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¿Quién ha difundido mi vídeo sexual? Las investigaciones policiales para seguir el rastro sinuoso de las imágenes virales

Un joven consulta su teléfono móvil.

Alberto Ortiz

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Loreto vio a principios de 2017 cómo todo su entorno, su pareja, su exmujer y algunos compañeros de trabajo recibían imágenes íntimas suyas que le había enviado hacía unos meses a un amigo con el que mantuvo relaciones sexuales durante un tiempo. Para extorsionarla, esta persona envió por Whatsapp varias fotos a decenas de personas del pueblo donde vivían y el rastro de las imágenes se pudo perder de forma indefinida en internet. El acusado recibió una condena de siete meses de prisión por un delito de revelación de secretos.

Situaciones así proliferan en los archivos de los tribunales y algunas acaban tomando relevancia pública, como ha ocurrido recientemente con el actor Santi Millán. Los jueces españoles dictaron 57 condenas por revelación de secretos a través de las tecnologías de información en 2018, 89 en 2019 y 91 en 2020, según la Memoria de la Fiscalía General del Estado.

En el caso de Loreto, debido a que el acusado la amenazó previamente con difundir las imágenes y conocía de dónde provenían originalmente, localizarlo fue fácil, pero en otras ocasiones el proceso para rastrear el origen inicial de un vídeo reenviado miles de veces por Whatsapp u otras plataformas es mucho más complejo. La Guardia Civil dispone de unidades formadas por un lado de agentes de investigación tecnológica y por otro de equipos especializados en mujeres y menores para desarrollar este tipo de pesquisas. 

“Lo más habitual es que la persona perjudicada acuda a nosotros para denunciar y, a partir de ahí, comenzamos la investigación”, explica Daniel Moreno, responsable del Equipo Mujer-Menor (Emume) de la Guardia Civil. “En cada comandancia hay especialistas en el tema tecnológico, por la complejidad técnica, y especialistas en el trato con las víctimas, porque pueden ser víctimas sensibles y necesitar apoyo especial. En algunos casos, la misma persona puede realizar toda la investigación y a veces se necesitan más personas”, añade. 

Lo primero que los agentes piden a las víctimas es un detalle exhaustivo de toda la información que puedan tener acerca del vídeo, del sospechoso, si lo conocen, o de quien creen que puede haberlo difundido inicialmente: “Qué ha difundido, a quién, a través de qué cuenta, de qué red social o plataforma, todos los datos que pueda aportar”. 

A continuación, los equipos técnicos comienzan un rastreo de la IP del autor para ubicar desde dónde subió el contenido y solicitan a los proveedores de servicios (plataformas como Google, Facebook, Apple…) información más precisa sobre el usuario. Cuantas más veces se ha reenviado el contenido, más difícil es de localizar porque se pierden los metadatos y eso impide, por ejemplo, geolocalizar al emisor original. El proceso es más complicado aún con plataformas como Telegram, que está alojada en Rusia y solo facilita información para asuntos de terrorismo. 

Moreno apunta que el perfil más habitual que se encuentran en las comandancias es el de adolescentes que mantienen relaciones y se graban de forma consentida. “Generalmente las imágenes han sido obtenidos de una manera voluntaria, consentida. El problema es que luego o bien porque la pareja rompe o por otro motivo una de las personas decide difundirlo, esta vez sí, sin conocimiento”, expone este agente, que cuenta que en la mayoría de las ocasiones la víctima no se entera de que el vídeo está circulando hasta que le llega por una tercera persona. 

En la inmensa mayoría de los casos, además, la víctima es una mujer. La Guardia Civil ha puesto en marcha un programa de sensibilización y prevención con charlas en centros escolares. Allí, además de impartir charlas sobre qué se puede hacer y qué no y cómo denunciar, los agentes han comenzado a recibir denuncias de adolescentes que se acercan a contarles situaciones de este tipo.

La investigación a partir de la denuncia tiene una parte muy técnica y otra de acercamiento personal una vez que el terminal desde el que se enviaron los vídeos está más o menos claro. “Al tratarse muchas veces de adolescentes, cuando localizas a la persona no te coincide con el perfil que tienes, porque quizás está a nombre del padre o de la madre. Hay una labor final de verificación, antes de la detección”, completa. 

El mal llamado porn revenge

En 2017, un exnovio enfurecido subió al sitio web 'pasion.com' fotos y vídeos sexuales que guardaba en el móvil de su anterior pareja. En el post, indicó el número de teléfono de la víctima y publicó una oferta de servicios sexuales con una tarifa mínima. Un juzgado de Cádiz lo condenó el año pasado por estos hechos a nueve meses de prisión y le impuso durante dos años una orden de alejamiento a al menos 300 metros y la prohibición de comunicarse con la víctima.

