A rólex o a setas
Pocas veces tiene uno el privilegio de vivir, más que un momento, un instante histórico. Me sucedió en Iquitos, una ciudad de la Amazonía peruana. El calor extremo y la alta humedad dificultaban la respiración. Había salido por un momento al patio de un centro de formación regentado por religiosas españolas, que el entonces presidente José María Aznar había decidido visitar en el curso de un viaje oficial que ya lo había llevado a Bogotá y que iba a finalizar en Lima.
A unos pasos de mí estaba el equipo de comunicación de la Moncloa, con una pequeña maleta abierta que contenía los dispositivos tecnológicos necesarios para cumplir su tarea. De repente, noté una agitación en el grupo. El secretario general de Presidencia, Javier Zarzalejos, intercambió por el teléfono unas palabras que no pude escuchar y se dirigió de inmediato al interior de la escuela. Deduje por el clima de excitación que algo importante estaba ocurriendo, y lo seguí. Zarzalejos llevó a un lado a Aznar y le comentó algo al oído. El presidente frunció el ceño más de lo habitual. Tras dar unas instrucciones al secretario general, hizo el recorrido de rigor por el centro educativo y escuchó con paciencia las explicaciones de las monjas, aunque su cabeza ya estaba en otro lado.
Era el 16 de septiembre de 1998. ETA acababa de anunciar en España una tregua indefinida. Ante la precariedad de la cobertura satelital, los periodistas tuvimos que turnarnos el único teléfono de línea disponible para informar a nuestros medios de las primeras reacciones del Gobierno. Al día siguiente, desde Lima, Aznar afirmó que “el Gobierno no es en absoluto insensible a las expectativas que una sociedad con capacidad de conciliación alimenta en este momento”.
Menos de dos meses después, el 3 de noviembre, el presidente anunció que había autorizado contactos con “el Movimiento de Liberación Nacional Vasco”, como denominó para sorpresa general a la banda terrorista. El Ejecutivo intensificó la política de acercamiento de presos etarras a cárceles en Euskadi –que ya había iniciado antes de la declaración de la tregua– y las fuerzas de seguridad redujeron drásticamente, en algunos meses a cero, las detenciones de terroristas. No habían pasado ni cuatro meses del asesinato de Miguel Ángel Blanco y ETA no hablaba de abandonar las armas. “Habrá un final dialogado cuando se produzcan las condiciones para dialogar. Y ojalá se produzcan esas condiciones”, dijo entonces el ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja. Nadie criticó al Gobierno; por el contrario, Aznar recibió un respaldo abrumador por parte de las fuerzas políticas y de toda la sociedad.
Aquella búsqueda de una solución dialogada del conflicto fracasó. Siete años después, José Luis Rodríguez Zapatero lo volvió a intentar –como lo habían intentado todos los presidentes de la democracia–, pero no disfrutó del mismo apoyo: el PP se le tiró a la yugular y movilizó a sus huestes para torpedear el proceso. Etiquetó de “tregua trampa” el nuevo cese al fuego y llegó a acusar a Zapatero de cómplice del terrorismo, pese a que no hizo ni la mitad de las concesiones de Aznar en materia de aproximación carcelaria o detenciones de terroristas. Las negociaciones del Ejecutivo socialista con ETA se empantanaron en una especie de limbo, pero el 20 de octubre de 2011, poco antes de que Zapatero saliera de la Moncloa, la banda anunció súbitamente el cese definitivo de su actividad armada y, seis años y medio después, el 3 de mayo de 2018, formalizó su autodisolución.
El entramado político de ETA experimentó un proceso de transformación hasta lo que es hoy EH Bildu, formación donde confluyen en complicada convivencia quienes mantienen un discurso ambiguo sobre el pasado proetarra y quienes se desmarcan de esa herencia. Es lo que pasa cuando hay pecados de origen en las organizaciones: también el Partido Popular ha albergado en su seno una maraña intrincada de sensibilidades por sus vínculos genealógicos con la dictadura franquista. EH Bildu cuenta hoy con cinco escaños en el Congreso de los Diputados y 21 de los 75 asientos en el Parlamento vasco. ¿No era esto lo que pretendían los partidos demócratas (incluido Alianza Popular, antecesor del PP) cuando firmaron el 12 de enero de 1988 el Pacto de Ajuria Enea? “Hacemos, igualmente, un llamamiento a quienes, aun ostentando representación parlamentaria, no ejercen sus derechos y obligaciones inherentes a la misma, para que, al igual que el resto de las fuerzas políticas, asuman las responsabilidades institucionales y defiendan desde ellas sus propios planteamientos políticos”, dice el artículo octavo.
