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Vacunas: la alegría contagiosa de lo público

Araceli cuando recibió la primera dosis de la vacuna. EFE/Pepe Zamora/Archivo

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La alegría es contagiosa. Cuando la compartimos se multiplica, como si fuera un milagro humano, sin intervención divina, que nos reconcilia con los rostros esperanzados, con los cuerpos frágiles que nos igualan, con el baile que agita nuestra piernas cuando celebramos en comunidad.

En estas semanas, en las que empezamos a sentir lentamente que no habrá otro abril robado, me ha llegado tal vez más que nunca esa energía potenciadora de la alegría, de la que es colectiva y por tanto política, de la que nos reconcilia con el sentido ético del bien común. Y no solo porque haya sentido como un calambrazo al saber que mis padres se vacunaban, sino porque no dejado de ver en las redes sociales, ese espacio con frecuencia tan airado e incómodo, a muchas mujeres y a muchos hombres, la mayoría en esas franjas de edad que los sitúan en las afueras, compartir el entusiasmo que les generaba un simple pinchazo. Ese que para el resto, los que seguimos a la espera, es como una especie de paliativo que nos permite avanzar en la agenda con ánimos renovados.

La celebración de las vacunas, que acaban siendo un pasaporte hacia ese territorio en el que al fin la alarma sea sustituida por los abrazos, y que vemos en estos días dibujada en ojos que están a mitad de camino de las lágrimas y la sonrisa, ha sido y está siendo una celebración de lo público. El reconocimiento compartido, más allá de las posiciones ideológicas de quienes desnudan su brazo ilusionados, del sentido que ha de tener una sanidad pública empeñada en velar por la integridad física, la salud y el bienestar de la ciudadanía. De todos y de todas. Sin que ningún privilegio ni sesgo diferenciador dictamine quién merece más dignidad que el resto. Porque es en la salud y en la enfermedad donde se pone a prueba no solo el amor, como diría un cura o un concejal en una boda, sino también la decencia de un sistema que dice basarse en el presupuesto de que todas las vidas son igual de dignas. 

Después de más de un año de pandemia, la cual ha dejado al descubierto muchas fracturas de unas democracias solo formalmente avanzadas, deberíamos haber aprendido como mínimo una lección. La que supone reconocer y valorar la necesidad de un Estado social fuerte, sostenido con suficientes recursos materiales y humanos, apoyado no en heroísmos singulares sino en profesionales bien pagados y reconocidos socialmente como los más necesarios entre los necesarios. Un valor este, el de su esencialidad en el sostén de la vida, que, de hecho, debería convertirlos en los trabajos mejor retribuidos y a los que la sociedad concediera el mayor nivel de prestigio. Porque ellas y ellos son el caudal que mueve las ruedas de todos esos molinos en los que cada día se muelen los ingredientes que hacen sostenible nuestra existencia. La rueda de la educación, la rueda de la sanidad y, por supuesto, como ahora hemos comprobado con más urgencia que nunca, la rueda de los cuidados. Los tres pilares de un Estado social sin los que la igualdad es imposible y sin los que, como ha puesto de manifiesto este jodido año, nuestros cuerpos corren el riesgo de precipitarse en el vacío. Un peligro que se acrecienta en función del grado de vulnerabilidad que cada individuo soporta por circunstancias personales o sociales.

Aunque a algunos les pueda parecer exagerada, la afirmación del filósofo esloveno Slavoj Žižek, según la cual la única salida ante el mundo complejo y progresivamente desigual que habitamos es “o la barbarie o algún tipo de comunismo reinventado”, no creo que podamos negar certidumbre a su sentencia. Sobre todo si entendemos por ese comunismo reinventado un modelo social, político y económico que entienda lo público como eje redistribuidor de bienes y recursos, al tiempo que todos y todas situamos los bienes comunes como la referencia ética de nuestra vida compartida. Un doble eje desde el que resulta mucho más fácil realizar una pedagogía que nos permita entender el sistema impositivo, progresivo y transparente, como el mecanismo imprescindible para hacer real el sueño de la igualdad sustantiva. Un proyecto emancipador que nos permitirá, aun con las imperfecciones de lo humano, celebrar la posibilidad de un mundo en el que vayamos superando cualquier tipo de servidumbre o explotación. Al fin, la alegría compartida, continuada y sostenible que en estas semanas he inoculado cada vez que veía en Twitter la foto de una persona mayor ofreciendo su brazo a un enfermero o a una enfermera que, pese al agotamiento, quiero pensar que siente la aguja como parte del abrazo que todavía no puede dar. Como en una adelantada mañana de 6 de enero en la que al fin hubiéramos descubierto que los Reyes magos no existen, o mejor, que son los padres y las madres, y el Estado, los encargados de hacer posible la magia.

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