Los partidos en España. ¿De la clandestinidad al cártel?
- El colectivo Politikon, especializado en ciencias sociales, acaba de publicar el libro La urna rota (Debate), del cual reproducimos un extracto. Sus autores son Jorge Galindo, Kiko Llaneras, Octavio Medina, Jorge San Miguel, Roger Senserrich y Pablo Simón.
El desarrollo de los partidos políticos en cualquier país depende mucho de sus regímenes políticos. Por ejemplo, la larga y estable tradición liberal-democrática de países como el Reino Unido, los Países Bajos o Bélgica les hizo vivir prácticamente todo el ciclo de evolución de las organizaciones.
Otros países más tardíos, como Alemania, o más inestables, como Francia o Italia, vivieron un desarrollo más irregular, pero también paralelo. Sin embargo, España es un país que destaca por su fracaso a la hora de constituir regímenes homologables a los de la Europa de su época. Solo por citar sucintamente, España en el período comprendido entre 1812 y 1978 tuvo seis constituciones en vigor (y dos no aprobadas), ocho insurrecciones militares (tanto de corte liberal como autoritario), cuatro abdicaciones de monarcas por presiones internas o externas, dos repúblicas (la primera duró un año y la segunda, ocho) y cuatro guerras civiles (las tres carlistas más la civil). De hecho, si se repasan esos 166 años del período, durante 66 hubo una negación taxativa de cualquier forma de representación liberal, en 74 (especialmente durante la Restauración) hubo constitucionalismo oligárquico y en apenas 26 años regímenes democráticos-constitucionales.
Este fracaso histórico de España a la hora de constituir un régimen de libertades ha tenido su traducción en nuestro legado histórico. La violencia política, la manipulación de los resultados o la subversión de las reglas con el objeto de ganar, la corrupción política sistematizada, la polarización ideológica y el extremismo, la tendencia a un multipartidismo atomizado, el personalismo y el clientelismo como relación entre la política y la sociedad o la concentración de poder en el ejecutivo han sido algunas de nuestras históricas señas de identidad.
Los partidos políticos en España, en su forma más genuina, germinaron a finales de la Restauración, especialmente tras el reinado de Alfonso XIII. Fue entonces cuando los partidos de notables republicanos comenzaron a organizarse, la Lliga de Cambó empezó a desempeñar un papel nuclear en Cataluña, el PSOE y la UGT cobraron importancia (siguiendo el modelo de los partidos de masas) e incluso, durante la dictadura de Primo de Rivera, se vio el primer intento de un partido fascista español en la Unión Patriótica.
Durante los convulsos años de la Segunda República aparecieron también nuevos partidos, si bien de corta vida y estructura, y la derecha española se aglutinó en torno a la CEDA, mientras que el PCE ganó espacio durante la Guerra Civil. Aun así, todas estas experiencias quedaron truncadas con la llegada de la dictadura de Franco. Los partidos quedaron prohibidos fuera del Movimiento Nacional y, o bien se disolvieron por la represión a sus miembros, o bien estos se marcharon al exilio. Solo unos pocos, especialmente los comunistas, tuvieron un papel importante desde la oposición clandestina a la dictadura. El resto no aceleraron su refundación hasta las postrimerías del franquismo.
Durante los años de la Transición, entre 1977 y 1982, el pacto entre los franquistas salientes y la oposición entrante requirió la (re)constitución de los partidos políticos. La oposición estaba en la clandestinidad o el exilio y, si bien sus actividades eran cada vez más toleradas, carecían de fuerza orgánica.
Sus redes organizativas eran casi inexistentes. Por su parte, los franquistas reciclados carecían de tradición partidista.
Se trataba más bien de familias y corrientes que, amparadas por el aparato del Estado, fundarían nuevas organizaciones para pilotar el proceso. En ese contexto de incertidumbre surgieron los partidos políticos modernos en España. Eran formaciones principalmente dirigidas por élites, casi sin militantes ni cuadros, sin recursos organizativos y sin tradición histórica de continuidad. No sería hasta mucho más tarde, hasta la estabilización y expansión del sistema de partidos a partir del final de la Transición, cuando los partidos españoles quedarían configurados en sus rasgos básicos. Esto es relevante porque apunta que estas organizaciones aparecieron en España en la fase final del «desarrollo» de los partidos, cuando los partidos de masas habían quedado atrás.
