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Un día en la Feria de Sevilla, un cuarto de siglo después

Atardecer en la Feria de Sevilla

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Un número: 1.053 casetas. Vienen a ser más o menos los días que estuvo la explanada de albero del Real abandoná, sin la explosión de color que domina en la Feria de Abril. Porque el color no cambia con el tiempo. Algunos tonos dominan más que otros por las modas y los estilos. El color es lo que hace de esta celebración un espectáculo que te cautiva y sumerge cuando vuelves a vivirla como un sevillano 26 años después.

La experiencia desborda los sentidos y necesita un proceso de adaptación pese a que la esencia realmente no cambie mucho. La intensidad y la pasión de la Semana Santa te preparan sin quererlo para el reencuentro emocional, y también físico. “Vamos a arrancar con calma que empieza esto varios días antes y tenemos mucha Feria por delante”, comentaba ya el viernes Víctor.

El pequeño de los Ortega gestiona la cadena de restaurantes Black Iron Burger en Nueva York. Se perdió la 'Madrugá' pero no la final de la Copa del Rey en la Cartuja. Lo primero es coger una silla, sentarse en la puerta de la caseta y empezar a observar con calma para disfrutar del momento. “Esto es único”, proclama el bético con orgullo: “los neoyorquinos son unos principiantes”.

Lo del color puede sonar a cliché por la célebre sevillana de Los del Río. La primera visita al Real es también un reencuentro con los sabores de siempre. Nada de cosas exóticas ni de platos complicados. El menú en la caseta que sirve Rosa sigue el ritual de toda la vida: montaditos, cazón en adobo, tortilla de patatas, ensaladillas, tablas de queso, pinchos morunos, jamón y algún guiso o puchero, acompañado con picos y aceitunas.

“No hace falta más”, comenta rotunda mientras la gente se amontona en la barra. “Lo mejor para el picor del queso y del jamón que te queda en la garganta es el rebujito”. El fino mezclado con refresco de gaseosa es uno de los nuevos clásicos de la Feria de Abril. Y hablando de comida, cayó algún potaje viudo, papas con choco, solomillo al whisky y, por su puesto, garbanzos con espinacas.

"Esto es único", proclama el bético con orgullo: "los neoyorquinos son unos principiantes"

“¿Te parecerá un sueño?”, pregunta Domingo mientras se afana poniendo en orden la caseta antes de entrar en faena. Este año van faltos de personal y comenta que algunas casetas están robando camareros. Rosa añade que con dormir cinco horas le va bien. “Es una semana intensa -dice- pero lo que no se cuenta en los medios es que nos viene muy bien a muchas familias”.

La dinámica de la Feria no cambia. Pero hay cosas nuevas en el reencuentro que el feriante da ya por asumidas. Lo de memorizar la planta del Real de la Feria es cosa del pasado. Ahora Google Maps te resuelve el problema. “El traje de flamenca parece como si hubiera sido diseñado para llevar el móvil”, comenta con una carcajada Ana mientras lo saca de la parte alta del pecho, “donde se solía poner el abanico”.

 “Las fotos quedan siempre preciosas”, añade Alejandra. El drama llega cuando la batería empieza a mermar. Escondido entre los volantes, aparece un bolsillo y saca un cargador con un cable dorado. Es el bien más preciado en toda la Feria. Hablando de tecnología, Rosa sigue apuntando las órdenes de los socios con bolígrafo en cuaderno. “La pantalla se pringa demasiado”, explica.

Una tradición que parecía que quedó casi en el olvido es la mantilla blanca. El domingo las lucían las flamencas durante la exhibición de enganches. “Son bellas”, comenta Victoria, “a la sevillana le gusta estar siempre guapa”. La diseñadora comenta que incluso en algo con tanta solera se pueden hacer variaciones sin que pierda su esencia.

Hablando de innovar con algo clásico, este año el verdadero rey del albero es el mantoncillo. “Eleva aún más la elegancia de la mujer sevillana”, explica Mariló, “realza la personalidad”. Las flamencas más atrevidas se lo colocan a la inversa para lucir bordado, “es muy novedoso y elegante”. Sabe de lo que habla. Tiene nueve en el armario.

La Feria de Sevilla no está completa sin que caiga un buen chaparrón y las carreras por el albero buscando cobijo. La excusa perfecta para darle otra vez al jamón y al rebujito, si es que hace falta. “Solo hay que dejarse llevar”, comenta Teresa, que hace de anfitriona en su caseta en Curro Romero: “aquí no hay plan. Se hace sobre la marcha”.

Lo que sí que tiene muy medido es cómo llegar al Real y volverse a casa. “El autobús es lo más práctico”, dice, “aunque depende de la hora”. Curro prefiere ir en su propia moto, aunque se tiene que contener con el fino. Carlos también, aunque tira de una aplicación para encontrar una eléctrica. “A veces se atasca”, señala, “cosas de la era digital”. Si no, patinete o bici compartida.

Lo que no va a cambiar el móvil ni el patinete es la estampa del chaval que cruza el puente de San Bernardo al amanecer y echa la chaqueta por los hombros de su chica para protegerla del relente, mientras la ciudad trata como puede de retomar el ritmo normal. Es unas de las muchas imágenes de un día en la Feria que superan los clichés que se pueden tener fuera de Sevilla.

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