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Vivir en un garaje

Carteles de venta de pisos en el escaparate de una inmobiliaria.

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Hace un par de días se me ocurrió ver una serie en Filmin de la que no sabía absolutamente nada: 'The Architect' (2023), una obra noruega de cuatro breves capítulos dirigidos por Kerren Lumer-Klabbers, premiada en el Festival de Berlín como mejor serie.

Es una historia situada en un futuro inmediato, en Oslo, donde el capitalismo ha llegado a un grado tan salvaje que las personas jóvenes, con estudios e incluso con trabajo fijo o casi fijo, no tienen suficiente para poder permitirse pagar un alquiler, mucho menos una hipoteca para un piso en propiedad. ¿Les suena a futuro?

De hecho la historia que se nos narra está sucediendo ya aquí y ahora, quizá aún no en los pueblos o en las ciudades de mediano tamaño, pero la gente que se ve obligada a vivir en las grandes capitales o en lugares tomados por el turismo sabe que eso está pasando ya, que hay muchísimas personas que tienen que seguir viviendo con sus padres o tienen que compartir piso con quien sea, pasada ya la treintena, porque no pueden pagarse un lugar independiente en el que vivir. Además, no es un problema que afecte solo a los jóvenes; cada vez hay más personas que al llegar a la edad de la jubilación, y en muchos casos perder a la pareja con la que han compartido su vida, no tienen más remedio que dejar su vivienda porque ya no pueden pagar el alquiler y, si es de propiedad, con frecuencia se ven obligados a vender a una gran constructora y marcharse fuera del barrio a vivir en un piso compartido con otra u otro jubilado.

Una de las noticias de plena actualidad es la protesta de un grupo de activistas en Barcelona en contra de la especualción inmobiliaria en la feria The District. Los grandes inversores compran edificios en las zonas céntricas, echan a sus habitantes, que se ven obligados a vivir en la periferia, reconstruyen o rehabilitan los edificios, los parcelan en pisos diminutos, les cambian las palabras que los definen y los venden o alquilan a precios que casi nadie se puede permitir, incluso teniendo unos ingresos fijos.

No hace mucho, en París, en el escaparate de una inmobiliaria, me sorprendió ver una oferta de vivienda en el sexto distrito, en pleno centro, por 140.000 euros y me acerqué a leerla: en el último piso de un edificio de ocho plantas sin ascensor, seis metros cuadrados –¡seis!–, sin baño, por supuesto, con una ventana, un enchufe y una toma de agua. Ya no estamos tan lejos de lo que propone la serie noruega, donde los jóvenes profesionales se ven reducidos a alquilar un espacio en un garaje subterráneo, separado por cortinas del vecino de al lado. Y lo curioso es que, si echan una mirada por internet, en muchas páginas esta serie –dolorosísima, en mi opinión, por lo certera que es– está considerada “comedia”.

¿Qué gracia puede verle alguien a ese futuro al que nos estamos acercando cada vez con mayor rapidez, un futuro donde tener un techo, un baño y una cocinita es un lujo que no está al alcance de todo el mundo?

Yo soy lectora de ciencia ficción desde siempre, amante de la ciencia ficción en cine, y además llevo toda la vida escribiendo relatos y algunas novelas de ciencia ficción, además de otros géneros y otros tipos de novelas. Sé lo importante que es avisar, llamar la atención del público sobre lo que nos puede pasar si seguimos por el camino que llevamos, pero empieza a darme la sensación de que o bien no queremos verlo –llamamos comedia a algo tan terrible– o bien pensamos que no hay nada que hacer, que hemos entrado por un camino en el que no hay vuelta atrás.

Naturalmente, como decía antes, la publicidad de las grandes empresas está basada en disfrazar con palabras bonitas una realidad terrorífica. Es un intento de persuadir a los jóvenes de que vivir con un par de desconocidos a los treinta y cinco años es una forma estupenda de conocer gente, de no encontrarte solo, de ampliar tu círculo de amistades y, al compartir, gastar menos dinero en las cosas básicas como la luz, el agua o los alimentos más imprescindibles. Si lo llaman co-living suena mucho más moderno y cool que llamarlo “miseria”. Igual que los co-workings para gente emprendedora que no puede pagar el alquiler del local para la pequeña empresa que quiere montar y que quizá acabe por darle beneficios.

