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Sánchez ante el peligro

EFE/Juan Carlos Hidalgo

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Bruselas le ha mandado decir esta semana a Pedro Sánchez que cuidado con tomar cualquier medida que suponga una interferencia del Gobierno en el precio de la luz. Que, según las reglas de la UE, los suministradores privados son libres de fijar el precio a sus clientes. Que los gobiernos pueden, en circunstancias excepcionales, tomar medidas de protección a los más pobres o promover ayudas para mejorar la eficiencia energética con el fin de reducir el consumo, pero hasta ahí. Traspasar esas líneas rojas supone una inaceptable “intervención política”, como denominan los think tanks neoliberales cualquier pretensión del Estado de jugar un papel más activo en el mercado.

El sector de la energía –que en tiempos no tan lejanos estaba mayoritariamente en manos de todos los españoles, nunca sobra recordarlo- se ha convertido en un monopolio extractivo que obtiene beneficios obscenamente altos mientras asfixia a los consumidores con precios que cada día rompen el récord del anterior. Algunas de las compañías eléctricas hacen incluso trampas a sus clientes, como ha denunciado esta semana la Comisión Nacional del Mercado y la Competencia. Pero, ojo, cuidadito con cualquier tentación de “intervención política” para contener el desmadre en uno de los servicios esenciales para la sociedad, que eso se sabe cómo comienza, pero no cómo termina.

“Intervención política” se ha convertido en una de las acusaciones más graves que se le puedan hacer hoy a un político, por lo menos a aquel que pretenda gozar de buena consideración en los círculos dominantes de poder. La consigna reinante es dejar trabajar sin interferencias al señor mercado, que él ha estudiado en Chicago y sabe lo que hace. El mercado se autorregula solo, sin necesidad de que los parasitarios políticos metan sus manos. A veces puede ocurrir un traspiés, nada en la vida está exento de contratiempos, pero para situaciones así está Mano Invisible, la heroína galáctica que sienta a la mesa a la oferta y la demanda para que las cosas vuelvan a su cauce.

Muchos ilusos creyeron que el neoliberalismo había recibido una lección de humildad con la crisis de 2008 y que, tras la catástrofe, surgiría una nueva forma de entender el capitalismo. El entonces presidente francés, Nicolás Sarkozy, llegó incluso a convocar a lo más granado de los economistas del mundo para promover una “refundación” del sistema, pero, fuera de pegarse unos días de buena vida en París, nunca se supo a ciencia cierta cuál fue la propuesta de tales eminencias. Todo eso pertenece al pasado remoto. Trece años después del derrumbe financiero, la cruda realidad es que el neoliberalismo está más fuerte -y arrogante- que nunca. No solo por el avance imparable de la globalización, libre de controles políticos. También, en gran medida, porque los Estados salieron presurosos a socorrer con cantidades astronómicas de dinero público a las instituciones privadas responsables de la debacle, sin exigirles un acto sincero de contrición por su conducta. Ese plan de rescate no fue, por supuesto, intervención política. Fue, a ver si nos entendemos, realismo político: el mundo no se podía permitir la quiebra de entidades que, por su tamaño, podían arrastrar en su caída al propio sistema. Dichas compañías eran, como dicen en inglés los finos analistas, “too big to fail”, demasiado grandes para caer. Y ahora lo son más que entonces, así que vayamos preparando el bolsillo para la próxima crisis.

El neoliberalismo no solo está ganando -¿o ha ganado definitivamente?- la guerra de los hechos. También se mantiene victorioso, desde hace más de tres décadas, en la guerra del lenguaje. De esto hablaba ya en 2004 el lingüista George Lakoff, que en su ensayo No pienses en un elefante advertía descarnadamente de que la derecha había conquistado el territorio de la narración con unos mensajes simples y eficaces, ante la pasividad del progresismo para construir un relato convincente. Uno de los ejemplos que citaba el profesor de Berkeley era el de George W. Bush, cuyos estrategas le diseñaron el eslogan “alivio fiscal” como parapeto para acometer una drástica reducción de impuestos que favoreció de modo muy especial a los más ricos y ensanchó a niveles desconocidos las grietas sociales en el país. Eso no era intervención política, válganos dios: era un acto liberador de la pesada carga que soportaban los ciudadanos por cuenta de los odiosos impuestos. Algo como lo que hoy hace nuestra vernácula Ayuso: reducir de modo generalizado los impuestos con el fin de atraer empresas y generar más riqueza, que ya repercutirá esta en beneficio de todos los ciudadanos mediante el 'efecto irrigación'; mientras, la inversión social se desploma por falta de ingresos, el servicio público de salud se deteriora, la enseñanza pública se abandona a su suerte. Tampoco aquí cabe hablar de intervención política; los corifeos de la presidenta madrileña ya le han encontrado el nombre adecuado: “milagro económico”.

No sé si Pedro Sánchez seguirá adelante con su plan de crear una empresa pública para gestionar las hidroeléctricas a medida que vayan caducando las concesiones privadas vigentes. O qué solución dará finalmente a los atropellos contra los ciudadanos por parte de las compañías eléctricas. Tampoco sé qué salida le piensa dar a la crisis de la vivienda, que tiene a los treintañeros viviendo de a seis por piso. O a las consecuencias indeseables para la cohesión social que están teniendo las privatizaciones de la sanidad o el creciente abandono del sistema público de educación. De lo que creo estar seguro es de que por nada del mundo el presidente desearía que lo acusaran de intervención política. Esta es una acusación demasiado seria en los tiempos que corren. Miren si no a los rivales de Sánchez, los que han conseguido que Bruselas le advierta al Gobierno español contra cualquier tentación de intervenir en los precios del mercado: los han acusado de corrupción, de crear policías secretas contra sus adversarios, de manejar cajas B, de tener responsabilidad en la tragedia de las residencias, de haber desmantelado el sector público español, de favorecer con contratos públicos a los amigos del partido, de aliarse con una formación extremista que estaría sometida al ostracismo en los países del entorno… Podrán decir cualquier cosa de ellos, pero eso sí: nunca, jamás, se les podrá acusar de intervención política.

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