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El ‘renacimiento’ de la socialdemocracia

Pedro Sánchez y Anne Hidalgo, alcaldesa de París.

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Hace tan solo tres años estaba de moda escribir libros y ensayos sobre el fin de la socialdemocracia. Basta con un rápido paseo por internet para encontrar montones de análisis que certificaban alegremente su defunción. El argumento central de los sepultureros era que una ideología basada en la capacidad de intervención del Estado no tenía razón de ser en la era de la globalización, en la que los márgenes de maniobra de los gobiernos estaban condenados a estrecharse hasta la insignificancia frente a la fuerza avasalladora del capitalismo internacional y el libre mercado. Además, según el discurso imperante, el proceso de demolición de fronteras comerciales, económicas y financieras se había demostrado tan beneficioso para la humanidad que los propios ciudadanos rechazarían cualquier tentativa de revertirlo con aventuras 'progres'.

En aquel momento, un vistazo al mapa político europeo parecía darles la razón. Los partidos socialdemócratas se hallaban fuera del gobierno en la inmensa mayoría de los países, con tres excepciones notables: Suecia, España y Portugal. Incluso en estos casos la situación no era para tirar cohetes: el SAP sueco había ganado con el peor resultado de su historia; Sánchez había llegado a la Moncloa con poco más de la mitad de los votos que obtuvo Zapatero en 2008; el PS portugués había quedado en segundo lugar en las elecciones, y gobernaba gracias a una moción de censura contra el Ejecutivo de centro-derecha.

Hoy, sin embargo, los agoreros del apocalipsis andan callados. De repente, tras sucesivas victorias en Finlandia, Dinamarca y Noruega, los socialdemócratas gobiernan en la totalidad de los países nórdicos, que son el gran referente mundial del progresismo. Han ganado las elecciones de Alemania, con lo que, si prosperan las negociaciones de investidura, encabezarían el gobierno del país más poderoso de Europa tras 16 años de merkelato. En España, han conseguido mantener a flote, no sin tensiones, el primer gobierno de coalición de la etapa democrática. En Portugal, ganaron las elecciones de 2019 con un aumento de votos con respecto a los comicios anteriores y lograron la revalidación de António Costa como primer ministro, aunque la ruptura esta semana de la coalición de izquierdas parece abocar a nuevas elecciones. En Italia, el centro-izquierda ganó en las cinco ciudades principales en las elecciones de octubre pasado, lo que se interpreta como el anticipo de un vuelco político a nivel nacional.

Es comprensible que los socialdemócratas estén eufóricos. Cuando muchos los daban por muertos, han recibido una descarga de oxígeno. Las últimas victorias tampoco invitan a echar las campanas al vuelo: en todos los casos, los votos obtenidos no son ni la sombra de los apoyos que llovían en los años gloriosos; sin embargo, el hecho de tener las riendas del gobierno en países influyentes –especialmente si lo consiguen en Alemania- supone un importante salto cualitativo. La pregunta que ahora se formulan los analistas no es ya cuándo será el sepelio de la socialdemocracia, sino qué ha sucedido para que haya resurgido de lo que parecían sus cenizas y cómo puede aprovechar esta oportunidad para recuperar el protagonismo y prestigio que tuvo en otros tiempos, si es que ello es aún posible.

Hay que empezar por decir que fue la propia socialdemocracia la que labró su declive, al rendirse sin mucha resistencia al discurso neoliberal que surgió en los años 80 y que, empaquetado con la retórica de la globalización, se entronizó como la verdad revelada a partir de los 90. Algunos pensadores pretendieron adaptar la socialdemocracia a lo que los poderes económicos imponían como 'la nueva realidad'. Las ocurrencias más notables fueron la Tercera Vía de Tony Blair y la Neue Mitte de Schröder, que, si bien les fueron de utilidad a ambos para llegar al poder, tuvieron el efecto nefasto de desnaturalizar la opción progresista. Con esas propuestas de “modernización”, el Estado de bienestar dejó de ser concebido como la columna vertebral del progreso económico y la igualdad social, como lo asumía la vieja tradición socialdemócrata, y se convirtió en una carga económica que había que mantener casi como un acto caritativo, aunque los “desafíos” (demografía, competitividad, etc.) obligarían a recortar su alcance y reorientarlo a un papel cada vez más asistencial.

