. Sentimos palabras. A veces lo llamamos escalofrío, pero sabemos que no es exactamente un escalofrío, sino una sacudida, y solo cuando encontramos la palabra sacudida sabemos qué es y qué sentimos. Podemos no pensarlo, no preocuparnos por qué es lo que sentimos, y entonces somos menores, peores y más pobres.

Esto pienso cuando el Gobierno dice “relato”, cuando Núñez Feijóo dice “relato” definiendo lo que les falta –entre otro monumental montón de cosas— a Rajoy y a su banda. Aunque lo llamamos banda para no molestar, sabemos que son horda.

Ellos, los de la horda que nos azota, ni tienen relato ni saben lo que es, y precisamente esa es la razón por la que van recortando nuestro espacio para la educación y nuestro espacio para la cultura. Porque no tienen ni pajolera idea, ni la tendrán. Ellos piensan que la cultura es el espectáculo de un perezoso muerto de hambre después de una cena en el centro, una película de Tom Cruise durante la siesta, la canción de un pesado con mosca, cosas que no molesten demasiado elaboradas y representadas por personas que prefieren no tomarse la vida en serio. Las hordas oyen cultura y ven a García Lorca, sienten un vómito y en seguida mientan a Garzón.

A veces lo llamamos desaliento, pero sabemos que no es exactamente desaliento lo que provoca esta horda que padecemos en el poder, sino desmoralización.

Ellos, los de la horda que nos asuela, no tienen ni idea de que ninguno de nosotros seríamos –ni mejor, ni peor, simplemente no seríamos— sin la cultura. Ellos, los de la horda, no entienden que la cultura es el relato de lo que somos, que nos construye, que el sexo que practican como animalillos con temor de dios en sus tálamos fragantes de nada es cultura y sobre ella está construido; que el gesto displicente que sustituye a la puñada caníbal es cultura, y sin ella sería muerte; no saben que el amor que sienten por sus retoños manejados en colegios de a 2.000 el trimestre solo existe porque detrás reposa su relato, cultura.

A veces lo llamamos cabreo, pero sabemos que no es exactamente cabreo lo que despierta esta horda que padecemos en el poder, sino violencia.

Ellos, los de la horda que nos aniquila, ignoran que si desapareciera la cultura, eso que no conocen pero sobre lo que, aunque parezca mentira, ellos mismos se sostienen, se mirarían al espejo e intentarían arañar la cara del que tienen delante, sin darse cuenta de que ni garras les quedan. Ellos, pobres, ignoran que ese relato, ese que rechazan, fruto de cultura sobre cultura, es el que nos permite no levantarnos y devorarles como bestias y pegarles fuego. Y también es el que nos permite respirar en la certeza de que lo suyo ni permanece ni transciende. De que lo suyo es miseria. Y que no hay nada nuevo ni original en nada de lo que suceda, hagan o sufran, que todo está ya contado. ¿Cómo saber eso sin un libro en la memoria?

A veces lo llamamos educación, pero sabemos que no es exactamente educación lo que pretende imponer esta horda que padecemos en el poder, sino adiestramiento.

Ah, el relato, y las palabras. Lo que somos.

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