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LIBROS

Felipe González, el hombre que cambió a España sin poder impedir que la política le cambiara a él

González apunta con una cámara a los periodistas en Ribadeo en la campaña de 1982.

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Las elecciones de 1977 confirmaron las previsiones que se habían hecho Felipe González y Alfonso Guerra, pero no todas. El PSOE sería la gran fuerza de la izquierda muy por encima del PCE, a pesar de que los comunistas habían monopolizado décadas de lucha antifranquista. Sin embargo, los socialistas se quedaron con 118 escaños, lejos de los 165 de la UCD de Adolfo Suárez. González se tomó un tiempo para reflexionar, porque ya entonces estaba pensando en retirarse de la política. Viajó a Panamá, donde conoció a uno de los personajes legendarios de la política latinoamericana de esa época, Omar Torrijos, que se había hecho con el poder con un golpe de Estado en 1968.

Torrijos era un dictador algo ambivalente. Sus ideas progresistas no le impedían tener claro que el país prosperaría al ritmo que él marcara, y ni un paso más. Alguien acostumbrado a dar lecciones. Le dio una a González: “Te voy a decir una cosa que no deberías olvidar: no te aflijas jamás. Si te afliges, te aflojan. Que no te vean débil, no dudes, no tiembles. En cuanto te noten el miedo, estás perdido. Recuérdalo, Felipe: si te afliges, te aflojan”.

Es un diálogo reconstruido por el periodista Sergio del Molino en su libro 'Un tal González', un intento de presentar al expresidente del Gobierno como el hombre providencial que hizo posible la modernización de España tras décadas de dictadura y de una Transición preñada de momentos dramáticos. El consejo de Torrijos encaja con la trayectoria posterior del hombre que en ese momento contaba con solo 35 años.

Hizo lo posible para que nadie le viera débil o acorralado. El ejercicio del poder lo exigía y le concedía esa coraza. Por dentro, era otra historia. Fueron varias las ocasiones en que estuvo tentado de dejarlo todo para luego cambiar de opinión o dejar que fueran otros los que le convencieran de que era imprescindible. Tuvieron bastante éxito, porque fue presidente del Gobierno durante catorce años y líder del PSOE durante veintitrés. Si era una admisión de su vulnerabilidad, de que quería otra vida, o solo una ficción alimentada por las exigencias del ego es algo que solo sabe él.

'Un tal González' es lo que podríamos llamar una hagiografía inteligente en la que los puntos oscuros del personaje no son obviados, aunque sí contextualizados para que hagan el menor daño posible. Aun así, los elogios no son invenciones producto de una atracción irresistible. Negar la relevancia en la política española del abogado laboralista nacido en Sevilla en 1942 es tan absurdo como inútil.

Es legítimo preguntarse si el regreso de España a la democracia hubiera sido diferente con otra persona al mando, pero sería otro PSOE y otro Felipe González, y puede que otra España. El primer paso para analizar la realidad es conocerla.

El autor ha defendido que el libro no es un ensayo ni una biografía. Sostiene que se trata de una novela alimentada por hechos reales, quizá para contar con más libertad al poner en página diálogos que es posible que no fueran literales, pero sí veraces. No es algo que dañe al libro, pero resulta extraño. Se trata de una crónica periodística muy enraizada en la realidad en la que Del Molino utiliza la primera persona con mesura. Llamarlo novela resulta un poco extravagante.

El ánimo reivindicativo de Del Molino al defender los años de Gobierno de González es evidente. Cree incluso que impugnar el valor de esa tarea política es un síntoma de frivolidad, una forma fallida de situarse en una eterna adolescencia que busca conseguir lo que no era posible en la España de esos años.

Que España funcione, dijo González cuando todos le llamaban Felipe y un periodista quería saber en qué consistía el eslogan socialista 'Por el cambio' de 1982. No sonaba espectacular. Ni el eslogan ni la respuesta. Lo cierto es que no era irrelevante, porque no había Estado en ese momento que sirviera para construir una democracia o el que había no servía más que para ir tirando, no para defender los derechos sociales de la gente. Solo en una revolución se empieza desde cero, y no hubo revolución ni eso que se llamó ruptura.

Por eso, una parte importante de la izquierda llegó años después a la conclusión de que el desenlace no había sido nada satisfactorio para sus ideas. Es una crítica que irrita al autor del libro y a otros muchos, pero que es inevitable una vez que pasaron las décadas en que políticos y medios de comunicación dibujaron e impusieron una versión idealizada de la Transición que con el tiempo –y aquí hay que incluir la conducta del rey Juan Carlos– ha quedado cuestionada.

