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Tiempos sombríos en Europa

Marine Le Pen celebra los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Francia.

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Son tiempos difíciles para Europa. El discurso etnonacionalista, xenófobo e intolerante de la extrema derecha gana cada vez más adeptos. Los partidos tradicionales, acomodados en sus poltronas y desconectados de la ciudadanía, se muestran incapaces de contener la marea; algunos han ido asumiendo paulatinamente parte del discurso reaccionario con la estúpida pretensión de competir electoralmente con los ultras en su terreno, y lo único que han conseguido es contribuir a la normalización y ascenso de estos en la vida política.

Hace tres décadas, que un partido de extrema derecha consiguiera un puñado de escaños en unas elecciones causaba conmoción en Europa. Hoy los partidos ultra, tras un proceso sostenido de blanqueamiento, gozan de amplia presencia en la mayoría de los parlamentos nacionales, gobiernan en Polonia y Hungría y, de la mano de Marine Le Pen, pueden llegar en próximo día 24 a la Presidencia de Francia. Le Pen, de quien numerosos medios han destacado ingenuamente su supuesta metamorfosis hacia posiciones más moderadas, anunció este miércoles que, si llega al Elíseo, romperá el eje franco-alemán, que ha sido el motor de la construcción de la Unión Europea; promoverá una alianza de seguridad con Rusia, e impulsará una reforma de fondo de las reglas comunitarias, incluyendo la eliminación de los tribunales supranacionales. Si nada lo remedia, en un futuro cercano podríamos asistir a la fractura del que ha sido en las últimas décadas, pese a sus innumerables defectos, el proyecto democrático, económico y de justicia social más exitoso de la historia.

En Francia, al igual que en Alemania y otros países europeos, existe aún el cordón sanitario de los partidos tradicionales contra la extrema derecha. Pero la realidad amenaza con desbordar esos mecanismos de protección, como lo está poniendo de manifiesto el fenómeno de Le Pen. En España, si bien no existe la práctica del cordón sanitario, el PP se las había ingeniado hasta ahora para beneficiarse del apoyo de Vox sin incorporarlo a tareas de gobierno. Sin embargo, ese mecanismo saltó por los aires en Castilla y León, y los conservadores abrieron por vez primera en democracia la entrada de la extrema derecha a un gobierno autonómico. Una decisión “sin complejos”, en palabras del presidente Mañueco, que pasará a la historia como el blanqueamiento definitivo de los ultras en la política española. Algunos analistas sostienen que el nuevo presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, no gusta de Vox y que los acuerdos con el partido de Abascal son un “abrazo del oso” para deglutirlo o, al menos, frenar su crecimiento. Lo que hemos visto hasta ahora es cómo la retórica inflamada de Vox impregnó el discurso de investidura del otrora moderado Mañueco y, al mismo tiempo, cómo el primer barómetro del CIS tras la llegada de Feijóo a Génova refleja una ralentización en el crecimiento de Vox. Está por ver a dónde conducirá este matrimonio de conveniencia de la derecha con la extrema derecha, pero de lo que ya no cabe duda es que esta ha llegado a la política española para quedarse. Y para influir en ella. 

Otra señal alarmante de los vientos que soplan en Europa es la que llega del Reino Unido post-Brexit, cuyo primer ministro, Boris Johnson, ha anunciado un plan infame para deportar a Ruanda a miles de solicitantes de asilo. No estamos hablando solo de un endurecimiento de las políticas de inmigración que agilizará las expulsiones de personas cuyo pecado es tratar de huir de la miseria en sus países de origen. Estamos hablando de una nueva y perversa categoría en el tratamiento del fenómeno migratorio: en pagar a un país misérrimo un soborno disfrazado de ayuda, y que seguramente acabará en los bolsillos de los corruptos gobernantes locales, con el fin de que se convierta en ‘vertedero’ –seguramente así lo ven los burócratas que diseñaron el plan- de inmigrantes indeseables. El premier Johnson ha afirmado cínicamente que el objetivo es enviar un “mensaje claro” a los “viles traficantes de personas que están abusando de los vulnerables y convirtiendo el Canal en un cementerio acuático”. No: aquí lo que se pone de manifiesto es un desprecio profundo hacia los vulnerables y hacia los países más atrasados, a los que se compra con calderilla (150 millones de euros en un primer paquete) para que actúen como cómplices de un malvado plan de “reasentamiento”.

El panorama no puede ser más sombrío. La reacción de Europa contra la invasión rusa de Ucrania se ha presentado como una defensa de los “valores europeos”, pero lo que estamos presenciando es una ruptura en el consenso que existía hasta ahora en torno a dichos valores. Desde Bruselas se lanzan mensajes de firmeza churchilliana contra Putin, pero estos no despiertan en las masas el entusiasmo que esperarían los inquilinos del edificio Berlaymont: lo que se observa es a una ciudadanía hastiada, alejada de los centros del poder y cada vez más desarmada políticamente. Se necesitarán mucho más que las merecidas soflamas contra Moscú para preservar el proyecto europeo, al menos tal como lo conocemos hoy.  

Hace unos meses corrían ríos de tinta por el ‘renacimiento’ de la socialdemocracia europea, ¿recuerdan? Muchos progresistas celebraban el regreso al poder de la izquierda en la mayoría de los países de la UE, incluidos los nórdicos y Alemania. Sería importante saber qué ideas tienen los líderes socialdemócratas, ahora que suman tanto poder, para frenar la ola ultra que recorre el continente, más allá de alertar de que vienen los ‘fachas’. Eso ya lo estamos viendo.

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