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A vueltas con el arte

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Hace un par de días, leyendo sobre los colores, el uso y la historia del color a lo largo de los tiempos me llamó mucho la atención que, al parecer, cuando los primeros impresionistas descubrieron el violeta de cobalto, (después vendría el violeta de manganeso), que iba más allá de la combinación de rojo y azul, y empezaron a emplearlo en sus cuadros no solo para alguna sombra o algún toque, sino para mucho más, hubo una violenta reacción del público por ese uso escandaloso de un color. El padre del impresionismo, el gran Claude Monet dijo sobre esto: “He descubierto por fin el verdadero color de la atmósfera. Es violeta. El aire fresco es violeta.” ¡Como si no fuera ya bastante el enojo por la técnica y los motivos impresionistas, resulta que el público  también se molestó por un color!

Está claro que la gente es capaz de molestarse y ofenderse por cualquier cosa, pero, si lo pensamos con calma, resulta maravilloso que existieran esas reacciones frente a un pequeño cambio, un atrevimiento en el mundo artístico y cultural, en la representación pictórica de la realidad.

En otros momentos históricos, el público general también se sintió ofendido por el ritmo del rock and roll, por el surgimiento del arte abstracto, por el cine sonoro, por las vanguardias literarias, por los caligramas de Apollinaire, por la poesía de Baudelaire, por el manifiesto futurista, por el surrealismo, por el teatro del absurdo, por el método Grotowsky... por un montón de “atrevimientos culturales” que hoy pasarían totalmente desapercibidos. No sé si es porque hoy en día se considera que todas las opiniones y manifestaciones son respetables y nadie debe tener nada que decir sobre cualquier expresión de otra persona, o porque, simplemente, a nadie le importa un pimiento lo que los demás produzcan en el campo del arte, a menos que se trate de un “producto” o “contenido” cultural. En este caso la aceptación se mide en likes o en viralización y, cuanta más aceptación haya, mejor se considera la obra o el producto. Y justamente esto es lo que a mí me llama la atención.

En épocas anteriores, pensábamos que el arte auténtico, cuando era realmente nuevo, era difícil de apreciar, hasta críptico en ocasiones. No todo el mundo estaba preparado para sentirlo, reconocerlo, comprenderlo, aceptarlo. No hay más que leer el ensayo de Ortega y Gasset “La deshumanización del arte”, de 1925, que sigue siendo una gran lectura a pesar de que está a punto de cumplir cien años. Cuanto más elitista era la obra, tanto más claro estaba que se trataba de una manifestación artística. Se hablaba de “vanguardia”, más tarde se habló de “contracultura”, de lo que se apartaba de lo común y esperable, iba a contracorriente y solo podía ser apreciado por un sector de público especial, capaz de ir más allá de los vulgares gustos de la masa. No estoy diciendo que esta actitud sea necesariamente buena, sino que era así. Cuando alguien, en cualquier rama creativa, hacía algo único, especial, que no se le había ocurrido antes a nadie, que podía parecer incluso estúpido o ridículo o insultante, pensaba que estaba ejerciendo su derecho a la creación artística sin que importase que la “plebe” lo aceptara o no. De hecho, cuanto menos lo aceptaran, tanto mayor era su orgullo al haber creado algo diferente. El enojo del público era casi una prueba de genialidad.

