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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

Vienen tiempos oscuros y no todos quedarán decepcionados

Pedro Sánchez conversa con Ana Pastor durante el pleno del Congreso.

Iñigo Sáenz de Ugarte

La política española es una montaña rusa, dijo Aitor Esteban. Ahí, el portavoz del PNV en el Congreso sonó demasiado optimista. Su discurso pragmático y posibilista –rasgos que suelen ser habituales en la política institucional– tiene poca tracción en la situación actual. Más parece una pendiente que se prolonga hacia abajo. Al fondo, está el precipicio de profundidad desconocida. Hacia allí se dirige la política española al galope y ya no parece que haya nadie que tenga poder suficiente para frenar la caída.

Pedro Sánchez utilizó el debate sobre la situación de Catalunya y el Brexit para decir adiós a los nacionalistas catalanes. De alguna manera, la legislatura ha tocado a su fin y parece difícil que se pueda prolongar más allá de unos pocos meses. Por aquello de que es conveniente votar con buen tiempo –en especial, si tienes dudas sobre la fidelidad de tus votantes–, la primavera será la fecha más propicia para volver a las urnas.

El presidente llegó a Moncloa gracias entre otros al voto de los diputados de ERC y PDeCAT en la moción de censura. En el debate, les dejó claro lo que piensa de ellos. El presidente de la Generalitat, Quim Torra, se lo había puesto fácil con sus declaraciones de los últimos días. El comodín de los Balcanes sólo podía estallar en las manos de aquellos que lo utilizaran: “Reivindicar, como reivindica el independentismo catalán, la vía kosovar, la vía eslovena, denota un desconocimiento de la historia, una manipulación inaceptable y la desesperación de quien ya no tiene un argumento más que la mentira”, dijo Sánchez.

“El independentismo es un proyecto que va contra la historia”, dijo después el presidente, que comparó el mensaje de los nacionalistas catalanes con las mentiras utilizadas por los tories británicos para conseguir la victoria en el referéndum del Brexit.

El divorcio resultaba evidente para quien quisiera escuchar. Aun así, Pablo Casado y Albert Rivera endosaron los discursos que traían preparados.

Sánchez se olvidó de la recepción que tendrá el Consejo de Ministros cuando celebre el día 21 su reunión en Barcelona. Estaba pensando más en las próximas e inminentes elecciones, cuya precampaña ha empezado ya de forma oficiosa. Será larga como una travesía por el desierto.

La intervención posterior del portavoz de ERC, Joan Tardà, tuvo un cierto aire de desesperación por la oportunidad perdida. No se molestó en conceder el más mínimo apoyo a Quim Torra, pero tampoco hubo propuestas concretas para solucionar la relación entre el Gobierno central y la Generalitat. Quizá porque a estas alturas no hay nada que pueda superar el abismo que hay entre ambos.

Tardà presentó el juicio a los dirigentes del procés encarcelados como una catástrofe que se cierne sobre todos: “Este juicio será un nuevo desastre nacional, como el de Cuba y el de Annual”. Alegó que su grupo mantiene la mano tendida, “a pesar de lo que ha dicho hoy aquí”. No parecía muy convencido. Sí acabó su discurso con un leve atisbo de esperanza. “Todavía estamos a tiempo”, dijo, remarcando que elegía esa frase con toda la intención.

Sólo unos momentos antes había dicho que “por desgracia nos van a abocar a la desobediencia”. Eso no sonó nada optimista.

Pablo Casado dio el mismo discurso que le ha caracterizado desde que se convirtió en líder del PP. Leña, leña y leña. 155 para todo. Sánchez es rehén de los que quieren romper España. Los ataques con pintura amarilla en Catalunya y la presión contra los catalanes no independentistas son similares a los que “hacían los nazis en los años 30”. Repasó las medidas que reclama su partido para responder a la ofensiva de los nacionalistas: casi todas pasan por meter más gente en la cárcel.

Casado denunció lo que denomina el “apaciguamiento” de Sánchez, descrito como el nuevo Neville Chamberlain. Le faltó plantearle la opción entre “el deshonor y la guerra”, porque él ya sólo contempla la alternativa de la guerra.

La cuestión de la identidad nacional, la de España y Catalunya, dominará el debate político y su traducción en los medios de comunicación. Fuera de ella, hará mucho frío. Pablo Iglesias intentó desplegar otra bandera, la de aquellos ciudadanos que “necesitan el patriotismo de llegar a fin de mes”.

El líder de Podemos reclamó diálogo, negociación, cabeza fría y no dejarse arrastrar por tuits enfurecidos. Incluso recordó el tuit de Gabriel Rufián de las “155 monedas de plata” que fue decisivo para crear una marea de furia con la que impedir que Puigdemont convocara elecciones autonómicas como forma de respetar las reglas del juego político.

Hasta ahora, Iglesias no ha tenido mucho éxito en el intento de tender puentes entre socialistas e independentistas, por ejemplo para negociar unos presupuestos muertos antes de nacer. En la política española, los puentes son tan frágiles como los puentes de cuerdas que aparecen en las películas de aventuras al estilo de las de Indiana Jones. Los que se afanan en ponerlos en pie descubren muy rápido que hay alguien en un extremo intentando cortarlos a hachazos. A veces en los dos lados.

“Vienen tiempos oscuros”, dijo Aitor Esteban. Esa sí es una descripción que se ajusta bastante bien a lo que se viene encima. Habrá deshonor y guerra para todos, y algunos partidos se beneficiarán de ello.

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