Seco, como el Martini seco
Como cada año, por estas fechas, vuelvo al Savoy en recuerdo del viejo Al y de los tiempos aquellos en los que yo aspiraba a ser un escritor de culto, uno de esos escritores que deben su éxito al prestigio de su fracaso. Han pasado tres años largos desde que metieron al viejo Al en el estuche para su último viaje y he de decir que, desde entonces, el Savoy ya no es lo que era.
Su propietario, Ernie Loquasto, traspasó el negocio y ahora el Savoy es un gastrobar donde sirven platos vacíos de comida y la gente paga por ello. En la puerta han puesto un par de macetas con serrín, al estilo de antiguas escupideras donde los clientes, resignados ante la prohibición, clavan las colillas de sus cigarros. Tampoco han respetado el taburete con vistas al cáncer de garganta donde el viejo Al se sentaba a fumar desde mucho antes de que yo naciera. Se podría decir que vivía allí y las malas lenguas contaban que siempre fumaba a crédito aunque él lo negase. La verdad es que el viejo Al mentía más que fumaba. Para el viejo Al, el Savoy era un refugio que le había salvado de no acabar con una bala en la sesera o casado y con tres hijos. Yo iba todas las noches a pedirle consejos y él me miraba escéptico. “Muchacho, frase corta y golpe seco. Seco, como el Martini seco”.
El otro día volví al Savoy -o a lo que queda de él- y allí me encontré con Chester Newman, el periodista del Clarion, un tipo duro que cuando empezaban los tiroteos solía silbar melodías de Frank Sinatra para hacer competencia al silbido de las balas. Chester Newman había ido a lo mismo que yo aunque me lo negase por completo. “La mejor manera de mantener a raya los recuerdos es enfrentándose a ellos”, me dijo, cuando lo encontré leyendo la carta de comidas donde se podía encontrar chistorra caramelizada o sorbete de sardinas aliñado con mercurio de termómetro.
Le recordé la última vez que vi al viejo Al, en su taburete con vistas a la cirrosis. Yo acababa de ganar un premio literario y el viejo Al me miró en silencio durante unos instantes. Luego dejó caer las palabras junto al humo, a medio camino entre el cuello de su camisa y mi oreja, para decirme: “Muchacho, siempre supe que acabarías mal”.