González prefirió construir un Estado en el que hubiera una sanidad y educación públicas, en que los derechos sociales y la vida cotidiana se acercaran a los existentes en Europa occidental. Un país del que sus ciudadanos no estuvieran avergonzados.

“El candidato clavó el mensaje que querían oír unos españoles hartos de que nada funcionase, acomplejados por un atraso endémico y desencantados con una democracia que no terminaba de notarse en la vida cotidiana”, escribe Del Molino. Ya se empezaba a hablar del desencanto. La recuperación económica a lo largo de los ochenta sirvió para conjurar una parte de ese sentimiento. Un sistema democrático se ve irremisiblemente dañado cuando su legitimidad económica es discutible o inexistente.

El pragmatismo es una de las características que más se destaca sobre González. El giro sobre la OTAN es un ejemplo recurrente. La influencia de la idea que le había contado Deng Xiapoing –“gato blanco o gato negro, da igual; lo importante es que cace ratones”–, también. Sus ministros de 1982 han recordado que el primer Gobierno estaba obligado a “gestionar las contradicciones” que procedían del contraste entre las promesas hechas para llegar al poder y la realidad. En ese dilema, es frecuente que la realidad salga ganando.

Algunos que trabajaron con él limitan el alcance de ese pragmatismo. “Siempre ha sido inflexible en la estrategia, en los objetivos a medio y largo plazo. Nunca le he visto hacer la menor concesión, ni dentro del Gobierno ni fuera”, ha dicho Ignacio Varela, autor del libro 'Por el cambio, 1972-1982: Cómo Felipe González refundó el PSOE y lo llevó al poder' y subdirector del gabinete de Presidencia en Moncloa durante once años.

Del Molino destaca las frases con las que el líder del PSOE anunció en 1997 el fin de su carrera política. “La clave consistió en no vindicar el pasado, en concentrar los esfuerzos en reivindicar el futuro. Consistió en no quedar atrapados, una vez más, en el laberinto de una historia que no hicimos bien en el siglo XIX y una buena parte del XX”, rememoró González ante un público estupefacto al conocer la noticia de su retirada.

No ser rehén del pasado es una idea que tiene múltiples ventajas. Ignorarlo, no tanto. Esto último es lo que hizo posible que la estatua ecuestre de Franco no fuera retirada de la zona de Nuevos Ministerios en Madrid hasta 2005. El concepto de memoria histórica era ajeno a la idea de España que tenía González, al menos en lo que se refiere a las responsabilidades del Gobierno. Como podía poner en peligro otras cosas, no había ningún problema en dejar que el tiempo fuera curando esa herida, algo que casi nunca suele ocurrir.

El progreso económico tuvo un reverso tétrico que fue el de la corrupción. Los escándalos se sucedieron como si afloraran las ratas que habían engordado en el interior del barco ante la ausencia de controles por parte de sus capitanes. Algunos de esos ladrones (Luis Roldán o Mariano Rubio) eran gente a la que González había concedido la máxima confianza. Él los puso ahí y él los defendió hasta que los hechos le dejaron en evidencia.

“Ante tal bombardeo –escribe Del Molino– el presidente callaba o decía que no sabía nada y que era el primer sorprendido. No le constaban los robos. Le desconcertaba mucho que hubiese tanto golfo suelto. Lo atribuyó al fatalismo del poder, que se había hecho demasiado grande y disperso para controlarlo”.

Ni siquiera apeló al fatalismo para responder a las condenas por el caso de los GAL. Con un agravante. Cuando José Barrionuevo y Rafael Vera tuvieron que ingresar en prisión por su responsabilidad en el secuestro de Segundo Marey, una de las acciones del grupo terrorista creado dentro del Estado, González acudió a despedirles a las puertas de la cárcel de Guadalajara como si fueran héroes. Junto a toda la dirección del PSOE.

Habían sido condenados a diez años por el Tribunal Supremo por los delitos de secuestro y malversación de caudales públicos. Solo pasaron tres meses entre rejas gracias a un indulto parcial concedido por el Gobierno de José María Aznar.

Sergio del Molino escribe que ese gesto “ha dañado de forma incurable su herencia”. Es lo malo de los políticos que cambian la historia de su país. La historia también termina cambiándoles a ellos. Es algo que no puede negar ni el autor de un libro tan elogioso sobre la figura de González.

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