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La Roma de los milagros

Dos retratos de los papas Juan Pablo II (i) y Juan XXIII permanecen expuestos en la fachada de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano. / Efe

Manuel Saco

Ya tenemos dos santos más: Juan XXIII y Juan Pablo II. Este domingo entran en el Canon (han sido canonizados), ese cuadro de honor donde se inscribe a los santos reconocidos por la Iglesia católica. Es lo más alto a lo que puede llegar un cristiano. Ni obispo, ni cardenal, ni siquiera papa. La santidad te da derecho a hacer milagros y a un hueco con tu efigie en una hornacina de una iglesia, de tal manera que los creyentes todavía vivos puedan rezarte para que hagas de intermediario ante dios. Solo tiene el inconveniente de que no puedes disfrutar en vida de los privilegios inherentes a tan alto nombramiento: antes hay que pasar por el incómodo trámite de morirse.

Para que te reconozcan como santo es necesario que una comisión de expertos nombrados por el Vaticano certifique que has hecho al menos dos milagros después de muerto. ¿Pero qué es un milagro? Según el DRAE, se trata de un “hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino”. Un hecho, añado yo, casi siempre referido a una curación “milagrosa” y repentina de una enfermedad considerada incurable.

Cuando yo era niño me preguntaba por qué los milagros de los santos se referían siempre a problemas de salud y no, por ejemplo, de dinero. Mi madre acudía a misa todos los días, y además de pedir a sus vírgenes y santos favoritos salud para su familia, metía también en el paquete de solicitudes una ayudita de dinero para acabar el mes sin pasar hambre. Pero dios nunca le hizo aparecer en un cajón de su mesilla de noche un fajo de billetes de mil. Siempre le mandaba salud. Y eso a mi madre la ponía enferma. Una contradicción divina.

Cuando los investigadores descubren la manera de curar una enfermedad considerada hasta ese momento mortal, a eso se le llama ciencia, no milagro. Lo que tiene algún que otro inconveniente para las religiones. Más de la mitad de los cánceres ya tienen curación; las vacunas han erradicado epidemias devastadoras; la higiene generalizada ha salvado a la humanidad de millones de muertes prematuras. En vista de que el enriquecimiento repentino se considera robo o cohecho, y nunca una “intervención sobrenatural de origen divino”, sino la intervención de un extesorero listo, cuando la humanidad haya encontrado al fin remedio a todas las causas de enfermedad, ¡se habrán acabado los milagros, y, en consecuencia, los santos!

No sé qué tipo de enfermedades ha curado Juan Pablo II para haberse encaramado a los altares. Generalmente se trata de monjas de clausura cuya curación milagrosa fue certificada por científicos desinteresados: pongamos por caso, un par de médicos del Opus Dei. Milagros caprichosos de esa corte celestial que parece padecer un problema bipolar del comportamiento. Porque mientras el papa polaco, que en gloria esté, curaba a las monjitas de graves enfermedades dudosas, permitía que una cruz elevada en su honor en un pueblo italiano se desplomara sobre un piadoso joven de 21 años y lo matara instantáneamente, solo por haber acudido a pedirle un poco de salud, dinero y amor, supongo yo. No creo que le hubiese pedido que le matara allí mismo, por muy mal que le hubiese sentado la sustancia estupefaciente que se estaba fumando.

Horas antes, en la semana santa alicantina, la imagen de la virgen de los Dolores, bailada por vigorosos costaleros, se desplomaba sobre la cabeza de un nazareno que, desde entonces, ya no olvidará por qué la llaman la virgen de los Dolores. Casi le rompe el cráneo.

Lo que más me intriga de las curaciones sobrenaturales es cuánto duran sus efectos. En otras palabras: si se detectara un rebrote del cáncer mórbido en la monjita amilagrada, ¿se le podría retirar la santidad a Juan Pablo II, por falta de consistencia en sus milagros? ¿Es justo curarla hoy para dejarla morir el día de mañana, o el santo ya está obligado a mantenerla con vida milagrosamente para toda la eternidad?

Y no hablo por boca de ganso, porque ya hay antecedentes. ¿No os habéis preguntado qué fue de Lázaro, aquel al que Cristo resucitó después de ordenarle “levántate y anda”? Porque se supone que si lo ha resucitado, es para siempre, no iba a molestarse en sacar de su tumba a alguien al que iba a dejar morir años o días después. Eso sería de una crueldad infinita, impropia de los dioses.

Si alguien conoce a esa monja, que la alerte sobre el flaco favor que le ha hecho Juan Pablo II. El papa polaco se habrá salido con la suya, pero ella ha quedado marcada para siempre. Yo, concretamente, llevo años buscando a un tipo que responde al nombre de Lázaro, muy viejito, de unos 2.000 años de edad, vestido con un sudario blanco, y que habla raro, como en arameo. Si lo veis, decidle de mi parte que ya puede morir en paz. Que dios no existe.

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