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Platón en X
Desayunaba esta mañana escuchando un podcast en el que hablaba un escritor al que admiraba, el mismo al que he dejado de leer tras seguirlo un poco en Facebook y ver cómo ridiculiza a quien se asoma a su muro a comentar algo con lo que él no está de acuerdo. Allí, en su propio muro (¿de las lamentaciones?), es un tipo que me resulta soberbio y tan borde como desagradable. No siempre, claro está, pero sí cuando la cosa se le tuerce un poco.
El caso es que dejó de gustarme, porque cada vez que leía uno de sus dardos cargados de inquina contra alguien, que yo no entendía que le hubiese tratado mal previamente, me ponía enferma y acabé pensando que utilizar esa inteligencia (porque efectivamente creo que el tipo la tiene) en el juego macabro y trol(l)ero del escarnio público en redes sociales, me parecía de gran perversión. El caso es que regalé el libro que le hizo famoso a un amigo y he ido perdiendo interés en él. Y no me agrada esta radicalidad mía tampoco, porque a veces dice cosas cargadas de sentido, pero… ¡qué le vamos a hacer! En aquello que nos toca la entraña, no creo que tengamos gran margen de decisión.
Hoy lo escuchaba y me gustaba lo que oía, sí. En un contexto fuera de su propia red y entrevistado por otro, aparte del acierto en las palabras, se comportaba de un modo mucho más interesante y amable, sin desaires, insultos ni bravuconadas.
Subía el café por el tubo central de la cafetera y yo me preguntaba qué sería de la historia conocida si, desde el inicio de los tiempos, hubiesen existido las redes sociales. ¿Qué nos habría parecido Platón en X? ¿Y Cleopatra en Instagram, Simone de Beauvoir en Facebook o Mahatma Gandhi en TikTok? Yo, por suerte, no lo sé. Lo que sí sé es que la historia sería algo distinta. Igual apreciábamos en su modo de estar en el mundo virtual miserias humanas que no hemos llegado a imaginar. En mi caso, no soy muy dada al endiosamiento de las personas. Soy más dada al afecto. Más allá de la admiración por aspectos concretos, no suelo militar en la idealización de los humanos. He ido aprendiendo, lo siento así ahora, a través de los golpes de la propia realidad de las cosas. Creo que todos navegamos por claroscuros existenciales que, en realidad, son los que nos humanizan. Y esta navegación debería llevar adjunta una alta dosis de humildad pues, en un momento determinado, todos y todas podemos llegar a cotas elevadas de penosidad.
Es curioso el grado en el que la virtualidad es una máquina apisonadora que, en su fulgor y arrebato instantáneo, también muestra un escaparate de actitudes que muchas veces impulsan a cerrar el ordenador, apagar el móvil y echarse al monte, salirse de cualquier mapa conocido, refugiarse en la cueva y mecerse en el bálsamo curativo que es el silencio y la soledad. Abandonar el ruido. Ser, quizás, un poco mejores.
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