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La religión de Feijóo

El vicesecretario general de FET-JONS, José Luna (a la izda, de rodillas), asiste a una celebración religiosa en la iglesia de los Padres Jesuitas de Alcalá, con motivo de la inauguración del V Consejo Nacional del SEU.

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La derecha tiene un problema con la Historia. Aunque quizá sea la Historia la que en verdad tiene un problema con la existencia misma de la derecha. Desde la ignorancia enciclopédica de Isabel Díaz Ayuso, que consideraba a los musulmanes que invadieron la península ibérica, a principios del siglo VIII, como usurpadores de nuestro suelo patrio, es decir, España, como si los anteriores invasores de Iberia, romanos o visigodos, hubiesen nacido en Chamberí... hasta la estulticia del nuevo líder de la derecha española, Alberto Núñez Feijóo, que llegó a afirmar que “no verá usted a un católico matar en nombre de su religión. Otros pueblos tienen algunos ciudadanos que sí lo hacen”.

La chispa que hizo saltar esta necedad fue el yihadista marroquí, con sus facultades mentales averiadas, que acababa de asesinar, machete en mano, al sacristán de una parroquia de Algeciras. Y Feijóo, con sus facultades mentales en un estado cada vez más sospechoso, en perfecta alineación con esa ultraderecha de Vox que le habita, avivaba la llama del odio racial y religioso con un discurso trufado de ignorancia e insensatez a partes iguales.

Espero que, desde las cátedras de Historia, gente más autorizada que yo le refresque la historia criminal del cristianismo, y en especial de la Iglesia católica, un pasado que precisamente la Yihad islámica utiliza como justificación de su guerra de venganza universal.

Para empezar, Feijóo es de esos católicos genuinamente más papistas que el papa. No hace mucho tiempo que Francisco, menos papista que Feijóo, pidió públicamente perdón, durante el II Encuentro Mundial de Movimientos Populares en Santa Cruz, Bolivia, por los innumerables crímenes cometidos por la Iglesia católica contra los pueblos indígenas de América Latina. “Pido humildemente perdón no solo por las ofensas de la propia Iglesia, sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América” (...) “Les digo esto con pesar: se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios en nombre de Dios”. Ignorante Feijóo: en nombre de Dios, los muy piadosos conquistadores se aplicaron con saña al genocidio de millones de indígenas cuyo crimen no era otro que adorar tontamente a falsos dioses y poseer grandes sumas de oro y plata que con posterioridad habrían de tapizar los templos cristianos.

Ignorante Feijóo: por la módica cantidad de 19 euros puede usted comprar la Historia criminal del cristianismo, de Karlheinz Deschner, una obra monumental que repasa los crímenes cometidos por los cristianos desde el primer vagido de la Iglesia de Cristo hasta nuestros días. Un estudio minucioso de la saña aplicada por sus fieles contra ateos, disidentes y creyentes de otros credos.

Ignorante Feijóo: ya desde el Edicto de Milán, decretado por Constantino a principios del siglo IV, la Iglesia utilizó su poder e influencia para reprimir la cultura y la libertad, y condenar a muerte a los considerados rebeldes, como coartada divina del brazo represor de los sátrapas. La Iglesia católica, ya desde entonces, al servicio de la unidad (¿dónde habré oído yo esa palabra?) de la patria, del imperio.

La sed de sangre atascó las gargantas de los cristianos desde sus primeros avemarías. El año 415, el obispo de Alejandría, Cirilo I, ordenó la muerte de Hipatia. Y monjes a sus órdenes cumplieron la condena. La mujer más brillante de su tiempo, filósofa y matemática, fue asesinada con especial crueldad, violada y torturada por el pecado de no ser cristiana y predicar la ciencia y la razón como las únicas diosas que deberían guiar nuestros destinos. Y, además, mujer, ese subproducto creado por el Dios de los cristianos para solaz del varón (“no es bueno que el hombre esté solo”, vamos a crear a alguien que le haga la comida, las camas y le planche).

El ignorante Feijóo parece desconocer que al principio del siglo XI, en el concilio de Clermont, el papa Urbano II estrenó un grito de guerra que habría de tener consecuencias nefastas para media humanidad. “Dios lo quiere”, decía para justificar la puesta en pie de la invasión de los llamados Santos Lugares con un ejército mezcla de señoritos de la nobleza, bajo clero, asesinos, violadores y gente del hampa a la que se le prometía redención si se enrolaban en sus filas. Fue el comienzo de varias oleadas de cruzadas, de combatientes con la cruz cosida en el pecho, que asolaron, saquearon, violaron a todos los pueblos que encontraron a su paso camino de la tierra prometida.

En el asedio a la ciudad de Béziers, en 1209, el enviado del papa Inocencio III, en su lucha contra los albigenses, que abrazaban el catarismo, un movimiento hereje para la Iglesia católica, ordenó, por inspiración divina, pasar por las armas a todos los hombres, mujeres y niños, sin discriminación. “Matadlos a todos, que Dios sabrá reconocer a los suyos” (caedite eos, novit enim Dominus qui sunt eius).

Desconoce el ignorante Feijóo la página negra de nuestra Inquisición, el arma más temible de la Iglesia contra la herejía, contra la disidencia. Este tribunal condenó a la hoguera, decapitación, y tortura a miles de inocentes y presuntas brujas, después de juicios donde el reo apenas contaba con un abogado farsante. El gusto por la muerte, por parte de los cristianos, tanto católicos como protestantes, alcanzó la categoría de arte en la imaginación y construcción de aparatos de tortura para aplicar a los reos.

