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Separados por la misma lengua

Riki Blanco

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El mexicano del cuarto 502 (en el sexto piso) llama al lobby e informa al gerente que “se desconchinfló la llave de la tina... ¿Podrían enviar a un plomero, por favorcito? El encargado en recepción tarda un buen rato en deducir que se trata de la habitación 502 (en la planta sexta) y que lo que ha ocurrido es que ”se averió el grifo de la bañera... y por ende, hay que llamar a un fontanero“; sin favor, ni leches.

La anécdota se volvió chiste o chisme y el cuento se le adjudica a Alfonso Reyes hace un siglo, a José Emilio Pacheco hace medio y a la más reciente estrella de la literatura mexicana en visitar Madrid. Ya sean hechos o bulos, se trata de la cíclica confirmación de que entre México y España hay una lengua común que nos separa, tal como el Atlántico e igual que sucedía según George Bernard Shaw con el idioma inglés, tan diferente el de Kentucky al de Liverpool. La cita también se atribuye a Oscar Wilde y aunque los habitantes de ese idioma sin eñe dan fe de diametrales diferencias incluso en la pronunciación de una misma palabra, parece no haber en el mundo un espejo tan enigmático y contrastante como el que se extiende desde la Península hasta el Pacífico.

Empecemos con la “tl” heredera del náhuatl mexica (mal llamado azteca) que tanto lío causa en hinchas del 'Aleti' de 'Madrí', o hablemos de los necios que insisten en escribir “Méjico” con jota no aragonesa. Hablo de lugares comunes verbales tan contrastantes o refractados como el michoacano que confunde toda música española con el flamenco o el paisano guanajuatense que –ante el primer golpe de la cruda que en España es resaca– tiene la mala ocurrencia de pedir “una polla con dos huevos” en el bar del hotel, sin imaginar que hay geografías donde esa combinación no significa jerez con clara y yema como remedio para el trasnochado. En la misma línea rayana con la vulgaridad accidental están el estupor que puede causarle al español que escuche que la Lotería Nacional Mexicana ha logrado acumular una polla de varios millones para un próximo sorteo, sin imaginar que se trata de un bote acumulado; y el pudoroso mexicano que siente taquicardia al escuchar que en España es común meter de culo a un auto compacto en lugares estrechos. De hecho, en México no es habitual 

–aunque cada generación ha ido dosificando el diferencial– escuchar en radio, televisión o conversación coloquial la “teta” o el “mecagoen” tan frecuentes y normalizados en España desde hace siglos. 

Esta entrañable diferencia en las hablas, lejos de convertirse en conflicto o reducto irascible, conforma un policromado mural de diversidad abundante y provechosa germinación no solo de rimas inesperadas, sino de auténticos giros culturales que enriquecen el aroma de la relación bilateral. Nos hermana la tiza que se usa en el cole español, que no es más que el gis de las escuelas mexicanas, siendo “tizotl” raíz náhuatl que cruzó a la metrópolis en boca de algún conquistador arrepentido, y gis el arábigo guarismo que llegó a Mesoamérica en boca de algún fraile; y así también no es lo mismo sentir pena en Pantitlán que grima en Granada, ni vergüenza en Vitoria; no es lo mismo chillar de berrinche en Querétaro que pitar al árbitro en Aranjuez, y qué decir del grito de la porra del Atlante a contrapelo de los cantos de los ultras, ambos lejanos idénticos a la barra de Boca en Argentina. 

Precisamente de la boca a los gestos, el espejo trasatlántico refleja que un corte de mangas no dice nada en Guadalajara, Jalisco, así como el chilango del antiguo DF que pinta un caracolito no recibe contestación alguna si lo hace en Valladolid o Zaragoza. Pues no es lo mismo –aunque se parezcan– los que se lían a hostias con los que se agarran a chingadazos y llama la atención que en el valle de Anáhuac se miente tanto a la madre, mientras que al cruzar la carpetovetónica les dé por cagarse en su padre. Y merece un largo ensayo esa ligereza andaluza con la que se puede lanzar un piropo a la Macarena como hija de la gran puta frente al recato pudoroso y ultraortodoxo de los indígenas conversos, incapaces de aludir así a los dioses. Y así como se abre una falla tectónica abismal de diferencias anímicas y culturales entre España y México, se yergue una inmensa montaña de dichos compartidos, greguerías clonadas y albures más o menos trasatlánticos: hablo de los chistes que en la Península denostan a los de Lepe, que son los mismos chistes que se cuentan en chilangolandia contra los gachupines; y de los refranes que se cruzaron en ambos sentidos en los cinco siglos que llevamos intentando conocernos en un mestizaje como de madrépora, que cubre no solo lo histórico y cultural, sino también lo biológico-existencial.

