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¿De qué hablamos (y de qué no) cuando hablamos de salud mental?
Está de moda hablar de salud mental, parece responder al espíritu de los tiempos. Además, la pandemia nos ha dejado un incremento de aproximadamente un 25% de los trastornos mentales más frecuentes, y probablemente lo peor esté por llegar. Sin embargo, lo que quieren decir los distintos interlocutores sobre salud mental no parece significar lo mismo. Para las personas que tienen trastornos mentales graves, significa sobre todo más recursos públicos para abordar esos trastornos, y menos estigma para el reconocimiento de su dignidad y derechos. Para el resto, parece ser una manera de señalar el malestar y el cansancio de la época, junto al deterioro de la esfera pública, social y ecológica, expresado en forma de ansiedades, angustias, depresiones, fobias, acosos y diversos tipos de violencias.
En esa línea, un momento emergente en los medios de comunicación social fue cuando la gimnasta Simone Biles afirmó que sus problemas de salud mental le impedían competir adecuadamente en todos los ejercicios. Posteriormente el tema pasó a la agenda política. Algo lógico, ya que la salud mental es política. Eso es tan antiguo como la prescripción social del teatro por parte de los gobernantes atenienses, como medio para lograr la catarsis del malestar político, social y cultural de la Polis. Más tarde los decadentes emperadores del Bajo Imperio romano optaron por algo muy contemporáneo y familiar, la sedación social que ofrecía y ofrece el panem et circenses. Conocimiento, política e interés siempre han estado unidos. No obstante, la brecha epistemológica no es entre científicos detentadores del imperio cognitivo, e ideólogos inmersos en la batalla cultural. Sino entre los que entienden la salud mental principalmente como un proceso público y social donde el foco principal es la salud personal y pública, o como un producto potencialmente mercantilizable capaz de otorgar estatus, poder o dinero. Si algo caracteriza a la producción científica en condiciones de producción capitalistas es la subordinación del conocimiento al interés, con la idea de acumular capital científico y cultural, predominantemente en forma de poder, influencia, prestigio y dinero. Esta tensión entre la visión más social y la más mercantil, no es propia de la salud mental dentro del ámbito de la salud, sino que es en la salud mental donde se hace más evidente, debido a la irreductible existencia de la subjetividad que es siempre social, referida a, e interdependiente de los otros.
La respuesta teórica a los problemas generados por un enfoque excesivamente biomédico de la salud mental que no tenía apenas en cuenta los aspectos subjetivos y sociales fue el modelo bio-psico-social de Engel. Se ampliaba así la mirada biomédica a lo psicológico y lo social, como dimensiones constituyentes de los trastornos mentales. Sin embargo, este modelo funciona muchas veces en la práctica como un blanqueamiento, al estilo del “greenwashing”, todo el mundo afirma que la salud mental es un hecho biopsicosocial, pero en la práctica su mentalidad y su praxis siguen siendo predominantemente individualistas, bien biomédicas o bien psicoterapéuticas, o ambas. Lo social es afirmado en la teoría y frecuentemente negado en la práctica, bien porque no hay políticas estratégicas ni de prevención, o porque es poco contemplado en la investigación y en la nosología psiquiátrica y de salud mental. El resultado es una salud mental frecuentemente descontextualizada y desenraizada de la sociedad, sin la cual esos trastornos mentales no se entienden. En ese marco político, social, económico y epistemológico, el papel social asignado a la salud mental es el de la gestión de las “externalidades” del capitalismo neoliberal. Externalidades en forma de malestares, duelos, estrés, cansancios, precariedades, explotaciones, acosos, trastornos adaptativos, ansiedad, depresión…resultados de la compleja relación entre nuestra dotación psicobiológica y el entorno social, material, ecológico y cultural. Este capitalismo neoliberal, en su presunta búsqueda de una libertad individual sin coerción ninguna, preconizó el desmantelamiento de la sociedad, como una forma de limitar el poder de la política y del Estado. Concibiendo así la vida como una realidad fundamentalmente individualista y competitiva, donde el yo es una marca con valor mercantil y la familia, una forma de acumulación de diversos tipos de capital útiles para la pelea darwinista. Recordemos la famosa afirmación de Thatcher “La sociedad no existe, sólo hay individuos”. Lo dejaron todo bajo la “libertad” del capitalismo y la moral individual. Como era suponer, el primero acabó devorando a la segunda. El resultado es bien conocido en términos económicos, sociales, culturales, políticos, de salud y ecológicos.
La red de salud mental que tiene que atender a las víctimas de la ilusión libertariana no requiere solamente muchos más medios, que es evidente que es así, sino un cambio de paradigma hacia una visión estratégica y epistémica que incorpore lo social en interrelación compleja con lo biológico y lo psicológico. De lo contrario, todos los recursos se quedarán cortos para atender a una población que bajo condiciones materiales menguantes parece estar viviendo un duelo colectivo por la pérdida de unas determinadas condiciones materiales, ecológicas y culturales de vida. Duelo donde la negación y la rabia están en primer plano, en forma de polarización, post verdad, antipolítica y violencias de diversos tipos. Probablemente ese cambio de paradigma no vendrá de los sanitarios ni de los académicos, tampoco de los políticos, seguramente serán los usuarios y la sociedad en su conjunto quién lo acabe promoviendo y desarrollando.
José Eduardo Muñoz Negro
Profesor de Psiquiatría de la Universidad de Granada
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