Desde los think tanks neoliberales se repetía machaconamente que la globalización era inevitable e irreversible; que los estados debían privatizar sus empresas y evitar “interferencias” en la economía para no ahuyentar a los inversionistas; que las políticas expansivas del gasto eran anatema; que los bancos centrales debían ser “independientes”; que había que “flexibilizar” el mercado laboral porque, de lo contrario, las empresas se mudarían a sitios más “amigables”. En la Unión Europea caló el discurso, y una de las consecuencias ha sido los recortes –más severos en unos países que en otros- de la sociedad del bienestar. “Bruselas” se ha convertido en el celoso guardián de las esencias liberales y, también, todo hay que decirlo, en la coartada de más de un gobierno progresista para incumplir promesas electorales.

¿Pudo la socialdemocracia haber cambiado el curso de esta historia? En su ensayo ¿Hay algún futuro para la socialdemocracia en la era de la globalización?, publicado hace casi una década, el politólogo Sean McDaniel argüía que el error de partida de los socialdemócratas fue aceptar el sermón de que había una globalización real, que esta era inexorable y que la acción política no tenía más alternativa que abrazar el credo del fundamentalismo de mercado y adaptar las sociedades al nuevo orden. Según el profesor de la Universidad de Sheffield, lo que había en realidad era una fuerte tendencia a la regionalización en torno a tres centros de poder: EEUU, China y la Unión Europea. Las cifras demostraban que el grueso de las inversiones y transacciones de bienes y servicios no se desarrollaban genéricamente “en el mundo”, sino en el interior de cada bloque. En un estudio publicado por el Banco de España este mes de octubre con el título (Des)globalización del comercio y regionalización, los analistas Iván Kartaryniuk, Javier Pérez y Francesca Viani señalan que la tendencia a la regionalización comercial rebrotó en la Europa-28 y el norteamericano Nafta a raíz de la crisis de 2008 y había comenzado incluso antes en el bloque Asia-Pacífico. Con la mirada en Europa, McDaniel concluía que los partidos socialdemócratas, si hubieran puesto en su justa dimensión el alcance de la globalización, y no hubiesen atendido las voces que amenazaban con la ruina a quien se resistiera a los dictados del neoliberalismo, habrían podido ser mucho más beligerantes de lo que fueron en la orientación ideológica de la UE. 

El alejamiento de los socialdemócratas de sus valores tradicionales tuvo consecuencias. Buena parte de sus votantes emigraron a nuevos partidos de izquierda (Podemos) o a formaciones comprometidas con alguna bandera particular del progresismo (Verdes). Otros pasaron a engrosar las listas de la abstención. En algunos casos, sobre todo en barrios obreros que eran feudo tradicional de la izquierda, abrazaron opciones de derecha o extrema derecha. España no fue una excepción al fenómeno: en solo una década, de 2008 a 2018, el PSOE pasó de 11,2 a 6,7 millones de votantes.

Si la socialdemocracia parece tener una nueva oportunidad es, primordialmente, porque el edificio ideológico que se construyó en nombre de la globalización está saltando por los aires. Sonroja ver cómo los más devotos apóstoles de la globalización la dan ahora, sin inmutarse, por finiquitada. 'La globalización ha muerto y necesitamos inventar un nuevo orden mundial', titulaba hace un par de años The Economist. Algunos atribuyen el derrumbe a factores pretendidamente exógenos, como la ralentización del crecimiento económico y el auge de la financiarización del capitalismo. Otros sostienen quejumbrosos que la regionalización de la economía impidió el desarrollo de la globalización. Están los que se rasgan tardíamente las vestiduras porque esta no se hubiera acompañado con instituciones democráticas de control. Y hay quienes, como el Nobel Paul Krugman, centran el mea culpa en los efectos devastadores de un proceso que ha dejado a millones de seres humanos en la estacada y aumentado a proporciones nunca vistas la desigualdad económica y social entre países y en el interior de estos. La Covid 19 ha asestado la estocada final a la perorata globalizadora. El hecho es que los damnificados de la fiesta están buscando protección en medio de la zozobra, y en ese contexto la socialdemocracia vuelve a coger fuelle, aunque de momento sin grandes resultados electorales.

