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A ver si sois capaces de juntaros y no discutir de política

Archivo - Dos hombres se hacen un selfie durante la Jornada de Puertas Abiertas en el Congreso de los Diputados, a 1 de diciembre de 2023, en Madrid (España).
16 de junio de 2024 22:24 h

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Imagínate el plan: convivencia familiar de final de curso, un fin de semana entero en un camping. Doce familias completas (padre, madre y preadolescentes), medio centenar de personas, de ellas 24 adultas. Repito: 24 personas adultas concentradas en un mismo lugar. Conviviendo intensamente tres días, comiendo y cenando todos juntos, alargando las noches. Algunos muy amigos, otros solo de vista, incluso quienes nos conocemos por primera vez, con trabajos muy diferentes, ni siquiera todos del mismo barrio ni del mismo equipo de fútbol (béticos y sevillistas), y presumiblemente con opciones ideológicas distintas. No elegidos por afinidad ni por una relación de años, sino por azar: nuestros hijos coincidieron en la misma clase en el colegio, a los padres no nos quedó más remedio que relacionarnos entre nosotros.

“Acabará fatal”, pensé el viernes. No porque este tipo de convivencias acabe siempre fatal en las películas: reencuentro de viejos amigos, gran celebración familiar, cena navideña, retiro de compañeros de trabajo, aniversario de promoción estudiantil; ya sean dramas o comedias, siempre acaban en gritos, acusaciones, trapos sucios, secretos revelados, cuentas pendientes, catarsis. Pero no era por ese lugar común cinematográfico, sino que de camino al camping playero yo me acordaba de cómo termina últimamente cualquier reunión de varias personas más o menos conocidas: discutiendo de política. Discutiendo malamente de política.

No sé si te pasa, pero de un tiempo a esta parte la tan repetida polarización se ha contagiado a la calle y a nuestros espacios de vida común. Si durante años la política de partido y los medios parecían esferas desconectadas de la realidad, y su permanente incendio apenas calentaba las conversaciones, hace ya tiempo que salta la chispa en cualquier sitio: la comida navideña, el desayuno en el trabajo, el cumpleaños escolar, el parque de perros, la frutería, no digamos el bar. Al tercer o cuarto intercambio de frases ya asoman los tópicos habituales, los argumentarios aprendidos en tertulias y redes sociales, las réplicas y contrarréplicas copiadas de las sesiones parlamentarias más chillonas, y por supuesto los bulos.

Sobre todo por parte de la derecha y la extrema derecha, que se ha ido volviendo cada vez más invasiva, acaparando la conversación pública, monopolizando la palabra, avasallando con su repertorio de perrosanches, begoñas, falcons, podemitas, progres, puigdemonts, batasunos, feminazis… Se han venido arriba y despliegan su discurso más agresivo en cualquier espacio público, mientras los ciudadanos de izquierda, o incluso de derecha moderada (que los hay, no me mires así) nos replegamos, evitamos la bronca estéril, nos callamos, nos retiramos, no volvemos más, dejamos el terreno despejado para que acampen y coloquen su mercancía ideológica sin oposición, hasta que solo se les oye a ellos y acaban pareciendo mayoría, acaban pareciendo el sentido común. No sé tú, yo reconozco que hay espacios y compañías que he dejado de frecuentar para no discutir, o para no tener que escuchar sandeces.

Así iba yo este fin de semana a la convivencia familiar con el resto de padres y madres del colegio de mis hijas: con las orejas tiesas, temiendo que a la tercera cerveza alguien sacara el tema, cualquier tema: las europeas, la amnistía, la mujer del presidente, la agenda 2030, se acabó la fiesta... Terreno minado, en cuanto alguien pisara un asunto de la crispada agenda político-mediática, podría saltar todo por los aires, acabaríamos discutiendo, o los más hartos y agotados nos retiraríamos prudentemente a nuestro bungaló o a otra zona de la playa.

¿Y sabes qué? No pasó. Ni a la tercera ni a la quinta cerveza. Hablamos sin parar, hablamos de todo, hablamos de nada, hablamos de cosas importantes y de chorradas, reímos mucho, nos dieron las tantas de la madrugada, y todo fue pacífico, amable, divertido. Solo discutimos por la selección musical. ¿A dónde se fue la polarización? ¿Qué nos echaron en la bebida? ¿El colegio había seleccionado previamente a las familias, o nuestras hijas a sus amigas, para que todos fuésemos afines? Estamos todos tan habituados y resignados a la bronca y a la discusión viciada, tan desanimados con la deriva política y mediática del país, que de pronto nos sorprende que una veintena de adultos se junte y no acabe discutiendo. Y sí, ocurre. Y qué felicidad. Pruébalo y verás.

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