Sólo un oculista salvará la democracia (y a los ositos panda)
Cuando ese tipo pomposo y patético, Carlos Dívar, tuvo a bien comunicar a los ciudadanos su inmenso, su inconsolable “dolor por el daño a la imagen de la institución judicial” me sentí en presencia de una de las más clásicas, imperecederas y patrióticas manifestaciones de una cara como un piano.
Si todavía parecía que el tal Dívar nos estaba reprochando algo. Él. A nosotros. Como si nos fuera a castigar de cara a la pared o a escribir cien veces en la pizarra: “No volveré a hacer daño a las instituciones con mi demagogia tan irresponsable”.
A ver si lo entiendo: el daño a la institución no lo había hecho él con sus acciones dignas de un episodio de Torrente en Marbella. Qué va, a él le dolía más que a nosotros. El daño lo habíamos causado quienes nos quejábamos de tanta desvergüenza.
Formidable y/o morrocotudo, ¿verdad? Hay que tenerla de cemento armado.
Pero es algo que ya hemos oído mil veces. ¿O no? moreSi la opinión pública piensa, pongamos, que el Ejército es una calamidad, no es necesario mejorar la realidad de las Fuerzas Armadas, ¡a quién se le ocurre!, lo único que hace falta es una “campaña de imagen” para cambiar la opinión (merecidísima) de los ciudadanos.
Somos tontos de capirote, incapaces de distinguir lo que vemos. Nos formamos imágenes muy, pero que muy distorsionadas de la realidad. Menos mal que ahí están las personas mayores para abrirnos los ojos y que no pongamos en peligro con nuestra opinión sin fundamento a las instituciones, el proyecto europeo, la democracia, la paz mundial, el orgasmo simultáneo, los bosques amazónicos o alguna de esas cosas que, si las tocamos los niños, las acabaremos rompiendo, ya se sabe.
A los chiquillos se nos deja comer en platos de cartón, pero no en la vajilla buena, que la haríamos añicos.
Ya cuando Zapatero decidió nombrar al atildado meapilas de Dívar y ciscarse así tan a gusto en la independencia del poder judicial, fuimos incapaces de ver con claridad. Qué obtusos. Así somos de cegatos.
Fue en septiembre de 2008, cuando el presidente, tras un sueño agitado en el que oyó voces que le transmitieron una revelación en latín eclesiástico, tomó la decisión.
A la mañana siguiente anunció su nueva y grandiosa ocurrencia a los periódicos antes de que los vocales pudieran ni siquiera simular que deliberaban y nombraban a alguien (tal y como establece la ley),
A los ciudadanos, que somos tontos de remate, se nos ocurrió que aquello era una indecencia digna de la república bananera en la que, entre el PP y el PSOE, han convertido al país.
Luego Dívar comenzó con su inocentes fines de semana caribeños, sólo o en compañía de otros, aunque siempre con escolta. ¿Que fue un abuso? Qué va, ni hablar: la culpa es nuestra, que no vemos tres en un burro.
Y es nuestra vista cansada, no esas cuatro perras que se gastó Dívar en Puerto Banús, al fin y al cabo calderilla, lo que constituye toda una amenaza para la imagen de las instituciones.
Nos pasa cada dos por tres, así somos, cegados por el rencor. Decimos que ciertos políticos son unos bandoleros de trabuco y hay que regañarnos como a críos: ¡cuidado, mucho cuidado, que nos estamos cargando la democracia!
Nos quejamos de que ciertos banqueros (conchabados con ciertos políticos y no sin la ayuda de los periodistas “sobrecogedores”, que cogen su sobre) son unos golfos y que, por nosotros, que venga a rescatarles su tía la del pueblo, y hay que explicárnoslo todo: ¡ponemos en peligro el sistema financiero, el empleo, el crecimiento, el bienestar y hasta a los ositos panda, que tan adorables son y no comen nada más que bambú!
Manifestamos que estamos hasta la coronilla de que llamen Europa a una asociación de delincuentes empresariales y es indispensable pararnos los pies: ¡estamos simplificando y por nuestra culpa podría zozobrar el Gran Esfuerzo Común!
Y así todo, no tenemos arreglo.
Los de mi edad lo tenemos claro. El momento en el que empezamos a sufrir averías visuales fue tras el referéndum de entrada en la OTAN.
Yo llegué a contemplar, por ejemplo, con estos ojitos míos que se ha de comer la tierra, a Javier Solana gritando ¡OTAN no, bases fuera!,¡OTAN no, bases fuera! y luego viví lo bastante para volver a ver al mismo individuo, ya al mando de las tropas de la OTAN, ordenando tan campante que bombardearan Yugoslavia.
Pero Solana, como Bruto, es un hombre honrado: así que sin duda tienen que ser mis ojos los que se niegan a ver la realidad. ¿Qué me pasa, doctor? ¿Es grave?
Debimos de haber ido al oculista entonces: ahora ya no tiene remedio. Si nos hubieran graduado la vista a tiempo, como a Solana, habríamos dejado de ver esto:
Para ver esto otro con toda claridad:
Estos días he repasado la noticia del nombramiento de Dívar (en la prensa del 23 de septiembre de 2008), que causó estupefacción en medios jurídicos, tanto por su insignificancia profesional como por el desparpajo con que Zapatero impuso al tipo que le había sugerido la sibila (y que pactó con el PP, su aliado natural).
Sin embargo, hasta el portavoz de la muy conservadora asociación Francisco de Vitoria se quejó entonces de que el hecho de que “Zapatero anuncie el nombre del nuevo presidente antes de ser nombrado por los vocales refuerza la idea de un control político”.
Ojo, aquí lo tenemos de nuevo: “refuerza la idea”. No es que pruebe un hecho, qué va: refuerza una (alocada) idea que nos hacemos ciertas mentes simples.
Es de justicia reconocer que, en aquel momento, frente al general rechazo al capricho de Zapatero, destacó la adhesión inquebrantable de un español como Dios manda: don Federico Trillo, entonces portavoz de Justicia del PP, que “aseguró que la propuesta de Dívar es una buena decisión” y le definió como un “jurista de prestigio”.
He aquí un buen ejemplo de visión clara y nítida, así como de admirable colaboración patriótica entre Trillo y Zapatero: qué contraste con la mirada turbia de nosotros, la anti-España, los que pensamos que, cuando el PP y el PSOE se ponen de acuerdo en algo, sin duda será para acometer una trapisonda aún más grande de la que pudiera llevar a cabo cualquiera de ambos partidos de derechas por su propia cuenta.
Los de mi edad debimos haber aprendido ya con aquel esotérico lema, “OTAN de entrada NO”, que las personas mayores intentaban explicarnos a los más pequeños lo mismo que Humpty Dumpty: lo que importa no es lo que significan las palabras, sino quién manda aquí. O dicho de otra forma: la democracia significa que hagamos lo que quiere el poder, pero que lo hagamos por nuestra propia voluntad.
A ver si escarmentamos y nos ponemos de una vez las gafas de ver claro, como las personas mayores.
Vayamos todos al oculista para salvar la democracia y, si puede ser, también a los encantadores ositos panda, que sólo comen bambú y luego van y… ¡te miran con esos ojitos!