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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Devotos cazadores de votos

Los integrantes de Títeres desde Abajo, cuya causa por delitos de odio fue archivada por la Audiencia Nacional.

Manuel Saco

En 1988, superado ya el nacionalcatolicismo, se derogó en España el delito de blasfemia, en sintonía con la mayoría de los países occidentales. Fue una de las consecuencias más llamativas de la separación formal de la Iglesia y el Estado. Era imposible ya seguir manteniendo la necesidad de defender a los dioses de las ofensas de los hombres, pues para los estados modernos no existen dioses que puedan estar ofendidos.

Sí existía y existe una gran mayoría de votantes creyentes y políticos cazadores de votos (cazadores devotos… hum…) que piensan que aunque sus dioses se las podrían arreglar muy bien solos, ellos, en cambio, gente respetable, merecen un respeto a sus creencias. Aunque pocas palabras de nuestra lengua resulten tan ambiguas como “respeto” y “respetable”.

El viejo concepto de blasfemia, que tantas hogueras alimentó a lo largo de nuestra historia, tuvo con la democracia un nuevo cobijo, bajo la capa del respeto, en el artículo 525 del Código Penal: “Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican”. Y a continuación, en un modelo de lenguaje que hoy podríamos calificar de inclusivo, rozando más bien la estupidez manifiesta, extiende idénticas penas para “los que hagan públicamente escarnio, de palabra o por escrito, de quienes no profesan religión o creencia alguna”. Como si a los agnósticos les importara una higa que alguien se riera de su no creencia.

Es decir: por ley, toda creencia es respetable, aunque bajo el análisis de la razón sea una estupidez. Y esto es así porque la condición de respetable, de alguien o algo digno de respeto, es un concepto que forma parte del reino de la subjetividad, y, por lo tanto, poco fiable en términos científicos. Y el diccionario tampoco nos aclara la duda: “Veneración, acatamiento que se hace a alguien… miramiento, consideración, deferencia…”

La prueba de que el respeto no es más que una palabra trampa la encontramos en que todo criminal, sea violador, asesino, pederasta o genocida, se cree digno de respeto. Lo puedes encarcelar y hasta condenarlo a muerte, pero no le faltes al respeto. Al parecer, eso vale más que la vida humana.

Y cuanta más ambigüedad e indefinición, más trabajo para los jueces. Si un cómico simula en televisión sonarse las narices con la bandera de España, puede ser llevado ante los tribunales acusado de una supuesta ofensa a la bandera. Cierto es que yo nunca he visto cómo se sienten las banderas de ofendidas cuando se las ningunea, pero sí he visto la reacción histérica de los ultranacionalistas cuando se desprecia ese trapo que consideran sagrado con el que gustan dar brillo a sus neuronas. No es pues, ofensa a las banderas, sino a quienes creen en ellas.

La bandera personifica el orgullo de pertenencia a un grupo. Toda nación, por definición, es mejor que la vecina, y por lo tanto, digna del mayor respeto (del mayor, literalmente) al igual que cada religión es la única verdadera, lo que acaba creando un problema filosófico (y matemático) irresoluble. En las fiestas multitudinarias de exaltación patria, vestidos y pintarrajeados todos de banderitas multicolor, los ultranacionalistas dicen sentirse orgullosos de ser españoles, catalanes o vascos.

Orgullosos. Si a esos españoles rojoygualdas les preguntas, uno a uno, por qué están orgullosos de su patria, te contestarán que “porque nacieron en España”. Están orgullosos, se supone, del trabajo colosal de sus padres que tuvieron el detalle de no traerlos al mundo en una aldea inhóspita de Nigeria, por ejemplo, sino en una casa de Sevilla con calefacción central y agua corriente. Y si les haces ver, por hacer amigos, no más, que el que en verdad debería estar orgulloso de haber obtenido la nacionalidad española es el negrazo nigeriano de una aldea remota que arriesgó su vida cruzando desiertos y mares, violado y esclavizado por las mafias del contrabando de seres humanos, y que hoy se gana el pan de mantero en la Puerta del Sol… si se lo insinúas tan solo, puede que para ti mañana no sea otro día. Por faltarle al respeto.

Como la ambigüedad del término “respeto” no señala en absoluto quién es la gente respetable, los nacionalistas y los religiosos protegen sus creencias por ley, por si acaso, con penas parejas entre los siete y doce meses de multa para los infractores. Y no por casualidad. ¿Pero alguien conoce algún país que castigue en su Código Penal, por ejemplo, el mofarse de los que creen en el Ratoncito Pérez, o en la capacidad de las cartas del Tarot y del horóscopo para predecir el futuro?

Los países islámicos tienen muy bien resuelto el dilema entre código penal y fe: ambos se rigen por el mismo principio, en feliz confusión de términos. Te condena o te absuelve un tribunal por delegación de dios. Ese dios que el diccionario de la RAE aconseja escribir con mayúscula inicial cuando se refiere al de las religiones monoteístas, porque los diccionarios fueron escritos secularmente por académicos que creían en un único dios, “digno del mayor respeto”, del respeto en mayúsculas.

