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El tuit de la libertad

La portavoz de Adelante Andalucía, Teresa Rodríguez.

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En una reciente sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo, del 16 de este mes, se prosigue la vía de hacer prevalecer la libertad de expresión sobre el derecho al honor. El caso arranca del tuit de la diputada de Adelante Andalucía Teresa Rodríguez en 2018, con ocasión del 40 aniversario de la ejecución a garrote vil de Puig Antich. Decía: “Hoy hace 44 años de la ejecución a garrote vil de Salvador Puig Antich. De entre los responsables de su asesinato Fraga fundó el PP y Utrera Molina fue enterrado el año pasado al son del cara al sol por miembros del mismo partido. Ellos siguen, nosotr@s también”.

Ni cortos ni perezosos los herederos de Utrera Molina, jerarca falangista, del Movimiento Nacional y miembro del Gobierno del dictador Franco que dio el “enterado” a tal ejecución, procedieron civilmente contra la sra. Rodríguez acusándola de intromisión del honor de su familiar por haberle llamado asesino.

En un mínimo ejercicio de comprensión lectora, salta a la vista que la tuitera hace responsable de un asesinato al exministro franquista, pero no de cometer asesinato alguno. Es una pura y dura, por legítima, crítica política. Es lo que tiene firmar “enterado” de penas de muerte.

No lo entendieron así ni el Juzgado de Primera Instancia nº 50 de Madrid, ni la Sección 21ª de la Audiencia de la capital, que condenaron a la diputada andaluza a 5.000 euros de indemnización por intromisión ilegítima en el honor.

Aunque no es objeto de la demanda, no puedo dejar pasar por alto el hecho de que se atribuya legalmente honor, intimidad y propia imagen a un fallecido, tal como parece hacer la Ley Orgánica 1/1982, muy próximo cultural y cronológicamente a los criterios honorísticos calderonianos del franquismo. Y más aún me resulta chocante que tales eventuales derechos de un muerto puedan ser prevalentes a los derechos, los que sean, de una persona viva. Ganar batallas después de muerto es propio de leyendas para niños como las del Cid. Para niños, no para ciudadanos. Y me sorprende que la Justicia, que muchos y graves problemas tiene, dedique tres años de esfuerzos a resolver esta controversia, más propia de la Cárcel de Papel de la extinta Codorniz.

Si no fuera por las resoluciones adversas de instancia y de apelación, una primera sentencia como la de la Sala Civil del Tribunal Supremo hubiera podido dejar saldada la cuestión. El esfuerzo decisorio del Tribunal Supremo es el que corresponde, pues la doctrina que reitera y recuerda a los de, en el fondo, “no sabe vd. con quien está hablando”, es la doctrina que manejan habitualmente nuestros estudiantes en las facultades de Derecho.

A saber: la libertad de expresión prima sobre otros derechos de los ciudadanos cuando se contribuye a un debate sobre cuestiones de interés público –la ejecución de Puig Antich, el tardofranquismo y sus secuelas lo son–, es llevada a cabo sobre un sujeto público –Franco y sus ministros– y la expresión de censura y crítica es llevada a cabo por otro sujeto público, aquí una diputada, que goza de aún mayor radio de acción que un mero particular. En este triple contexto, la libertad de expresión reina prácticamente libérrima. Incluso aunque contenga expresiones rudas o inquietantes. Esta es una doctrina que, me produce sorpresa, al parecer no conocemos todos los que operamos profesionalmente en el mundo jurídico-político.

La sentencia, además y entiendo que de forma novedosa, alude a la condición de diputada y a la legitimidad de su discurso no limitándolo al estricto hemiciclo, que, adecuando, como impone el Código Civil, la norma a la realidad social, lo ajusta a las redes sociales, gran vehículo expresión de la clase política. De foro público, aunque sea de titularidad privada, lo ha considerado la jurisprudencia federal norteamericana y, por tanto, de libre acceso.

Aquí podría acabar este somero análisis divulgativo de una sentencia que, reitero, me parece acertada y propia de una decisión de un Juez en un estado de Derecho.

Sin embargo, hay una cuestión coyuntural, de pura actualidad, que no me resisto a sacar a la luz. Vamos a asistir, estamos ya asistiendo, a un debate sobre la Memoria Democrática, la Amnistía preconstitucional, la transición, la reivindicación e indemnización de las víctimas de la dictadura, incluyendo la dignificación de los restos que yacen en las cunetas para así conseguir que España deje de ser el segundo país del mundo con más desaparecidos en contiendas civiles.

Muchos de los intentos de, precisamente, reivindicar la memoria de los ajusticiados, torturados o desaparecidos a manos de los verdugos franquistas, han sido desestimados en democracia. Dicho blanco sobre negro: esencialmente la jurisdicción militar de la democracia ha validado las atrocidades de su antecesoras dictatoriales. ¿Y cómo lo han hecho? Pues con una simple técnica: las resoluciones por las que se torturaba, detenía, encarcelaba o ejecutaba eran decisiones legales emanadas de órganos legales. Por lo tanto, ahora, un órgano legal actual no puede revocar lo que otro órgano legal, de acuerdo al procedimiento entonces legalmente previsto, dictaminó. Se invoca la seguridad jurídica, lo que no deja de ser tan curioso como anómalo, pues en las dictaduras lo único seguro jurídicamente es la dictadura, no la justicia.

De esta suerte, los tribunales democráticos blanquean a los tribunales dictatoriales, de forma y manera que se paraigualan con ellos, cosa que los de la dictadura nunca hubieran hecho –y, en realidad, nunca hicieron– con los de la democracia precedente a la dictadura. No ya jurídicamente, sino que desde el punto de vista lógico, dictadura y democracia no caben ser presentados como equivalentes. La dictadura y sus aparentes formas jurídicas no son más que un estercolero pestilente sin parangón con la, en ocasiones, limitada, democracia actual.

Pero yendo más al fondo, y a fuer de simplista, las normas y organismos que las aplicaban serían legales conforme a su autolegalidad. Admitamos tal hipótesis. Pero en ningún caso serían legítimas. ¿Por qué? Simplemente, por la imperiosa necesidad de reintroducir la democracia, cosa que finalmente se hizo. Si el franquismo, a la par de legal, hubiera sido legítimo, nadie se hubiera preocupado por luchar en pos de un sistema político legítimo que lo reemplazara. De ahí la superioridad de la democracia a la dictadura, a cualquiera, por más que los tiranos y sus trompeteros quieran cubrirse con la púrpura de la democracia, cosa que no consiguen nunca, dejando siempre sus vergüenzas al aire.

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