Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.
Que vuelva la cuerpa
Pasó hace unos días en el metro de Madrid. En uno de los últimos trenes antes de que terminara el servicio. La una y media de la madrugada. Cuatro personas viajan en el tercer vagón con la mirada sobre sus pantallas. Una señora comienza a convulsionar, primero de manera casi imperceptible, después cada vez más fuerte. Mira a los lados para pedir ayuda. Casi no puede respirar. Nadie la escucha. Se agobia. Si pudiera, gritaría. Apenas inhala aire. Lo intenta. Otra vez. Una vez más.
Muere.
En su vagón, otros cuatro cadáveres sedentes con cara iluminada.
Una escena así podría haber sucedido en el metro de cualquier gran ciudad. Quizá haya parecido sensacionalista presentarlo como real, pero la verdad es que tengo miedo a que cualquier día suceda de verdad. Quién sabe si no ha pasado ya.
Caminamos por la calle, el supermercado, el centro de salud o el tren con la vista puesta en seis por diez centímetros. Vamos arrasando. En los últimos días un par de personas han estado a punto de chocarse conmigo. Llevamos la vista baja y la espalda encorvada. Las mentes divagan por cualquier sitio del planeta y se alejan del lugar en el que se encuentran.
Vivimos de cuerpo presente.
Los aparatos cada vez más sofisticados se han colado en nuestras vidas sin que nos hayamos dado cuenta. Y se han quedado. Unos artilugios que nacen, teóricamente, para facilitarnos la vida pero que en nuestra cotidianeidad nos alejan de las demás. No voy a negar que la tecnología es útil y permite una comunicación fluida y más o menos constante entre quienes viven con distancia de por medio. Entiendo y comparto este beneficio. Pero si es evidente que nos acerca a las lejanas también lo es que nos separa de las cercanas. Los medios de transporte se han convertido en un desfile de zombies con los ojos ensangrentados que solo están pendientes de su propia supervivencia. Me parece catastrófico haber presenciado las contestaciones de una chica relativamente joven a otra mujer (deduzco que su madre) cuando esta última le preguntaba que qué tal estaba. La zombie, sin levantar la vista de su móvil, soltó mecánicamente un “bien”. La supuesta madre se acercaba y le preguntaba qué miraba y la joven le decía “¡Nada, nada!” en un tono bastante despectivo. A muy poquito estuve de levantarme y estamparle mi libro en la oreja.
Asumo que toda generalización es un error. Supongo que todo esto que cuento también tiene que ver con la urbe, las prisas y la falta de tiempo para dedicarle a las demás. En un entorno masificado como Madrid, donde los espacios adquieren la consistencia de jaulas de agapornis, apelar a los cuidados, la atención y la amabilidad puede parecer demasiado utópico. Sobre todo si en los 25 minutos del viaje en metro quieres mirar Facebook, Instagram, las noticias, devolver cuatro llamadas de trabajo y contestar tres correos mientras escuchas en Spotify tus novedades de la semana. Eficiencia en vena. Extraer el mayor provecho de cada segundo.
Esto es, en realidad, uno de los principales peligros: que una tecnología que tendría que mejorar para estar al servicio de las personas y hacernos la vida más sencilla es, en realidad, un yugo que nos esclaviza con un estilo hipster. Los horarios flexibles que nos permite el teletrabajo se convierte en una disponibilidad 24 horas. El colegueo infiltrado de whatsapp lleva a que tu jefe se permita escribirte un sábado por la tarde. Porque sí. Porque él lo vale y, aunque el asunto no sea urgente si te contacta en fin de semana tú asumes que lo es. Y no vas a dejar el correo sin mirar. Tampoco sin contestar. Total, no te cuesta nada. Las benditas TIC, siempre a la última, generan tics. Y TOCs. El aumento de la competitividad y la productividad no iba a venir solo. Vendría con consecuencias. Consecuencias para las de siempre, claro. Porque más competitividad quiere decir también manejar más información, más números. Y, por supuesto, más sobrecarga mental. Y cuando el trabajo absorbe, lo personal se queda a un lado. El tiempo del día, de la semana, es demasiado finito como para convertirnos en personas-oficina.
No obstante, más allá de las complejas relaciones con el trabajo que está provocando el uso desenfrenado de las nuevas tecnologías, uno de los puntos que me parece más preocupante es el de la amnesia colectiva. Vivimos permanentemente encharcadas de información, mucha de ella bastante insustancial, que nos llega a través de redes sociales. Un manantial incesante de datos. Nuestro cerebro no puede digerir permanentemente tanta información, tan rápida y con tantos destellos. Por eso la olvida; necesita eliminar datos para dejar paso a otros. Pero olvida también lo importante. Porque en un océano de fotos, letras y vídeos, la selección se vuelve cada vez más difícil. Vivimos en una cultura de la imagen que lo engulle todo, que no deja tiempo para la generación de conciencia ni para el pensamiento crítico. No tenemos minutos para pensar ni para crear recuerdos. Y los recuerdos tienen la hermosa capacidad de hacer pasar de nuevo las cosas por el corazón (re-cordis).
Sin la construcción de conciencia resulta difícil construir vínculos. Los vínculos actuales son delgados, indelebles. No tenemos 400 amigas en Facebook sino 400 contactos. Pero la palabra amistad suena mejor. Y hasta nos la creemos. Porque a esas personas les gusta, les encanta mi vida, comentan mis fotos y comparten mis estados. En definitiva, les entretengo, ellas me entretienen a mí y el tiempo sigue diluyéndose. Contacto en línea.
El ritmo agotador de las ciudades nos destruye. Y es lógico que las múltiples posibilidades de la pantalla nos tienten. Estamos cansadas. Pero es necesario salir de la pantalla y poner el cuerpo. En la calle, en las concentraciones, en los cursos presenciales, en el teatro, en el cine. La vida es carne, es cuerpo en movimiento. El somnífero virtual es fuerte, pero estamos a tiempo de llegar con nuestra poderosa presencia a cualquier parte. Y, sobre todo, el reto es encontrar estrategias para alzar el pie del acelerador, para levantar la vista de las minúsculas pantallas y observar plantas, árboles. Naturaleza. Esa que nos recuerda que nuestro ritmo es otro, que la vida es pausada, que las semillas necesitan tiempo para germinar, para crecer. Que recuperar nuestro vínculo con el entorno y potenciar lo sensorial es la vía para generar recuerdos. Pero recuerdos tangibles, masticables.
Porque estamos perdiendo el contacto con lo real mientras le damos cobertura a las máquinas. Porque ya ni siquiera tocamos los tomates y preferimos que nos lleguen protegiditos. O mejor, mezclados con otras sustancias que calentemos directamente en el microondas al entrar en casa. Pero aunque estemos con millones de quehaceres repartidos entre trabajo y cuidados, comprar un trozo de plástico relleno de lasaña no alimenta. Solo conduce a destruir de forma lenta nuestro cuerpo.
Al distanciarnos de la tierra, lo hacemos también de lo artesanal. Y de las manos. La tecnología está dejando paso a un mundo profiláctico. Un mundo donde reina la imagen, lo rápido, lo reemplazable. Y nos distancia de las plantas, los animales, el agua, las montañas. El viento reparador.
Nos distancia de la vida. Ella, incomparable. Ella, que fluye pausada y sin prisas.
El cuerpo. Lo natural. O el cuerpo de la naturaleza. La cuerpa. Que vuelva.
Sobre este blog
Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.
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