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¿Una visión conspirativa del paro?

El autor defiende que no hay interés real por parte de gobiernos y empresas en luchar contra el paro.

Economistas Sin Fronteras

José Ángel Moreno —

Un artículo de Paul Krugman publicado en España en pleno agosto (El falso factor del miedoEl falso factor del miedo, El País, 11/8/2013) mencionaba la figura de un gran (y muy olvidado) economista polaco cuyo recordatorio me parece de especial interés en los momentos actuales. Se trata de Michal Kalecki (1899-1970): un economista de filiación marxista que trabajó como docente e investigador en la Polonia comunista, pero que entre 1936 y 1955 vivió largas temporadas en Occidente, principalmente en Inglaterra, donde trabó amistad y relación intelectual con algunos de los principales economistas progresistas del momento (Piero Sraffa, Joan Robinson, Maurice Dobb…). Con una ingente producción científica, desarrolló –en paralelo y en algunos aspectos precediéndole– planteamientos muy similares a la Teoría General de Keynes: en buena medida –como señaló Joan Robinson– aún más genuinamente “generales”.

La conclusión a la que llegó fue prácticamente idéntica a la de Keynes: en situaciones en las que la inversión privada era manifiestamente incapaz de impulsar adecuadamente el nivel de actividad y de empleo, sólo el Estado podía aportar los remedios necesarios, tanto a través de las políticas fiscal y monetaria como intensificando decididamente la inversión pública (aun a costa del incremento del déficit público). No obstante, Kalecki fue mucho más pesimista que el británico: él pensaba que –aunque el remedio era en su opinión evidente– la solución no se aplicaría nunca con la consistencia necesaria para conseguir un pleno empleo estable.

¿Por qué? Básicamente, porque creía que los poderes económicos dominantes recelarían sistemáticamente de ese objetivo y lo impedirían. Fundamentalmente, por dos razones.

El artículo de Krugman se refería a la primera. La gran empresa temería que una intervención pública decidida socavaría uno de los pilares de su capacidad de influencia política: la supuesta importancia de la confianza empresarial (de las expectativas) en la buena marcha de la economía. Los gobiernos tiemblan ante cualquier actuación que pueda debilitar esa confianza, porque ello redunda en una reducción de la inversión (y en una fuga de capitales), lo que acabaría empeorando drásticamente la situación general. Pero si el Estado es capaz de dirigir la actividad económica mediante una política claramente intervencionista, las grandes empresas (y los “mercados”) perderían esa capacidad de influencia: su estado de ánimo ya no importaría tanto. Por lo tanto, la intervención pública sería, por definición, contraria a los intereses de los grandes poderes económicos.

Pero hay una razón complementaria y quizás más importante. Kalecki pensaba también que esos grandes poderes temerían como al rayo las consecuencias políticas del pleno empleo: esencialmente, la más equitativa distribución de la renta que generaría y el fortalecimiento de la capacidad negociadora laboral que posibilitaría. Menor desigualdad y mayor poder sindical que, junto a la reducción de la influencia de los grandes intereses empresariales en el diseño de la política económica, se irían consolidando con el tiempo en una economía que girara permanentemente en torno al pleno empleo y que conducirían a la larga a una sociedad significativamente diferente. Por eso pensaba que la política económica keynesiana podía ser un instrumento transformador de primer orden, pero por eso creía también que sería un instrumento inevitablemente subutilizado (o utilizado torticeramente) en una sociedad capitalista.

En definitiva, nos enfrentamos, según nuestro autor, a la programación consciente y deliberada de un cierto nivel de paro como palanca del poder y del beneficio de la gran empresa: nuevos aspectos de la vieja idea marxiana del ejército de reserva.

Es verdad que los años 50, 60 y primeros 70 del siglo pasado parecieron desmentir los temores de Kalecki (aunque él nunca creyó que se aplicaran, ni siquiera entonces, realmente políticas de pleno empleo). Pero desde finales de los 70, la contrarrevolución liberal parece haber ratificado sobradamente el realismo de sus intuiciones: uno de sus pilares ha sido, precisamente, la utilización del paro como elemento debilitador de las presiones salariales, de reducción de los costes productivos y de recuperación de los equilibrios macroeconómicos esenciales (en los precios, en la balanza de pagos y en las cuentas públicas) y del nivel de beneficios. Una convicción que pudo imponerse a partir de esas fechas gracias a la aceleración exponencial de ese fenómeno que conocemos como globalización, esencial para socavar drásticamente los márgenes de actuación de las políticas económicas nacionales y para disciplinar convenientemente a gobiernos, fuerzas políticas, sindicatos y trabajadores.

