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Bajo el signo de hibris

Putin en una reunión con empresarios en Moscú en marzo de 2020.

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Me gustaría estar seguro de que ningún acontecimiento histórico nos está esperando mañana

George Simenon (1940)

Septiembre de 1937. Ginebra. “España sube a esta tribuna no para hablar de guerra interior, sino para con cruda lealtad y en cumplimiento de sus deberes con la Sociedad de Naciones, denunciar la existencia en Europa de un estado de guerra. Los campos ensangrentados de España son ya, de hecho, los campos de batalla de la guerra mundial”. Las palabras de Negrín que quedaron colgando en el vacío no tienen ya discusión releídas en 2021. Eran las de un gobierno que alertaba a los estados y pedía ser socorrido ante la intervención alemana e italiana en territorio español que violaba los artículos 10, 16 y 17 del pacto que habían suscrito todas ellas. Vacío. Falta de voluntad. Inexistencia de mecanismos para las sanciones. Oigo ahora en Zelensky esos ecos de Negrín: “Si la UE no ayuda a Ucrania, mañana tendrá la guerra en su puerta”.

No a la guerra. Nadie quiere la guerra. Ningún español quiere la guerra, ningún europeo quiere ninguna guerra, tampoco la mayoría de los rusos ni de los ucranianos.  No querer algo no asegura que ese algo no te alcance. Pensar que tu voluntad detiene la historia es vivir bajo el signo de hibris. Soy de lecturas extemporáneas. La guerra emprendida por el autócrata ruso me ha pillado terminando el extensísimo alegato contra la sinrazón del inicio de la Gran Guerra escrito en forma de heptalogía –“Les Thibault”– por Roger Martin du Gard, que recibió por ella el Premio Nobel de Literatura precisamente en 1937. Martin du Gard, como otro premio Nobel, Romain Rolland (1915), abanderado del pacifismo de la razón más radical han sido arrumbados al desván de la literatura. Y, sin embargo, son tan actuales que asusta. Martin du Gard, en “El verano de 1914”, traza día por día la locura que llevó a esa primera conflagración mundial que nadie quería, que parecía tan evitable –a fin de cuentas era una veleidad de Austria que afectaba a Serbia– y que desembocó en la primera gran sangría del siglo XX. Día por día va desgranando la cacofonía de la diplomacia, la desinformación, las azoradas medias verdades y ocultamientos de las cancillerías y, cómo no, el esfuerzo sobrehumano de la Internacional Socialista por evitar el conflicto, la idea peleada de que una huelga general del proletariado europeo, negándose a servir como carne de cañón, evitaría que Europa se desangrara. Repasa con bisturí la última sesión del Secretariado Internacional en Bruselas, el asesinato del socialista Jaurès y, final e irremisiblemente, retrata a los socialistas votar los créditos extraordinarios de guerra de sus respectivos países y alistarse a sus ejércitos. El ruido y la furia. La sinrazón. Y puede volver si nos fragmentamos. Uno de los objetivos proclamados del sátrapa es no hablar con una unión de naciones sino con 27, porque Putin conoce la historia y cree que está bajo su égida.   

Un siglo después, Europa, está de nuevo al filo del abismo. Cuando en los 90 cursaba estudios de Seguridad y Defensa, se debatía con ansia entre los partidarios de Fukuyama y los de Huntington. Ambos se equivocaban a su manera. El siglo XXI nos está descubriendo que no ha llegado el fin de la historia que pregonaba Fukuyama, ese que venía a decir que el motor de la historia se había detenido tras la caída del bloque comunista y que ya no había más opción viable que la democracia liberal, en lo político y en lo económico. Vemos ahora asomar de nuevo el conflicto provocado por quienes solo han aceptado la economía del capitalismo pero no el resto. Y el resto es lo que estamos llamados a defender. Tampoco acertaba Huntington al profetizar que las líneas de fricción estarían marcadas por los roces entre las distintas civilizaciones, porque al abismo nos asoma Rusia, cuyo corazón europeo late en las venas de toda nuestra cultura. 

Nadie quiere la guerra si no es Putin y su círculo de sicofantes y pelotas, los beneficiarios de su síndrome de Hubris. Putin que es bien consciente de que como potencia nuclear está retando a un bloque en el que se alinean otras tres potencias nucleares: “En cuanto a los asuntos militares, incluso después de la disolución de la URSS y la pérdida de una parte considerable de sus capacidades, la Rusia de hoy sigue siendo uno de los Estados nucleares más poderosos. Además, tenemos cierta ventaja en varias armas de última generación. En este contexto, no debería haber ninguna duda para nadie de que cualquier agresor potencial enfrentará la derrota y consecuencias siniestras si ataca directamente a nuestro país”, dijo antes de atacar. Después las amenazas veladas a Suecia y Finlandia, miembros de la Unión Europea, como Lituania y Letonia. 

Putin que vive bajo el síndrome de Hubris, de la desmesura, que huye de los límites de los hombres porque él está fuera de la realidad, ya solo se cree digno de ser juzgado por la Historia. Su pleonexia es de gloria. Está imbuido de narcisismo, de orgullo, de arrogancia, de sus opiniones exageradas que llevan a acciones irreflexivas. No es un loco. Es Pedro, el grande. Es Ícaro queriendo volar hasta el sol. Putin es a la vez el reflejo de Nerón y el de un influencer al uso. 

Contemplamos la megalomanía imperialista y nacionalista de un hombre que vive bien lejos de su pueblo, que sufre como solo la historia ha enseñado a sufrir al pueblo ruso. Putin vive en un mundo construido bajo el signo de esa hibris que a él le devora. Los europeos que se plantean siquiera que tamaña afrenta les viene mal ahora, que ya están hartos, que tras una gran depresión y una pandemia no pueden verse perturbados por un ataque de este tenor, viven bajo el signo de hibris. Somos blandos de arrogancia y Putin lo sabe. Esto no me puede pasar a mí, pero te pasa. El individualismo liberal, cañas o libertad, está demasiado infiltrado y Putin lo sabe. Si no hay valores comunes ¿qué tenemos que defender juntos?

Lo que la vida nos pone delante es a un matón que quiere salirse con la suya, pero también una fuerza autoritaria que se yergue frente a lo que considera la debilidad de la democracia, los derechos fundamentales y las ideas que levantaron la Europa actual. No es cuestión de antiamericanismo o prosovietismo sino que la cuestión es qué estamos dispuestos a sacrificar por mantener la vida que queremos seguir teniendo. Leo que Italia quiere sacar al sector del lujo de las sanciones, para poder seguir vendiéndoles a los oligarcas sus Gucci y sus Gabanna. Escucho a hoteleros y empresarios españoles dolerse de la falta de ricos turistas rusos. Alemania que flaqueaba por sus calefacciones. Lo que Putin ya sabe, que nadie quiere renunciar a nada y que él lo quiere todo. 

Es una arrogancia desmesurada del hombre creer en el continuo progreso, en nuestra capacidad para controlar las situaciones o dominar la naturaleza humana. Es estar bajo el signo de la arrogancia. Les recomiendo “La paradoja de la historia”, de Nicola Chiaromonte para asomarnos a la modesta razón humana. Esa que no controla el devenir de los tiempos. La que hace que sea la historia que nosotros mismos creamos la que nos arrolle.   

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