Hace más de veinte años, un conocido me contó que en Nueva York, donde fue a hacer unas prácticas durante ocho meses, trataron de alquilarle –¡para vivir!– un montacargas en un almacén abandonado. Era muy grande, unos veinte metros cuadrados, me dijo, y, aunque lógicamente no tenía baño ni cocina, al fondo de la nave había un retrete y una ducha y mucho espacio donde colocar un microondas para cocinar. El tipo de la inmobiliaria lo llamaba loft y le aseguraba que, en el futuro, aquella experiencia neoyorquina, aquella estancia en el montacargas, en plena zona industrial, oscura como boca de lobo durante la noche, sería algo que todos sus amigos y colegas envidiarían y lo convertiría en alguien especial. No lo alquiló, pero al menos habría tenido mucho espacio y no habría tenido que compartirlo con nadie.

Algo que, en este contexto, también llama mucho la atención es que, en cuanto uno se da una vuelta por cualquier tienda de muebles, se da cuenta de que precisamente ahora que los pisos cada vez son más pequeños, los sofás son cada vez más grandes, igual que los televisores, lo que significa que vamos de cabeza a una sociedad en la que la vida va a consistir en trabajar –en las grandes ciudades, después de haber pasado una hora por lo menos en transportes públicos porque las viviendas del centro se han hecho impagables–, llegar al cuchitril que uno puede permitirse con su magro salario, tumbarse en el enorme sofá compartido y ponerse ciego a ver cualquier cosa que pase por la pantalla. A mí todo esto –será por mi sesgo de ciencia ficción– me trae ecos de 'Farenheit 451', la magnífica novela de Ray Bradbury adaptada también al cine por Francois Truffaut en 1966. Diría también que de 1984, de George Orwell, una de las novelas más necesarias que se han escrito en la historia de la literatura, pero por fortuna y de momento, la pantalla que tenemos en casa es solo unidireccional y no nos observa ni interactúa con nosotros... ¿o sí? ¿O todos esos televisores “inteligentes”, que prácticamente ninguno de nosotros comprendemos, nos están vigilando todo el tiempo y guardando toda nuestra intimidad para usarla en nuestra contra cuando haga falta? Pero ese es otro tema.

Desde siempre he pensado que cualquier sociedad civilizada tiene que ofrecer una vida digna a los individuos que la componen; un estado tiene que cubrir ciertas necesidades básicas de sus ciudadanas y ciudadanos y, entre estas, no hay nada más urgente que la trinidad compuesta por vivienda, educación y sanidad. Todo el mundo debe tener derecho a vivir en un lugar donde la intimidad personal esté garantizada y los servicios mínimos cubiertos. Todo el mundo debe poder formarse gratuitamente para, después, contribuir con su trabajo a la sociedad. Todo el mundo debe poder acudir a un centro profesional de medicina que cubra gratuitamente sus necesidades sanitarias. ¿Tan difícil es de entender que solo así podremos vivir en una sociedad tranquila, donde la gente sea más feliz y, gracias a ello, impulse el bienestar para todos?

En otros países, por ejemplo en grandes ciudades de Brasil como Río de Janeiro o São Paulo, he visto rejas en todas las ventanas de los edificios del centro, hasta el tercer piso, y rejas y barreras y seguridad privada en todas las urbanizaciones de chaletitos y adosados. Eso significa que, si los que no son ricos no tienen donde vivir, acaban okupando y robando. Y los que tienen vivienda tienen que dedicar parte de sus ingresos a proteger su propiedad, con lo que las tensiones son cada vez más peligrosas y la sociedad se escinde entre los que tienen y los que no tienen, y se radicaliza, por no hablar del miedo que unos le tienen a los otros.

¿Por qué votamos a partidos que impulsan leyes que solo favorecen a unos cuantos, que permiten que los más ricos se sigan enriqueciendo a costa de todos los demás, que los que más tienen sean los que menos impuestos pagan? Sinceramente, no soy capaz de comprender que tantísimas personas decentes den su voto a partidos de derechas que solo trabajan para los que ya lo tienen todo, se dedican a privatizar servicios públicos para enriquecer a unos cuantos y cierran los ojos frente a realidades como la de la falta de viviendas asequibles.

Si en una sociedad una persona formada, con un oficio, que ejerce un trabajo (y a veces dos), no puede pagarse una vivienda digna, algo estamos haciendo muy mal y la solución no es hacer pisos cada vez más pequeños y cada vez más caros para que algunas empresas –muchas de ellas extranjeras, además– puedan pagar mejores dividendos a sus accionistas.

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