Hace poco causó cierto furor tricolor –hubo quienes se rasgaron las vestiduras– el hecho de tener que leer subtítulos añadidos en la película mexicana 'Roma', de Alfonso Cuarón, que se proyectaba en España. De acuerdo, es evidente que se necesitan subtítulos hasta en Toluca y Tacubaya para los inalcanzables diálogos en lengua mixteca que emplean las actrices que hacen el papel de sirvientas; pero parecía exagerado que en Móstoles o Bilbao tuvieran que recurrir al subtitulado de los diálogos de los otros actores que ¡hablaban español! Por lo mismo, llama poderosamente la atención la notoria propensión al doblaje del cine hispano, a contrapelo del ya anclado y habitual recurso de los subtítulos en México, como si todo ello tuviese que ver con los índices de alfabetismo o lectura.

Así como la maestría parece diferenciarse del máster, el parking en Segovia parece diferenciarse de un estacionamiento en Celaya; y así como el que guacha en spanglish de pocho venido en cholo en pleno corazón de East L.A. como territorio mexicano, de igual manera parecía intraducible el cheli de chulapos y chulaponas y el argot macarra de tiempos de la movida. Aunque el menda que se come el tarro sea gemelo del pendejo que está mal del melón, aunque la bofia sea la tira y el chocolate equivalga a un churro (lo cual parece enredo de desayuno), ya sabemos no pocos chichimecas el lío que podemos formar en cualquier tasca al insistir en tomarnos un whisky con Tehuacán, o bien la vergonzosa situación de preguntar a una compañera de la Complutense si acaso lleva en el bolso un Durex (que ella identifica como condón), cuando en verdad solo deseábamos un poco de tira adhesiva.

Hablamos el mismo idioma y diferentes lenguas, o bien es la misma lengua que se ha partido en dos o más idiomas, y el caleidoscopio se desdobla incluso en lo etéreo. Por ejemplo, en el sencillo afán por dar la hora es común que en España mienten las 2:50 como “tres menos diez”, desconcertando al mexicano que acostumbra a decir “diez para las tres”, quizá con el argumento de que no se puede dar por hecha la tercera hora de un día o mediodía si por azar nos cae encima un terremoto que para el tiempo a las 2:59; y todo eso de una esotérica manera quizá explique que el Metro de Madrid circule al revés que la naranja serpiente subterránea de México, donde los vagones entran a la estación por el lado izquierdo del que se para en el andén, provocando que al viajar –de aquí para allá y viceversa– mexicanos y españoles se paren al filo de los rieles como visitantes ajenos a Londres, donde uno tiene que estar a las vivas con las vías cambiadas. Y ya que estamos: ¿qué me dicen del flemático anuncio de “Mind the gap” que en México se tradujo como “Ojo” y que en Madrid se alarga barrocamente en “Metro de Madrid: próxima estación en curva. Por favor, tenga cuidado para no introducir el pie entre coche y andén”? 

Que el verbo chingar sea tan polifacético en México trastoca notablemente el único doble sentido que se le confiere en España, y hace que llame tanto la atención que muchos rancheros digan “ansina” y “vuesa mercé” como si habitara el Quijote en Cholula o Chapala. O que la conserje aconseje subir para arriba, entrar adentro para luego bajar para abajo y salir para afuera no debe de ser pretexto para erguirnos en censores calificadores de la Irreal Academia de la Lengua, sino para convertirnos en beneficiarios de un dinámico diccionario que se desdobla continuamente con los vocablos al uso, los pronombres prestados y el cantinflismo inevitable (¿o puro quevedismo ramoniano?).

Nos hemos de leer por los siglos de los siglos con la compartida tipografía donde no faltarán ni el ansia ni el asombro de redescubrir verbos y nombres que creíamos haber memorizado. Nos hemos de escuchar en boleros o rancheras que se mezclan con todos los palos del flamenco y lánguidas cantigas de antaño en la inagotable y generosa música que pone a bailar hasta en el habla y nos hemos de ver para siempre en el espejo, que refleja y refracta, de millones de apellidos compartidos y tantísimas raíces intactas, en paisajes parecidos y costumbres clonadas. De ida y vuelta, España y México a dos voces exponenciales y policromadas que confirman que Comala o Macondo están también en la Mancha y que Sancho y Don Alonso son cuates –entre ellos y con todos.

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