Es el evangelio económico desde entonces. Un evangelio que, lamentablemente, ha presidido la construcción de la Unión Europea y se aplica con especial rigor en momentos difíciles, como son los que vivimos desde el estallido de la crisis actual. Esa es, precisamente, una de las funcionalidades básicas de las políticas de austeridad: no sólo reducir los niveles de déficit y endeudamiento públicos, sino también inducir las caídas de la demanda global que posibiliten niveles de paro y de salarios y sistemas de relaciones laborales adecuados para los intereses de las grandes empresas. Empresas que –gracias a la globalización– dependen cada vez menos de los mercados nacionales, pero que necesitan fortalecimientos constantes en el grado de competitividad para acceder a los mercados foráneos. Un entorno asfixiante en el que las sospechas de Kalecki parecen terroríficamente materializadas, en la medida en que un determinado nivel de paro parece extrañamente imprescindible para el “buen” funcionamiento del sistema económico (aunque genere más depresión). Las recientes (y reiteradas) recomendaciones del FMI para España (más bajadas de salarios como bálsamo de Fierabrás) son un ejemplo perfecto de esa despiadada (e insostenible a la larga) teoría.

Desde luego, se trata de un objetivo que parece miope incluso para los intereses de las grandes empresas a largo plazo y que produce contraindicaciones evidentes para el conjunto del sistema social. Tampoco nada nuevo: una más de las contradicciones del capitalismo, en el que los intereses cortoplacistas de los que mandan y el interés general parecen inevitablemente contrapuestos. Pero es algo que puede hacerse insoportable en determinadas circunstancias.

El nivel de paro funcional para ese peculiar buen funcionamiento depende en cada país de las restantes variables que contribuyen a los equilibrios macroeconómicos, a la rentabilidad del capital y al grado de competitividad deseable. En los más frágiles, puede ser tan elevado que genere riesgos insoportables para la estabilidad social. Es el caso actual de España y de toda la periferia europea, países en los que una presunta recuperación económica difícilmente posibilitará por sí sola horizontes de bajo nivel de desempleo.

Todo ello al margen de que eventuales incrementos del empleo difícilmente podrían compensar los durísimos efectos adicionales que están generando las políticas aplicadas en términos de pérdida de calidad de vida de amplias capas de la sociedad, recortes drásticos en los servicios públicos básicos, reducción de derechos esenciales e intensos aumentos en el grado desigualdad.

Políticas que tendrán implicaciones de muy larga duración, en lo que cada vez más parece una intención decidida de utilizar la crisis como pretexto para acabar de revertir un modelo social contra el que el gran capital combate abiertamente desde finales de los 70: no sólo “una oportunidad –como destaca un reciente y muy recomendable libro de tres profesores españoles– para reestructurar la correlación de fuerzas entre capital y trabajo”, sino la oportunidad también de aplicar de forma radical “la estrategia diseñada por aquellos grupos que están situados en una posición privilegiada para afianzar su dominio sobre nuevas bases”. Es decir, “La crisis como excusa para una doctrina del shock” (Olga Rodríguez, eldiario.es, 2/10/2013). Probablemente, una apuesta aún más compleja que la que Kalecki pudo nunca sospechar, pero en perfecta sintonía con sus ideas.

Ciertamente, la aspiración al pleno empleo se ve inevitablemente condicionada por muchos otros factores que quizás el economista polaco no tuvo suficientemente en cuenta y que se han intensificado poderosamente en la economía globalizada de nuestro tiempo. Por eso, puede dar la impresión (en la que coincidirían muchos economistas “de prestigio”) de que lo que Kalecki sostenía no es sino una perspectiva hiperideologizada de la economía carente de base científica, una más de las muchas visiones conspirativas de la realidad: el malvado gran capital generando premeditada y enloquecidamente paro.

Quizás. Pero, viendo lo que estamos viendo, no es fácil sustraerse a la sensación de que la descripción de Kalecki se acomoda con zozobrante idoneidad a la trágica situación de nuestro tiempo.

Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autor.

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