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Día 1 tras el anuncio del Gobierno: rosas sobre la tumba del dictador y debate en el Valle de los Caídos

Una turista fotografía la gran cruz del Valle de los caídos

José Precedo

Las dos tumbas amanecieron con flores. Otra jornada más. La del dictador Francisco Franco, con un centro de rosas blancas y rojas y otro ramillete blanco. En la del falangista José Antonio Primo de Rivera, el mismo centro pero con ramillete rojo. Una empleada de Patrimonio Nacional vigila a los turistas para que no hagan fotos de una escena que impacta, la que más, dentro de ese parque temático del franquismo que es el Valle de los Caídos. El cartel de la entrada prohíbe taxativamente tomar imágenes. En el interior del templo el silencio es intermitente, la luz sombría y aunque las normas de entrada recomiendan “decoro en el vestir”, el casting ha sido laxo: en la basílica entran bermudas, pantalones pirata, chanclas, chalecos de esos con mil bolsillos, botas de montaña y hasta viseras.

Más vetadas aún que las fotos están las preguntas el día después del anuncio del Gobierno de seguir el plan aprobado en el Congreso para retirar del monumento los restos del dictador Francisco Franco y de Primo de Rivera. Nadie del personal contratado por Patrimonio Nacional -30 trabajadores en plantilla, según la última información remitida al Congreso de los Diputados- responde a nada que no sean preguntas técnicas sobre la basílica. Los tres que están en la garita donde se cobra nueve euros por la entrada (“salvo profesores y desempleados que no pagan y niños, a cuatro euros) remiten al Palacio Real de Madrid (sede de Patrimonio Nacional, organismo del que depende el Valle de los Caídos). La vigilante junto al altar desvía cualquier cuestión a la guía de la entrada y la guía de la entrada dice que ella está para resolver dudas sobre la arquitectura del templo. Con las dos dependientas del bazar, ni soñarlo: ”No sabemos, no contestamos. Nosotras solo vendemos jarritas y rosarios“.

En realidad, esa especie de zoco acristalado ubicado en la antesala del templo por el que tiene que desfilar todo el mundo, expone mucho más: chocolates, aceites, tazas, figuras del niño Jesús, literatura para debutantes 'Mi primer libro de Oraciones', abanicos, tazas, y hasta caramelos en un bote con el logotipo del Valle de los Caídos. “Qué pesadilla”, se le escapa a una de las empleadas cuando cree que el periodista que anda preguntando ya no le oye. Si de lo que se trataba era de saber cómo vive el personal del Valle de los Caídos la decisión del Gobierno de exhumar los restos del dictador y de Primo de Rivera para retirarles los honores, la respuesta es obvia: allí están cansados de tanta prensa.

Ese equilibrio mantenido a base de silencio institucional y burocracia se rompe cuando una expedición de 20 jubilados de Israel irrumpe en la basílica con cierto estruendo. Al frente está Yudith Guiladi, una mujer de unos cincuenta años con el cartelito de guía colgando del cuello. No chapurrea una palabra en castellano pero se esfuerza por dejar clara en inglés su posición, que, según dice, es la del grupo. “A nosotros no nos gusta Franco. Creo que es mejor que lo saquen de ahí. Él mató a demasiada gente. Yo explico en las visitas que está bien este monumento por los 40.000 soldados, pero ningún honor para Franco. Franco es como Mussolini, como Hitler, como Stalin. Seré feliz de volver aquí cuando él ya no esté”, dice sin bajar la voz en ningún momento. 

Justo delante de la tumba del dictador dos hombres españoles hablan mucho más bajito. Luis es empresario del sector de la hostelería, tiene 38 años, y está maravillado, pero no exactamente por lo que piensa su amigo Pedro, de 64 años, prejubilado de Caja Madrid. “Estoy impresionado por lo que se hizo aquí”. “El hombre no hace daño a nadie”, interrumpe el jubilado. “Mi padre era militar y nos inculcó otras ideas, estoy de acuerdo con la democracia pero no veo que haya que mover todo esto”. “Yo creo también que deberían dejarlo para que se explique la barbaridad que sucedió aquí”, zanja el debate el hostelero. 

Más que nostalgia en la mayor parte de las visitas se adivina curiosidad. Y muy pocas ganas de remover el pasado. Los turistas extranjeros se extrañan más de que exista en pleno siglo XXI un lugar que rinde honores a un dictador cuarenta años después de su muerte. Owain y Alexander, de 22 años, llegados de Gales, se confiesan muy sorprendidos por cómo mezcla en España el poder político, el religioso y una cierta herencia de la dictadura. Owain lo dice en inglés. Alexander se arranca en castellano. 

Ninguno de los dos turistas galeses tiene claro que la solución pase por retirar los restos del dictador. Ambos señalan que es una parte “vergonzosa” de la historia que se debe conocer pero a la vez creen que deberían introducirse en el monumento elementos para la reparación de las víctimas. 

Una enfermera de Phoenix de 41 años que no quiere dar más pistas en el reportaje cuenta a su anfitrión madrileño -Alejandro, 43 años, recepcionista de hotel- que le parece insoportable para las víctimas ver que su verdugo permanece ahí. Alejandro es de los partidarios de mirar hacia adelante. Como José, un policía nacional destinado en Barcelona, que dice ver “otros objetivos” en la decisión del Gobierno. Cuando se le repregunta cuáles, pone cara de que todo el mundo ya lo sabe, sin aclarar a qué se refiere. A su lado, Lidia, trabajadora de las autopistas, le da la razón. 

No todas las parejas que entran al recinto están tan de acuerdo entre ellas. Raúl y Carmen, 42 años, asturianos, andaban por la zona de negocios y decidieron subir a la sierra. Han posado ante la cruz para la foto pero tienen opiniones contrapuestas. “Mejor que el Gobierno se preocupase de otras cosas, que dejen a ese hombre descansar. También hubo reyes que mataron a mucha gente”, protesta él. “Es un genocida, entiendo a las víctimas y me gustaría que no estuviese aquí”, replica tajante Carmen. El conato de discusión no va a mayores. “Opiniones contrapuestas”, zanja ella con una sonrisa.

De la idea de dejar las cosas como están son Antonio, un chófer que espera a su excursión con el autobús encendido, y una señora de León muy indignada: “No tienen que mover nada, que lo dejen ahí, hubo mucho sufrimiento, la memoria histórica ya podían olvidarse de ella”. “Da igual cómo me llame, pon que soy leonesa”, dice apurando el paso sobre el reluciente mármol de la basílica. 

A las cinco de la tarde, pasea medio centenar de turistas entre los relieves de alabastro, el reluciente mármol y los gigantescos paños que reproducen escenas bíblicas. Algunas opiniones son indignas de ser citadas en un reportaje. 

En la cantina, detrás de la barra que sirve bocadillos y menús del día a la terraza ubicada a la sombra del templo, Pilar, camarera de una subcontrata, prefiere mirar por su puesto de trabajo: “Temo que esa decisión del Gobierno pueda influir en el turismo, para mal”.

Según los datos del Ejecutivo, 283.263 turistas visitaron el Valle de los Caídos en 2017, 20.000 más que el año anterior en una tendencia que crece desde 2012. El mantenimiento del complejo cuesta cada año alrededor de 1,8 millones al Estado, que recauda 1,3 millones por la venta de entradas y otras pequeñas cantidades por la concesión de la cafetería. Las pérdidas de dinero público derivadas de este monumento rondan los 500.000 euros por ejercicio. Los presupuestos generales también ha invertido otros dos millones en su conservación desde 2012.

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