Esta situación explica por qué hubo un interés especial en consolidarlos planteándose como un beneficio tanto para los nuevos políticos, que podían ver cumplidas sus ambiciones, como para el propio sistema, evitando la inestabilidad de regímenes pasados. Aunque lo trataremos más extensamente en otros capítulos, elementos como un sistema de listas cerradas y bloqueadas (para evitar disidencias), una gran discrecionalidad en el control de la administración (para evitar que los técnicos, franquistas en origen, abortasen decisiones) o una importante financiación pública (las cuotas de los militantes eran magras) fueron en esta línea. Tales elementos fueron eficaces a la hora de subvertir algunos de los males históricos de los partidos españoles: fragmentación, polarización o personalismo. En parte gracias a estos mecanismos, el sistema de partidos en España es uno de los más estables de nuestro entorno. Sin embargo, esto no está exento de costes, siendo el más notable la colonización partidista de la vida pública. De hecho, algunos teóricos han planteado que España puede ser un buen ejemplo de la cartelización del sistema de partidos, una fase que va un paso más allá de los partidos clásicos.
Según el modelo de cartelización, los partidos tienen una relación con el Estado basada en el control de puestos de gobierno. Su finalidad no es tanto la implementación de programas como asegurarse de que disponen de más spoils o rentas para repartir entre los suyos. Para ello, los partidos suelen intentar limitar la competición política, restringiendo la entrada de nuevos actores mediante barreras a la entrada a nuevos partidos. Además, la inmensa mayoría de los partidos dependen para su financiación de la aportación del Estado.
Dado su acceso privilegiado a las instituciones, los partidos se financian generosamente, primando en particular a los ganadores de las elecciones. El hecho de que en España más del 80 por ciento de la financiación (conocida) de los partidos sea a través de fondos públicos apuntaría en esta dirección.
Así las cosas, los partidos necesitan cada vez menos a los militantes para su sostenimiento, con lo que se acelera su vaciado.
Además, en un mundo de medios de comunicación de masas, marketing y agencias especializadas, los militantes pueden ser reemplazados en el único momento en que pueden ser necesarios, durante la campaña electoral. La distinción entre el militante y el que no lo es pierde importancia para el partido.
En resumen, en su relación con los votantes los partidos cártel son pequeños, ambiciosos, muy profesionales y relativamente cerrados. Estos habrían optado por esta vía en el contexto actual, dado que es la mejor manera de ganar unas elecciones. Campañas caras, profesionales, coherentes (sin cargos intermedios díscolos), concentradas en atraer a los votantes (no hacer felices a las bases) y dirigidas a ganar unas elecciones.
Porque más allá de su relación distante con el electorado, los partidos cártel viven para gobernar. Los cuadros del partido en la oposición aspiran a ser cargos de libre designación una vez llegados al gobierno. El partido es una organización de mando y sus dirigentes aspiran a controlar la administración de un modo u otro. Cuando pierden las elecciones, algunos de sus dirigentes se mantienen en sus puestos, blindados en alguna agencia independiente o cargos de otra administración.
Otros entran en la puerta giratoria con el sector para-público que envuelve a las organizaciones. Ambas rutas, en todo caso, no son más que un descanso temporal hasta que sea hora de volver al poder.
Decir que los partidos en España, a partir del diseño de la Transición, se han «cartelizado» es una aseveración no exenta de problemas. Una identificación de los partidos con el Estado no implica necesariamente una mayor distancia con la base social (como siempre, depende de qué entendamos por esta última). Además, los partidos cártel –es decir, pequeños, cerrados, dependientes del sector público– son moneda corriente en otros países con democracias «consensuales» como los Países Bajos o Austria. Algo que, por cierto, no ha impedido a sus ciudadanos mostrar una mayor satisfacción con sus representantes que la que tenemos en España. Es más, no se ha podido demostrar que estemos ante una colusión en las políticas. Aunque los partidos puedan tender a la moderación, lo cierto es que siguen aplicando políticas diferentes (guiadas por componentes ideológicos) y no (solo) aquellas que les reportan más votos. Y los electores, cada vez más volátiles, someten con frecuencia el presunto cártel a tensión. Por más que el sistema electoral pueda ser restrictivo, que aparezcan nuevos partidos en diferentes lugares y niveles de gobierno es algo que se ha demostrado posible.
Sin embargo, aunque esta idea en su extremo sea poco razonable, sí que hay algunos rasgos de cartelización indeseables que se derivan de una tendencia a fortalecer (en exceso) el rol de los partidos. Por supuesto, esto fue fruto del contexto histórico de los años setenta, pero parece que, como un péndulo, ha oscilado demasiado en una dirección, en particular en la de unos partidos ampliamente intrusivos. Es verdad que muchas de las características de nuestros partidos (como su baja militancia o su profesionalización) son consecuencia del momento histórico de las democracias representativas, con lo que son difícilmente reversibles. Hasta sería discutible si es deseable retornar a los modelos de organización del pasado.
Sin embargo, una particularidad que tienen nuestros partidos respecto a los de nuestro entorno es un liderazgo interno poco competitivo., lo cual merece un tratamiento especial.