Aunque ETA ya no existe, su historial criminal sigue aún vivo en la memoria colectiva de los españoles, como lo demuestra el éxito de la serie ‘Patria’. Y EH Bildu, pese a los esfuerzos de adaptación que está haciendo a las instituciones democráticas, es visto inevitablemente por muchos ciudadanos como parte del engranaje que tanto dolor sembró en España y, sobre todo, en Euskadi. A ello se suma que el partido mantiene el independentismo como objetivo programático, posición lícita mientras se defienda por cauces constitucionales pero que choca evidentemente con la indivisibilidad de España que consagra la vigente Carta Magna. Por todas estas circunstancias, hay quienes, aun aceptando que la formación abertzale sea legal y tenga presencia parlamentaria, consideran un desatino que el presidente Pedro Sánchez le esté dando protagonismo político, al contar con sus votos en la investidura o en la aprobación de los presupuestos del Estado.
Esta crítica, por controvertible que sea, es legítima y no debería ser despachada con menosprecio intelectual. Como también es legítima la posición de quienes consideran que contar con Bildu es positivo para avanzar hacia la normalización democrática. El propio Sánchez es un ejemplo de la complejidad del tema: hace menos de año y medio, como bien recordaba Esther Palomera en este periódico, el presidente desautorizó la pretensión de los socialistas navarros de formar gobierno en esa comunidad con la abstención (ni siquiera el apoyo activo) de Bildu. Su consigna era mantener a raya a este partido. ¿Qué ha cambiado desde entonces para que vea ahora justificables los apoyos de los abertzales? Debería explicar lo que parece, a primera vista, una incongruencia política.
Lo inaceptable en términos morales es que el Partido Popular, atenazado por los escándalos de corrupción, pretenda capitalizar el debate sobre EH Bildu para “desgastar” al Gobierno (como recoge un argumentario interno revelado por este periódico) y erigirse en guardián de la pureza de sangre democrática. Una formación que arremete contra Sánchez por contar con los votos abertzales, pero que mantiene sin el menor pudor alianzas de gobierno territoriales con Vox, partido de extrema derecha que en el resto de Europa sería objeto de un cordón sanitario y cuyo líder defiende abiertamente el legado de Franco. Que exige a EH Bildu una condena pública a ETA, pero que se ha opuesto a diversas iniciativas parlamentarias para condenar el franquismo y calificar de golpe de Estado el levantamiento del 17 de julio de 1936. Que intentó una paz dialogada con ETA, pero que niega a otros el derecho de gestionar el escenario político surgido tras la disolución de la banda.
Algunos barones territoriales del PSOE también han criticado a Sánchez por contar con los apoyos de los abertzales. Están en su derecho, pero cabría preguntarles (y por favor no me digan que estoy mezclando churras con merinas) qué pronunciamientos públicos hicieron cuando el PP y Vox, en un acto atrabiliario de venganza histórica, acordaron borrar del callejero de Madrid a Largo Caballero y Prieto, dos figuras capitales del socialismo español. O, remontándonos más en el tiempo, cuando el ministro de Defensa socialista José Bono invitó a la pronazi División Azul a participar en el desfile del 12 de Octubre, en aras de la “reconciliación” de los españoles. ¿Ahí sí valía la mano tendida?
La democracia no es un menú en el que se pueda picotear a capricho. La democracia es un sistema compuesto por reglas, actitudes, compromisos. Los debates son saludables para afianzarla, pero es indispensable que, previamente, se establezcan con claridad los marcos éticos de la discusión. Como en el viejo chiste vasco, aquí no caben las ambigüedades calculadas: hay que decidir si se va a rólex o a setas.
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