Ahora la prueba de la genialidad es el éxito, expresado en cifras; ese trata de que haya miles y miles de personas que lo encuentren aceptable, que le den un like, aunque se rían, aunque lo encuentren ridículo. Si un video de Tik Tok, pongamos por caso, particularmente tonto además, se viraliza, entonces se considera que ha tenido mucho éxito. Si una novela mal escrita, con una trama llena de agujeros, vende un par de millones de ejemplares, es un éxito y, por tanto, una buena obra. Lo mismo podemos decir de una canción o de una película. Ahora lo que cuenta es la aceptación masiva y el dinero que recauda. Seguramente por eso la tónica actual es versionar obras ya existentes en lugar de arriesgarse a ofrecer nuevas propuestas que podrían fracasar desde el punto de vista económico. Ahora un guion para una película que se considere demasiado “arty” (derivado bastante peculiar de la palabra “arte” y que, al parecer, se ha inventado para evitar el uso de “artistic”) es sospechoso y nadie se anima a llevarlo a la pantalla, por si acaso. Una novela solo se considera un éxito si ha vendido muchos miles de ejemplares o ha sido llevada al cine o convertida en una serie, de manera que pueda llegar a mucha más gente y generar mucho más dinero. No se valora ya lo diferente, lo atrevido, lo que no está ya visto y aprobado hasta la saciedad. A veces tengo la sensación de estar viviendo en el final de un nuevo barroco, en una especie de rococó en el que lo que cuenta es la combinación de lo ya existente, la repetición de los mismos modelos, lo que se llama “rizar el rizo” (no hay más que ver las canciones que sufren versiones constantes, aunque sean cada vez peores, las películas que ya han sido rodadas dos o tres veces con diferentes actores para adaptarse a las diferentes generaciones de espectadores –“El padre de la novia, por ejemplo, que ya lleva tres, que yo sepa-), las novelas que se transforman en películas, series y musicales. 

Esas generaciones de artistas rompedores, distintos, desmelenados, bohemios, revolucionarios, empeñados en ofrecer lo nunca visto, aunque el público pataleara, o silbara la función, o tirase tomates contra la obra expuesta, ya no existen. Ni ellos tienen muchas ganas de exponerse, ni el público tiene ya ánimos de ofenderse por lo que pueda hacer un artista. 

¿Quién se ofende ahora de que un pintor use este o aquel color, de que un poeta elija este adjetivo, de que un escritor dé comienzo a una novela con una línea de diálogo, de que un músico empiece una obra con esta o aquella nota?

Cuando Beethoven compuso su Primera Sinfonía, que empezaba con un acorde de séptima, disonante, revolucionario, hubo todo tipo de reacciones y en Viena, durante unos días, no se hablaba de otra cosa. Ahora, como mucho, en el bar se comenta alguna memez que algún presentador de televisión haya dicho la noche antes. En las reuniones sociales ya no se discute apasionadamente de literatura, de pintura, de música. Los que ahora se sienten ofendidos no están pensando en el arte ni en su evolución.

Los jóvenes que en generaciones anteriores se sentían genios, seres capaces de crear, devotos del Arte con mayúsculas, ahora solo buscan la fama repentina, el dinero rápido, los seguidores y los likes. Ahora hay “creadores de contenidos”, no aspirantes a artistas.

Probablemente por eso el arte está estancado, porque no quiere ir a contracorriente, porque no ofrece nada valiente, escandaloso, tremendo; porque todo el mundo tiene miedo a fracasar y prefiere ir sobre seguro.

Una vez un editor experimentado me contó que todo editor sueña con ser el segundo. Me explicó que para ser el primero en publicar algo realmente nuevo y atrevido hay que estar muy seguro, por tanto hay que ser muy valiente, estar dispuesto a perder dinero, a fracasar, a hacer el ridículo. Mientras que, siendo el segundo en publicar algo que otro ha introducido con éxito, no hay riesgo y funciona muy bien. Ser el tercero ya no vale la pena; es ser uno más y no se gana ya tanto. Cuando lo oí, hace más de veinte años, lo encontré simplemente curioso. Ahora tengo la sensación de que es la tónica general. Nada de riesgos. Se promociona lo que ya se sabe que gusta, lo que sigue la moda, lo que se supone que la gente quiere ver, oír, leer; más de lo mismo, en definitiva.

Se acabaron los tiempos de lo rompedor, lo escandaloso, lo provocativo. Nuestra cultura es cada vez más uniforme, más sosa, más repetitiva. Habrá que esperar a que, por puro tedio, alguien que no sabe todo esto quiera sacudir el mundo, y lo consiga.

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