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Mareada

Angélica Cortés Fernández

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En diciembre de 2017, fui atropellada tras caer de mi amada bicicleta de carretera. Desde entonces convivo con mareo crónico, fatiga física y neurológica, cervicalgia, cefalea persistente, pérdida de memoria, anosmia y otras secuelas derivadas de una lesión axonal difusa, una forma de daño cerebral adquirido que el traumatismo craneoencefálico severo sufrido provocó. El impacto al caer al suelo fracturó la pelvis y el húmero izquierdo, y tengo implantes osteointegrados en sendas partes de mi magullado cuerpo. Estas secuelas me impiden trabajar de forma presencial, estudiar con normalidad, leer, hacer deporte, mantenerme en movimiento como antes… y, a veces, incluso sostener mi autonomía con entereza, así que uso un bastón… El daño neurológico ha transformado completamente mi vida.

Lo más doloroso, sin embargo, no es solo la enfermedad, sino la invisibilidad. La administración pública no comprende ni valora adecuadamente este tipo de secuelas. Me han denegado en dos ocasiones el reconocimiento de una discapacidad igual o superior al 33%, valorándola en un 27%, tanto en 2021 como en junio de 2025. Si no estuviera convencida de que mi discapacidad es mayor no me quejaría ni interpondría sucesivos recursos de reposición: soy una mujer con mala suerte, pero honesta hasta la médula. A pesar de haber presentado diversos informes médicos, diagnósticos que mi historia clínica resumida de Osakidetza recoge fehacientemente y una evaluación neuro psicológica reciente, la Diputación Foral de Bizkaia no aplica correctamente el Real Decreto 888/2022, que establece que la valoración de la discapacidad debe realizarse atendiendo al conjunto de secuelas derivadas de la lesión principal que presenta la persona. En mi caso, esta es una lesión axonal difusa, reconocida médicamente desde hace años, de la que se derivan todos los síntomas que me afectan y vuelvo a enumerar: el mareo crónico, la fatiga, la cefalea, la cervicalgia, la anosmia y las alteraciones cognitivas. Sin embargo, el órgano valorador fragmenta mi cuadro clínico y lo evalúa como si se tratara de dolencias aisladas, incumpliendo el principio de evaluación integral que marca la ley. Esta interpretación sesgada y restrictiva parece responder más a criterios presupuestarios que a una voluntad real de proteger derechos, dificultando así que las personas como yo podamos acceder al 33% de discapacidad legalmente reconocido como umbral mínimo de protección.

No pido ningún privilegio: solo que se reconozca el impacto real de una lesión que me ha dejado en una situación de gran vulnerabilidad. Seguro que alguna vez has sentido un mareo. Esa sensación de inestabilidad, de que todo se mueve aunque estés quieta. ¿Te imaginas vivir así todos los días? ¿Desde que te despiertas hasta que consigues dormir? ¿Te imaginas no poder moverte con normalidad porque te acompaña el desequilibrio? Pues yo no tengo que imaginarlo. Yo vivo así.

El mareo crónico no es solo una molestia. Es una jaula invisible. Es caminar por el mundo con el suelo temblando bajo los pies y la cabeza resonando con cada estímulo. Es tener que detenerte cuando todas avanzan. Es que el mundo te diga “tú no estás tan mal” mientras tu cuerpo entero grita que no puede más.

Vivir mareada no es estar en una nube. Es vivir en el borde, sosteniéndome como puedo, mientras intento que no se me borren ni la memoria, ni la dignidad.

Trabajo como empleada pública en la Diputación Foral de Bizkaia. Y es esa misma institución la que no reconoce mi discapacidad. Me siento doblemente abandonada: como ciudadana y como trabajadora. Pero no voy a rendirme. Escribo esto como un acto de integridad y de justicia. Porque lo que me ocurre a mí, por desgracia, les ocurre a muchas otras personas.