Este tipo de actos son mal calificados como porn revenge o venganza pornográfica. “Es lo mismo, un delito de revelación de secretos, pero al tratarse de páginas con connotación sexual agravaría un poco la situación”, dice Moreno, que comenta además que las maniobras técnicas en este caso son algo más complicadas. “Se intenta bien localizando la IP de subida o con otros medios de investigación tecnológica, geolocalización, para descubrir desde dónde se ha subido ese anuncio, etcétera. Pero claro, estos proveedores no colaboran de la misma manera, están en un limbo legal”, explica. 

Todas estas conductas están reguladas por el artículo 197.7 del Código Penal, introducido en la reforma de 2015: “Será castigado con una pena de prisión de tres meses a un año o multa de seis a doce meses el que, sin autorización de la persona afectada, difunda, revele o ceda a terceros imágenes o grabaciones audiovisuales de aquélla que hubiera obtenido con su anuencia en un domicilio o en cualquier otro lugar fuera del alcance de la mirada de terceros, cuando la divulgación menoscabe gravemente la intimidad personal de esa persona”. Esta regulación deja abierta la puerta a que la condena recaiga también sobre las personas que reciben el vídeo y lo vuelven a enviar a terceros. 

El texto de la ley recoge además agravantes en el caso de que la difusión la haya realizado una pareja o una expareja: “La pena se impondrá en su mitad superior cuando los hechos hubieran sido cometidos por el cónyuge o por una persona que esté o haya estado unida a él por análoga relación de afectividad, aun sin convivencia, la víctima fuera menor de edad o una persona con discapacidad necesitada de especial protección, o los hechos se hubieran cometido con una finalidad lucrativa”. 

Difícil rastreo

En la mayoría de las sentencias consultadas por este diario por delitos similares, la difusión de las imágenes no era masiva y por lo tanto fue más fácil de identificar al autor. Como explica la Guardia Civil, cuanto más circulan las imágenes, más complicado es rastrear el origen, como ocurrió con la trabajadora de Iveco que se suicidó tras difundirse en su empresa un vídeo sexual suyo. La mujer, de 30 años, se quitó la vida tras varios ataques de ansiedad en su trabajo al descubrir que un vídeo suyo de hacía cinco años circulaba de forma masiva entre sus compañeros de trabajo y que incluso había llegado hasta su marido. 

En aquel momento, la Fiscalía inició una investigación a través de la sala de delitos informáticos y pidió a la Policía Nacional que emprendiese las pesquisas pertinentes. Entre otras cosas, los agentes analizaron el vídeo y sus metadatos y tomaron declaración a un exnovio de la víctima que se entregó voluntariamente y finalmente quedó en libertad sin cargos. La jueza decidió archivar la causa en enero de 2020 por “falta de autor conocido” en el caso del delito de revelación de secretos y porque no había denuncia en el delito de trato degradante. La investigación no pudo acreditar cuántas personas llegaron a ver el vídeo ni llegar hasta el origen de la difusión. 

No obstante, cuando se consigue saber quién es el autor de estos hechos, los jueces suelen cargar duramente contra estas conductas. En el caso del amigo de Loreto que difundió sus vídeos sexuales en su entorno familiar y de trabajo, los magistrados de la Audiencia Provincial de Gipuzkoa entendieron que la pena de prisión estaba plenamente justificada porque reveló imágenes que “apelan a uno de los ámbitos de la intimidad personal de mayor significación y trascendencia”; porque “traicionó profundamente la confianza que la misma había depositado en su persona” y porque las difundió a una pluralidad de personas “con una importancia particularmente significativa en la vida de Loreto”. 

Los jueces insistieron además en que los hechos delictivos fueron dirigidos “a minar la autoestima, pero también la imagen personal, laboral y social” de la víctima y fueron realizados en este caso en un pueblo muy pequeño “por lo que el daño reputacional para su imagen social fue (...) muy relevante”.

Las condenas por estos delitos, además, han ido aumentando ligeramente en los últimos años. Según la memoria anual de la Fiscalía, en 2018 se abrieron 400 procedimientos judiciales por delitos de revelación de secretos en las TIC (tecnologías de información y comunicación) y hubo 57 condenas; mientras que un año después estas incoaciones ascendían a 596 y las condenas, a 89. En 2020, el último año del que hay datos, los procedimientos se elevaron hasta 688 y los jueces emitieron 91 sentencias condenatorias. 

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