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La última palabra

Tiroteo contra el embajador ruso en Turquía (Associated Press / Burhan Ozbilici)

Miguel Roig

En septiembre de 2001 estaba en Nueva York y vi el ataque a las Torres Gemelas en el televisor de la habitación de un hotel junto al Empire State. La ventana no miraba hacia los bajos de la ciudad donde transcurría la escena. No creo que de haberla observado tuviera una percepción distinta de los hechos. Diez años después, otra imagen, la de una reunión en la Casa Blanca en la denominada Situation Room, en la que Barack Obama, Joe Biden y Hillary Clinton junto a los miembros de Seguridad nacional de Estados Unidos observan como es abatido Osama Bin Laden, se convirtió en la foto más visitada de flickr. La mirada grave de Obama y la mano que se lleva a la boca Clinton, como apagando un grito, indican que están ante el momento culminante de la acción.

Esta es fácil de imaginar, así como Hollywood ha domesticado los ojos del planeta hasta llevar al terreno de la ficción las imágenes de las Torres Gemelas, aquello que observan en esa pantalla que no vemos es un acontecimiento visionado muchas veces en, por ejemplo, series como Homeland o 24 horas. También se podría pensar que, metafóricamente, esa foto con la atención emocionalmente comprometida del presidente y su secretaria de Estado nos remite al momento en el que, mientras una torre humea herida, un avión perfora a la segunda. Lo cierto es que la imagen se nos escamotea y la función dialéctica de la misma es nuestro aporte, nuestra construcción del sentido de la escena, que responde con imágenes manufacturadas por la industria del ocio.

El lunes pasado, otra foto. En una galería de arte de Ankara, la mano izquierda alzada de un joven con el dedo índice erecto a modo de signo de exclamación y con una pistola sujeta en la mano diestra, dispuesta a retomar la acción después de asesinar al embajador ruso en Turquía que yace despatarrado a los pies de su ejecutor. Esta imagen fija, con una sonrisa triunfal y pendenciera del asesino, esa mirada cargada de suficiencia, bien podría ser la que empujó la mano en la boca a Hillary Clinton.

Un par de días después se difundió un nuevo video en el que vemos al embajador asesinado inaugurando la exposición mientras su ejecutor se pasea detrás suyo decidiendo el momento en el que sacará el arma y pondrá fin a la vida de su víctima.

Esta es la conversación, entre ambas imágenes, la que se está manteniendo en la aldea global y la banalidad del mal la va reduciendo a un murmullo cotidiano en el que lejanos aviones que reducían rascacielos en la pantalla se transforman en lobos solitarios que disparan o conducen vulgares camiones que atropellan vidas en nuestra calle.

Muchos han creído pertinente conectar el magnicidio del archiduque austrohúngaro Francisco Fernando, en 1914, con el asesinato del embajador ruso en Turquía pero tal comparación suena exagerada. No lo es tanto, sin embargo, reflexionar sobre el hecho de que el estado de las cosas mutó aquel 11 de septiembre de 2001.

En un episodio de Homeland, un funcionario de la CIA conversa con un alto mando militar de Pakistán. El general paquistaní le dice al americano que no insista con el atentando contra las torres: «todos sabemos que fue un ardid para desatar una guerra». El hombre de la CIA se muestra sorprendido: «¿cómo alguien tan inteligente como tú puede opinar eso?» y ambos siguen conversando amablemente.

Poco sentido tiene buscar causas y efectos en las ficciones pero sí permite entender el gran relato que nos afecta: si el tema ya se aborda con tal levedad es porque el eje de la narración está en otro sitio. Y ese lugar es la calle, en la que vemos un camión en Berlín, antes en Niza, llevándose vidas por delante.

Esta y no otra es la conversación que estamos manteniendo. La cuestión es preguntarse quien tiene la última palabra.

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