¿Y qué puede ofrecer la socialdemocracia? Para responder la pregunta, primero hay que definir qué es la socialdemocracia, si ello resulta posible, ya que la elasticidad del término ha aumentado notablemente en los últimos años. Se le puede identificar en función de un sistema de “valores”, como defensora de las libertades, de los derechos humanos, de la igualdad de oportunidades, de las minorías. O, en el plano económico, como un proyecto que concilia el capitalismo con la justicia social mediante la utilización del poder del estado. Algunos, en un empeño por simplificar la discusión, sentencian que “Socialdemocracia es Suecia” y que todos los socialdemócratas deben tener como guía el modelo sueco, incluso a pesar de que este haya sufrido retoques por la presión del fundamentalismo del mercado. En general, hay consenso en torno a los grandes principios, como lo evidencian las entusiastas ponencias congresuales de los partidos. El problema aparece cuando toca llevarlos a la práctica.

No cabe duda de que el mundo es hoy muy distinto a aquel de los años 50 y 60 en que florecieron las socialdemocracias europeas. Su base electoral 'clásica' –obreros varones con sólidos derechos laborales- se ha contraído por la desindustrialización y ha envejecido. Se ha producido la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral. La revolución digital ha provocado profundas transformaciones económicas, laborales y culturales. Conceptos como “libertad” o “justicia social” tienen otros significados para muchos jóvenes que han crecido en un mundo más diverso y menos predecible que el de sus padres. El mercado laboral es uno de los grandes temas del momento. ¿Hay que fortalecer desde el Estado a los sindicatos como se hacía hasta 1992 en Suecia, cuando se pagaban a través de ellos los seguros de desempleo y otras prestaciones sociales? En algunos países, como España, el paro juvenil alcanza niveles alarmantes: ¿hay que reducir la semana laboral para abrir cupo a más trabajadores? ¿Es posible establecer un salario básico universal? Está también el problema de la vivienda: ¿basta con regular los precios de alquiler o debería crearse una gran compañía estatal de construcción, como la que existe en la muy capitalista Singapur?  Otros grandes temas de debate público que exigen respuestas son el medio ambiente, la inmigración, el feminismo. 

En su provocador libro Algo va mal, el historiador Tony Judt planteaba: “Si la socialdemocracia tiene algún futuro, será como socialdemocracia del miedo. Más que restaurar un lenguaje de progreso optimista, deberíamos empezar por reencontrarnos con el pasado reciente. La primera tarea para los disidentes radicales hoy es recordarle a su audiencia los logros del siglo XX, junto con las previsibles consecuencias de nuestra carrera desenfrenada para desmantelarlos”. Frente a esta visión 'conservacionista', algunos rescatan la recomendación que el líder laborista y después presidente de la Comisión Europea Roy Jenkins daba en los años 50 a los socialdemócratas: hay que ser “radicales en el contexto del momento”. 

Si la socialdemocracia aspira a recuperar su influencia, deberá atraer a los electores con propuestas originales, incluso osadas. Como señalaba el politólogo Christopher Pierson en su ensayo Socialdemocracia en el siglo XXI: naturaleza y perspectivas, “a primera vista no hay razón para suponer que el único camino para que la socialdemocracia pueda sobrevivir en el siglo XXI es redefiniendo sus ambiciones para que coincidan con aquellas de las instituciones líderes de la gobernanza económica mundial”. En Europa, los socialdemócratas deberán decidir si aprovechan su actual 'renacimiento' para redefinir ciertas reglas del juego en el interior del bloque y demostrar que es posible la adaptación a los nuevos tiempos sin renunciar a las viejas esencias.

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