La revista que fue Jueves
Al leer el último número de la revista El Jueves me he acordado, y no solo por una mera cuestión de homonimia, de El hombre que fue Jueves, la novela más paradójica y conservadora de G.K. Chesterton (el más paradójico de los novelistas conservadores), en la que rinde un involuntario homenaje al “verdadero anarquista” y, aunque pretende reivindicar el catolicismo y la moral cristiano-burguesa, con su enrevesada reflexión sobre la infiltración y el doble juego consigue, en buena medida, el efecto contrario (junto con Voltaire y Alfonso Sastre, Chesterton fue uno de los autores que más me ayudaron a “perder la fe”, es decir, a alcanzar el uso de razón).
Y es que, al igual que los alegóricos personajes de la novela de Chesterton, la revista El Jueves es un agente doble infiltrado en el sistema. Podría parecer una obviedad, puesto que los humoristas siempre son agentes dobles: por una parte, cuestionan el orden establecido y la moral vigente, y por otra los refuerzan al funcionar como una válvula de escape que alivia una presión que podría llegar a ser peligrosa. Pero no todos los agentes dobles son iguales, y a veces las válvulas se atascan.
“El humor es la sonrisa de la revolución”, dijo poco antes de morir el joven poeta francés Marco Ménégoz, asesinado por los nazis en 1944. Y Freud ya lo había sugerido al señalar, en El chiste y su relación con el inconsciente, que el humor es intrínsecamente subversivo (en el sentido gramsciano de erosionar los cimientos de la moral burguesa, cabría añadir). Pero no todas las sonrisas son iguales, ni todas las subversiones. Hay sonrisas obsequiosas y rebeldías que se reducen a pataletas o solo buscan la satisfacción inmediata de apetencias reprimidas. Y la obsequiosidad risueña y la rebeldía superficial se juntan y revuelven en la figura del bufón cortesano.
Como es bien sabido, los bufones cumplían la función de “humanizar” a sus amos hablándoles con una impertinencia que a otros les hubiera costado cara. No dejaba de ser una profesión de riesgo, pues si se pasaban de la raya o pillaban a su señor en un mal momento, podían perder sus privilegios en un santiamén. O su cabeza. Pero, en general, un bufón astuto conseguía llevar una vida acomodada sin grandes sobresaltos. Igual que algunos humoristas actuales.
El poder necesita al bufón, más que para parecer tolerante y abierto a la crítica, para no perderse en los meandros de un monólogo sin fin y sin réplica. Necesita un espejo para maquillarse. Al precio de distorsionar su figura y sus maneras (vendiendo su imagen, que es empeñar el alma), el bufón puede decir algunas verdades molestas, incluso proferir ciertas burlas y sarcasmos irreverentes, y el poder no solo lo tolera, sino que incluso puede llegar a reírse. ¿De sí mismo? No: de quienes confunden las impertinencias del bufón, que contribuyen a que todo siga igual, con las verdaderas críticas, las que podrían hacer que las cosas cambiaran.
¿Y quiénes confunden las bufonadas con las críticas? Todos, en alguna medida, en algún momento. A todos nos engañan alguna vez los bufones del poder (por ejemplo, los humoristas que publican sus chistes gráficos en los grandes periódicos), y a algunos los engañan todas las veces. Pero no pueden engañarnos a todos todas las veces. A los bufones cortesanos acaba viéndoseles el plumero, el gorro de cascabeles, sobre todo a los que se las dan de intelectuales.
Su propia superficialidad -su habitual tonillo entre mesiánico y seudopoético, como de libro de autoayuda con ínfulas literarias- suele ser un primer indicio, aunque no concluyente; su exhibicionismo, su frecuentación de los grandes medios (poco compatible con la crítica verdadera), el engreimiento y la arrogancia típicos de los mediocres encumbrados y, sobre todo, una ambigüedad retórico-acrobática que acaba estrellándose contra el suelo de los obstinados hechos: esas son las señas de identidad -o de impostura- de los bufones del poder.
Pero a veces los cómicos menos pretenciosos (y no en vano el punto sobre la jota de El Jueves es una cabecita de bufón deslenguado) se proponen y lo consiguen (para conseguirlo basta con proponérselo) molestar realmente a los criminales que gobiernan el mundo, y en esta ocasión la valiente plantilla de “La revista que sale los miércoles” lo ha conseguido.
Una doble página en la que, bajo el título “DesHechos Históricos”, se denuncia sin ambages al Estado terrorista de Israel, ha desatado las iras de los neonazis sionistas y los ladridos de sus perritos falderos. Y por si fuera poco, el último número de El Jueves aborda el vergonzoso incidente de los titiriteros con una claridad y contundencia que echamos de menos en los políticos y politólogos supuestamente de izquierdas; la correspondiente sección se titula, sin concesiones, “El Estado contra la libertad de expresión”, y entre otras cosas incluye una viñeta en la que se ve al verdadero titiritero terrorista -el capital- moviendo los hilos de sus marionetas: el policía, el juez y la prensa. Se puede decir más alto, pero no más claro. Y por eso intentan reducir al máximo el volumen de esa voz renacida, que recuerda los tiempos más combativos de la revista que fue El Jueves y que parece dispuesta a volver a serlo. Ayudémosla a conseguirlo.