La garrucha, para descoyuntar los huesos. El potro, para estirar los huesos del reo hasta desmembrarlo. La pera, instrumento que se introducía en la boca, vagina o ano y que destrozaba las cavidades. La sierra, especialmente dedicado a las acusadas de brujería: se las abría desde el ano hasta el vientre con una sierra con el fin de matar el presunto feto engendrado por la bruja con el diablo. Los carbones al rojo vivo sobre la piel. El aplasta pulgares. El agua introducida por la boca con un embudo hasta reventar el estómago de la víctima. La cuna de Judas con la que se desgarraba el ano o la vagina del reo. La flagelación. La doncella de hierro, un sarcófago con pinchos metálicos que se clavaban en el cuerpo hasta morir desangrado...

Al otro lado de los Pirineos, en 1572, sin que Feijóo ni siquiera lo sospechase, el papa Pío V ordenaba uno de los crímenes colectivos más famosos de la historia criminal de los cristianos. Es la conocida como la matanza de San Bartolomé en la noche del 24 de agosto, cuando cerca de 3.000 protestantes hugonotes fueron degollados o muertos a tiros a manos de una multitud de piadosos católicos. Pero ahí no quedó todo. El festival de sangre continuó en las semanas siguientes hasta un total de 20.000 protestantes asesinados. Y en siglos posteriores: en el XVII, hordas de católicos saqueaban la ciudad de Magdeburgo (Alemania), con un saldo de 30.000 protestantes muertos.

El 17 de febrero de 1601, en la plaza romana de Campo dei Fiori, el filósofo, poeta, matemático y astrónomo Giordano Bruno, desnudo y atado a un palo, con la lengua sujeta por una prensa de madera para que no pudiese hablar, fue quemado vivo. Había sostenido, contra la barbarie cristiana, que el sol era tan solo una estrella, y que en el universo probablemente existirían innumerables civilizaciones inteligentes, según sus cálculos matemáticos. Todo ello apeaba al dios de los cristianos a un puesto irrelevante en la inmensidad del Cosmos.

Años más tarde, en 1633, Galileo Galilei, físico, astrónomo y matemático, fue condenado como hereje por la santa Inquisición, y torturado. Fue obligado a vestir traje de penitencia y a permanecer confinado en su casa de Florencia desde diciembre de 1633 hasta su muerte en 1638. Su delito había sido demostrar que era el Sol y no la Tierra el centro del sistema solar, y que era nuestro planeta, la obra cumbre de su dios, el que giraba como un vasallo alrededor del Sol. El tribunal cristiano, para perdonarle la vida, le obligó a abjurar de su teoría. Eppur si muove (“y, sin embargo, se mueve”) es la frase que, según la tradición, habría pronunciado después en voz baja para justificarse ante la Historia... y ante Feijóo.

Entre los Padres de la Iglesia, Tomás de Aquino, unos de los más venerados, justificaba sin paliativos la represión y muerte, si era preciso, de los que vivían en pecado. Era tal la podredumbre de su alma que en su obra magna, la Summa Theologica, llegó a escribir: “Para que los Santos puedan disfrutar más abundantemente de su beatitud y de la gracia de Dios, se les permite ver el castigo de los malditos en el infierno”. Tal era la bondad infinita del dios de los cristianos. Tal era el odio de Tomás a los infieles.

El amor de los católicos por las dictaduras asesinas no tiene disimulo. Juan Pablo II, en una peregrinación por América Latina, fue dando la comunión en loor de multitud al genocida de indios Ríos Montt, y a los asesinos Jorge Videla y Augusto Pinochet. En nuestro suelo, Franco era caudillo de España “por la Gracia de Dios”, para no ser menos que sus referentes Mussolini y Hitler, cuya convivencia con Pío XII, “el papa de los nazis”, sirvió de apoyo a aquellos regímenes criminales.

En Argentina, un sacerdote católico que atiende por el sarcástico nombre de Christian Von Wernich, fue condenado a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura militar (1976-1983). Había puesto al servicio de los represores los secretos arrancados en confesión a los detenidos, convertidos así, a su pesar, en delatores. Los jueces le acusaron de haber participado en siete homicidios, 31 casos de tortura y 42 privaciones de libertad ilegales. Y todas en nombre de su dios. Como el conocido como “El verdugo de Ocaña”, un cura que en nuestra Guerra Civil gozaba de un placer especial rematando con su pistola star a los fusilados en la cárcel de Ocaña, o a veces, según contó después uno de los supervivientes del suplicio, quebrándoles el cráneo a martillazos.

Y hoy, a Alberto Núñez Feijóo, presidente del PP, ni se le pasa por la cabeza que un civilizado católico pueda matar en nombre de su religión. Desconoce que esa religión suya lleva en su ADN el placer por el suplicio. Desconoce que la base sobre la que está montada su religión es el terror, y no el amor como predica el gabinete de imagen de los cristianos. El terror a una muerte con tortura eterna, por el pecado más irrelevante, es la piedra sobre la que se edifica esa religión. Un terror inoculado en la infancia, cuando las mentes infantiles han sido violadas sin miramientos, en la edad temprana en que no distinguen el bien del mal, la verdad de la mentira, la inteligencia de la necedad. Una Iglesia católica que, como dice el diccionario de la Real Academia Española, en su primera acepción, practica el terrorismo, o sea la “dominación por el terror”.

Feijóo no sabe inglés, y tiene un gallego deplorable, pero su cabeza sí le alcanza para un discurso en castellano lo suficientemente peligroso como para mantener viva la llama del odio que los buenos católicos conservan intacta, porque jamás la dejaron apagar. Que él y su banda no desesperen. Que, como decía Voltaire: “Quienes pueden hacer que creas cosas absurdas pueden hacer que cometas atrocidades”. Eso sí, siempre en nombre de Dios.

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