Fui a ver las luces de Navidad y me indignó encontrar tanta gente
Fui con mi familia al centro para ver las luces de Navidad, y volvimos a casa indignados de la cantidad de gente que había. Calles abarrotadas, cientos, miles de familias paseando, como si no estuviésemos en una pandemia con tantísimos muertos. Me indigné tanto que hice fotos para compartir mi indignación en redes sociales.
Sufrí un total déjà vu, ya me había pasado lo mismo cada vez que las autoridades abrieron el grifo de las restricciones: salí con mis hijos el primer día de estado de alarma en que dejaron pasear a los chiquillos, y me indigné por la cantidad de padres y niños en los parques. Salí a trotar el día que liberaron a los runners y se me aceleraban las pulsaciones, de pronto a todo el mundo le había dado por correr. Y lo mismo cuando en agosto fui a la playa y me la encontré llena de bañistas. Con distancia y mascarilla, vale, pero cuánta gente, qué indignante.
Supongo que alguien se reconocerá en las líneas anteriores, yo el primero: salir a la calle y sentirte incómodo porque muchos otros hayan hecho lo mismo. Indignarse “in situ” con las aglomeraciones pandémicas es el nuevo “fui de vacaciones a Venecia y estaba todo lleno de turistas, qué horror”.
Pero asumo que muchos otros se habrán indignado con las muchedumbres prenavideñas del pasado fin de semana sin formar parte de ellas, viendo las imágenes que las televisiones repiten en bucle y las redes sociales multiplican. Otra foto para la colección de “momentos irresponsables en la pandemia”. En esa colección, junto a botellones, fiestas universitarias y DJs escupiendo alcohol, se mezclan sin distinción las fotos y vídeos del primer fin de semana con niños en la calle, la vuelta de los runners, las playas de julio y ahora también el alumbrado navideño. El próximo puente añadiremos otras cuantas estampas de calles comerciales llenas de gente, que se sucederán hasta Navidad.
Todas estas imágenes de multitudes callejeras tienen tres cosas en común: causaron temor e indignación amplificadas por los medios; merecieron reproche de las autoridades; y lo más asombroso: no provocaron ningún brote de contagios que se sepa. Lo repito, que percibo incredulidad: no provocaron ningún brote de contagios que se sepa. Como tampoco dejaron contagios masivos las manifestaciones del 8 de marzo, ni los cacerolos, ni las protestas de Black Lives Matter en Estados Unidos.
Lo sé, cuesta creerlo, yo el primer incrédulo indignado, víctima de esa percepción selectiva pandémica que nos hace mirar con espanto calles y parques llenos, mientras apenas vemos otras situaciones de más riesgo en las que tal vez tomamos parte. La misma percepción selectiva por la que solo nos fijamos en tres o cuatro sin mascarilla entre cientos de personas enmascaradas.
Los epidemiólogos ya se han cansado de repetirlo: en exteriores el riesgo de contagio se reduce mucho. Y baja al mínimo si además llevamos mascarilla. Si encima estamos en movimiento se acerca a riesgo cero. Todo lo contrario que en interiores mal ventilados. Es casi la única certeza que tenemos tras diez meses de incierta pandemia: los exteriores con mascarilla son seguros. Repito: los exteriores con mascarilla son seguros.
Sin embargo, esta idea tan simple y fácil de comunicar –los exteriores con mascarilla son seguros, los interiores mal ventilados son peligrosos- sigue sin calar por culpa de la pésima pedagogía de nuestras autoridades. Mala pedagogía, y confusión, por su empeño en decir una cosa y la contraria en una misma frase, animándonos a hacer actividades de las que acto seguido nos culpabilizarán. Cerca de mi casa están instalando una noria y otras atracciones infantiles para las fiestas navideñas. ¿Son para que las veamos desde el balcón? ¿Nos responsabilizarán cuando acudamos con nuestros hijos? Y lo mismo con las luces navideñas, el Black Friday o los llamamientos a apoyar a la hostelería y el pequeño comercio: salgan pero no salgan, hagan vida normal pero no con normalidad, miren qué luces tan bonitas pero desde casa, disfruten las Navidades pero no las celebren.
Las mencionadas imágenes de exteriores concurridos tienen otras tres cosas en común: la primera, que toda esa gente estaría metida en algún lado de no estar ahí afuera. En sus casas, pero también en otras casas, o en centros comerciales o el interior de bares, pues es absurdo pretender que la gente aguante encerrada en casa y solo con convivientes durante diez meses, mientras además es instigada a salir. La segunda cosa que comparten esas imágenes es que toda esa gente en la calle o en un parque no hace gasto, no compra nada, no sale un euro de sus bolsillos hasta que no entran en algún interior comercial –o en sus propias casas comprando online-. Y la tercera: que culpabilizarlos, moralizar con la repetición de esas imágenes, y aprobar nuevas restricciones contra ellos es mucho más fácil –y barato- para cualquier gobernante que tomar otro tipo de medidas más costosas, más complejas y también más eficaces. Cerrar parques o aforar exageradamente actividades culturales al aire libre antes que reforzar la atención primaria.
Vienen las Navidades, y no se me ocurre mejor forma de encontrarte o reencontrarte con tu gente querida que pasear con ellos, ver las luces navideñas, quedar en un parque o tomar algo al aire libre, con la mascarilla puesta y las precauciones ya conocidas. Ojalá veamos calles y parques repletos en vez de comidas y cenas interiores donde vuelen los virus a los brindis.
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