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Opinión - Exclusivo para socios El rompecabezas de ERC. Por Neus Tomàs

Los ríos nos roban el agua

Trabajadores recolectando lechuga en el Campo de Cartagena / E. R.

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Mientras Ramón Tamames trataba de instaurar una gerontocracia de la mano de Vox con la moción de censura a Pedro Sánchez en marzo del año pasado, Iván Espinosa de los Monteros subió a la tribuna del Congreso de los Diputados a hacer de paladín del candidato. No puede decirse del IV marqués de Valtierra que sea un ignorante o un merluzo de clase alguna, siempre ha sido de las cabezas más lúcidas dentro de la ultraderecha, pero a pesar de ello lanzó una proclama al aire que suscitó las risas de muchos dentro y fuera de la cámara baja y confirmó lo que otros cuantos sospechaban: los ríos han estado todo este tiempo vertiendo al mar sus aguas dulces y valiosas para la agricultura, y lo peor de todo es que lo estaban haciendo a nuestras espaldas. Peor todavía: nadie parecía dispuesto a detener esa sangría hídrica. 

Rafa Hernando, no tan sospechoso de ser inteligente, lanzó el otro día un tuit con el que pretendía puntualizar que si el ramal norte del trasvase del Ebro se hubiera llevado a cabo, hoy no habría problemas de sequía en Catalunya. Después, para dar más fuerza a su argumento, dijo: el año pasado el Ebro tiró 7.000 hectómetros cúbicos de agua al mar. A Hernando le pasa con el ciclo del agua lo que a mí con Foucault, que ni lo entiende ni piensa esforzarse en hacerlo. 

La ventana de Overton está obsoleta, abierta de par en par, destrozada y sus cristales esparcidos por el suelo. Este concepto, para el que no lo conozca, se utiliza para abarcar todas aquellas posiciones –a favor y en contra– de una cuestión específica en un momento determinado que resultan aceptables para el público general y que, por tanto, disponen de cierta viabilidad política. Esto sirve para que no perdamos el tiempo en argumentos prosaicos y posturas absurdas, como cuando Abascal trató de poner sobre la mesa el libre uso de armas en España. El objeto de políticas de comunicación como esta es dilatar ese marco de lo permisible, de lo moral o lo sensato, para que los argumentos de tus adversarios queden fuera de lugar: si mueves el marco eliges quién sale en la foto. 

Ahora, una agrupación de ganaderos y agricultores del sector primario ha emitido un manifiesto en el que exigen –una y otra vez– la convocatoria de un referéndum nacional para cambiar el sistema electoral, derogar la Agenda 2030 y penar con la ley las obras de geoingeniería. Más allá de que la Agenda 2030 no es jurídicamente vinculante y su carácter es mayormente recomendatorio, se ha convertido en el enemigo a batir del liberalismo. No hay nada más molesto que esos dichosos objetivos de desarrollo sostenible como el acceso a agua potable. 

A esta gente, por cierto, que se denominan a sí mismos agricultores aunque ni siembran ni recogen porque suelen tener un buen equipo de senegaleses bien dispuestos a trabajar mucho por poco dinero, se les llena la boca una y otra vez lanzando sus teorías de la conspiración: una avioneta se ha llevado mi lluvia, etcétera. Es curioso cómo se posicionan frontalmente en contra de los llamados chemtrails –el Perro Sanxe nos fumiga y todas esas idioteces–, pero luego sacrificarían a su primogénito para poder echar un gramo más de nitratos al campo. 

Vivimos tiempos raros: la tontería se ha instalado en el debate público. Es muy complicado legislar cuando los problemas que plantea la oposición se parecen más a los delirios de un niño con fiebre que a una agenda política esbozada por personas adultas. A este ritmo, y si consiguen –de alguna forma– alcanzar puestos de gobierno, estaremos más cerca de vivir en una teocracia agrícola y rezarle al pan, al sol y a los ríos y parecernos más a los harapanos que a los fenicios. 

La buena noticia es que a este respecto es la izquierda quien puede presumir de hegemonía más allá de sus luchas fáusticas y peleas intestinas. El signo principal y más visible de nuestra victoria en la batalla por la hegemonización es el de que gran parte de la derecha acaba asumiendo los postulados que la izquierda propone, algunos con décadas de retraso, algunos ofreciendo resistencia, pero tragando en cualquier caso. La pulsión reaccionaria es natural, previsible y divertida desde fuera. Pretender gobernar un país sin conocer sus ríos es como tratar de dominar el mundo sin entenderlos. 

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