Los códigos y diccionarios exigen mantener la respetabilidad de los dioses y sus religiones porque los fieles redactores de ambos necesitan blindar sus propios credos, tienen que impedir a toda costa que sus creencias particulares sean analizadas por los demás con el instrumento de la razón, para evitar así ser un posible objeto de mofa o desprecio. La fe admite, sin necesidad de análisis, y sin el menor sonrojo, que haya madres que sigan siendo vírgenes después del parto; que, contrariamente a lo que descubrió Darwin, el primer hombre no proceda de la evolución de otra especie primitiva; que el mundo sea el centro minúsculo de la Creación, prácticamente irrelevante en un universo de un tamaño casi infinito; que los niños nazcan infectados de un pecado original cometido por la loca de su primera madre, que hablaba con serpientes...

Con el instrumento de la fe, todo ello cobra coherencia. La teología ocupa con éxito el papel de la ciencia. En cambio, aplicando el instrumento de la razón y del análisis científico, se llega a una conclusión inquietante: resulta que los fieles creen en una colección de necedades tan colosal que a los agnósticos les resulta muy difícil mantenerles el respeto intelectual exigido. Por eso los papas aconsejan que, en caso de conflicto insuperable, prevalezca la fe sobre la razón. Si la razón se niega a concederles ese respeto, los fieles pueden exigir a sus gobernantes que al menos los defienda la ley.

Los fieles cultos, formados muchos de ellos en disciplinas científicas, están, así, abocados a vivir una doble vida. Confían en la razón para decidir cruzar con el semáforo en verde el paso de peatones que desemboca en la puerta de su iglesia, pero, una vez dentro, cuelgan la capacidad de análisis en un perchero imaginario, y se creen, sin filtro alguno, las historias de ángeles que se sublevaron contra dios, sobrevenidos coleccionistas de las almas de los malos, entre los que me cuento.

Mas, como la eternidad va para largo, se puede abreviar su llegada con el Código Penal en mano. Como demuestra la historia reciente, los humoristas son víctimas inevitables de esa bipolaridad. Su instrumento de análisis se llama humorismo, que la RAE define como “modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas”. Víctimas inevitables, como digo, pues lo que no admite ningún creyente, sea en las naciones, sea en los dioses, es precisamente que su credo sea enjuiciado resaltando su lado cómico o ridículo. Una falta de respeto imperdonable.

En la vida civil de su cerebro, un juez cristiano rechazaría que los hijos tuvieran que pagar con la pena de cárcel por los crímenes cometidos por sus padres; o, ateniéndose al principio, básico en Derecho, de la proporcionalidad de las penas, ningún tribunal defendería jamás la condena a muerte de alguien por el “delito” de masturbarse.

Los fieles de todas las religiones y patrias conviven, sin concesión al menor análisis, con conceptos que la razón condena como extravagantes, absurdos o perniciosos. En su ideario, las naciones son, por ejemplo, entes de valor superior a las personas que las habitan. Ponerlo en duda es de malos patriotas. La religión católica, por su parte, utiliza prolijamente las múltiples advocaciones de la madre terrenal del hijo del dios padre, como refugio principal de sus fieles para ablandar la ira de su divino hijo. Ponerlo en duda es pecado.

El 17 de octubre de 2018, la Organización Mundial de la Salud (OMS), organismo de la ONU, pidió que cesaran para siempre las pruebas de virginidad en los países donde todavía se practican, por considerarlas “humillantes, dolorosas y traumáticas” para las mujeres que las sufren. En el imaginario católico, sin embargo, la madre de su dios es la Virgen, sin más, trasladando así la obsesión de los redactores tribales de los libros sagrados por las hembras vírgenes y a estrenar. La virginidad como virtud superior a la maternidad, lo que no ha impedido que millones y millones de madres católicas a lo largo de la Historia, lejos de sentirse ofendidas, colaborasen de buen grado en la propagación de una fe que las consideraba impuras. Peor, aún: “inmundas”.

En el Levítico 12:2 se lee que “la mujer, cuando conciba y dé a luz un varón, será inmunda siete días; conforme a los días de su menstruación será inmunda”. A continuación, en el 12:5, aclara que “si diere a luz una hija, será inmunda dos semanas, conforme a su separación, y sesenta y seis días estará purificándose de su sangre”. Es decir, ¡parían con dolor, y eran más “inmundas” cuando el fruto de la pérdida de su virginidad resultaba ser, para colmo, una despreciable niña!

En manos de un humorista, la unión de ambos mundos produce un juguete cómico disparatado. Imaginemos la conversación entre dos amigos, en la que uno le dice al otro:

-“Te presento a mis hijas; esta, la pequeña, es la virgen Marta; esta otra, la mediana, es la virgen Margarita; y esta, la mayor, es Isabel… Isabel ya no es virgen”.

Su interlocutor quizá se preguntaría asombrado por qué razón su amigo ha querido mantenerle al corriente de la condición ginecológica de sus hijas, violando groseramente su derecho a la intimidad. Y sin embargo, el más cuerdo y respetuoso de los fieles católicos, celoso de su propia sexualidad, no tendrá el menor reparo en presentarnos a la madre de su dios, no por su nombre, sino por su condición de persona que, como bien dice el DRAE, “no ha tenido relaciones sexuales”.

Entiéndase bien, pues, por qué los humoristas corren un serio peligro al poner bajo su lupa de análisis a las religiones y a los nacionalismos y sus banderas (esa otra forma de religión laica que se rige por los mismos principios de prevalencia de la fe sobre la razón), porque en el colmo del dislate podría ser llevado ante un juez católico o ultranacionalista, de los que nunca se sabe a ciencia cierta en qué estado de su condición bipolar se encuentran en el momento de juzgar: si en la fase de delirio o en la de razonamiento.

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