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La mascarilla: un año de amor y odio

El uso intensivo de la mascarilla les ha cambiado la vida, para bien o para mal

Elena Cabrera

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Antes de marzo de 2020, las mascarillas no significaban mucho para ellos. La pandemia y el uso masivo, generalizado y obligatorio de ella les ha marcado no solo el año sino el curso de sus vidas. Muchos piensan que han llegado para quedarse, no solo en sus quehaceres cotidianos, sino también en sus profesiones. Algunas de esas profesiones se las tuvieron que inventar en marzo de 2020 para salir adelante.

Desde este sábado 26, la mascarilla ha dejado de ser obligatoria en exteriores pero eso no quiere decir que todos se vayan a quitar la máscara, hay incluso quien se siente más cómodo detrás de ella.

José María Lagarón: “El año más duro de mi vida”

En el día en el que las mascarillas van a dejar de ser obligatorias en exteriores, José María conduce su coche camino de Roma. En el maletero lleva doce cajas con 50 mascarillas cada una. Apenas queda sitio para el equipaje suyo y de su familia, que le acompaña. José María pasará un mes en una universidad de Roma como profesor invitado. Allí les hablará de cómo se pueden usar las nanofibras para la tecnología biomédica o, dicho de otra manera, les mostrará una de las mascarillas del CSIC que lleva en el maletero.

Como investigador del Instituto de Agroquímica y Técnica Alimentaria del CSIC, estuvo al frente del equipo que desarrolló la primera mascarilla compuesta por nanofibras del mercado. El material se usaba para sistemas de filtrado, pero hasta ahora a nadie se le había ocurrido usarlo para las mascarillas. Resultó que la filtración mecánica era mucho más efectiva que la estática que se utiliza generalmente. Cuando China, que fabricaba el 90% de las mascarillas del mundo, dejó de suministrar, Lagarón formó un equipo, pidió financiación y puso a la empresa spin-off que había fundado unos años antes, Bioinicia, a fabricar mascarillas, paralizando el resto de proyectos.

Pasó un mes y medio “cardiaco y febril”, sin acceso a materiales, trabajando noches y fines de semana mientras España estaba confinada. Necesitaban un microscopio electrónico pero las universidades estaban cerradas y al fin encontraron una empresa que se lo podía alquilar. Les faltaban materias primas y la única solución que encontraron fue meterse, una vez más, en un coche y conducir hasta Alemania para traerlas a casa. “Pero sabíamos que estábamos resolviendo un problema y estábamos motivados”, recuerda. Cien personas trabajando sin descanso hasta el mes de agosto, en el que salieron a la venta las famosas mascarillas con el logo del CSIC.

Desde el momento en el que empezó a verlas puestas, desde el personal sanitario a sus familiares, miembros del Gobierno o la familia Real, José María recuerda “la tensión”. “Habíamos hecho un producto del alfa al omega, que no existía antes y, a pesar de que estaban certificadas por organismos externos, si había un error había mucha responsabilidad. Estaba orgulloso de haber podido ayudar pero a la vez muy preocupado porque todo saliera bien, que la calidad fuera óptima y que no hubiese sorpresas de última hora”, recuerda. Miedos infundados, por supuesto. Más bien un poco de pánico escénico. “Ha sido el año más duro de mi vida con diferencia”, admite.

Ya le están copiando, pirateando habría que decir, la mascarilla por ahí. Eso le preocupa pero también le recuerda que han hecho las cosas bien, han marcado una tendencia tecnológica y están fabricando en España. Puede seguir conduciendo tranquilo, rumbo a Italia, como no hacía desde hace dos años.

Clara Timonel: “Pero para qué queréis tanta mascarilla, si no se puede salir de casa”

Asistió a la pandemia con un asiento de primera fila, casi rozando el escenario, tras el mostrador de la farmacia de Salamanca en la que trabaja. De la primavera de 2020 recuerda “la incertidumbre brutal” y haber tenido “mucha paciencia”. Recuerda al público “escéptico e indeciso” con las mascarillas. “Una frase que oí mucho y que me impactaba —recuerda Clara— fue 'Pagaría lo que sea por las mascarillas que tengáis'. No mentíamos, no había ninguna, pero aunque la hubiera. Nosotras decíamos: pero para qué queréis tanta mascarilla, si no se puede salir de casa”. De los primeros días también recuerda la confusión alrededor de la mascarilla: las válvulas sí o no, los filtros, las higiénicas, las homologaciones… se encontró a gente que renegaba de su efectividad y, una parte de su trabajo fue “aprender a informar de forma veraz y breve entre tanto bulo, desinformación y miedo”.

Durante el confinamiento, la farmacia era el lugar más cercano a la inaccesible consulta médica, era confesionario, era lugar de reunión, de alivio, de comunidad. “Contra todo pronóstico, la gente venía mucho a la farmacia, supongo que porque era uno de los pocos pretextos para salir de casa. Algunas personas venían varias veces al día”, dice Clara, que admite que se sabía “nada o muy poco” sobre cómo protegerse. Está claro que una de las consignas era salir de casa lo menos posible, “pero la soledad se hacía insoportable en muchos casos”. Al principio se ponía muy nerviosa cuando entraban a la farmacia clientes con la mascarilla mal puesta —“muchas narices al aire”— pero se forzó a “no juzgar”: “Más allá de recordar amablemente que la mascarilla debe estar bien puesta para ser efectiva, lo único que puedo hacer es asegurarme de que mi propia mascarilla protege en ambas direcciones, está bien colocada, en buen estado y seca”.

A estas alturas, Timonel se muere de ganas de quitarse la FFP2 en el trabajo, de volver “a ver caras”, de poder expresarse gesticulando y que se la oiga bien. “Pero voy a seguir usando la quirúrgica cuando me note acatarrada y espero que eso sea una costumbre que se quede. ¡Ha sido extraño no tener ningún tipo de resfriado ni gripe durante más de un año!”, advierte.

Clara, además de escuchar en la farmacia, escucha en las redes sociales. Una de sus actividades es el club virtual de lecturas femeninas y feministas Casa de Lectoras Indeseables. Escucha y lee. Escucha, lee y escribe. Y observa. “La sensación general es la misma: todo el mundo tiene muchas ganas de quitarse la mascarilla pero se siente protegido por ella. Va a ser interesante observar el comportamiento ahora que hay que ponérsela para entrar en sitios cerrados”.

Pepa del Pozo: “En educación especial lo intentamos con las mascarillas transparentes pero no funcionaron, eran incómodas y se empañaban”

Enseñar en el aula con mascarilla es un reto por sí mismo: proyectar menos la voz, conseguir menos volumen, prescindir de la expresividad con los niños y niñas más pequeños. Para los expertos en audición y lenguaje ha sido aún más complicado. Pepa del Pozo es logopeda en un colegio madrileño de educación especial; el reto es triple. “Ha influido negativamente el tener la boca tapada en la relación con mis alumnos, ya que en la logopedia se trabajan habilidades del lenguaje como la articulación del habla”, explica.

“Al principio nos hicimos con mascarillas transparentes, fue un calvario encontrar las que estaban homologadas, pero al final ninguna funcionó: eran incómodas, se empañaban y tenían poca visibilidad”, recuerda. Para compensar esta carencia utilizaban estrategias “inconscientes”, “como cuando gritas a un extranjero para que te comprenda más”, dice Pepa. También mucha expresión corporal y gesticulación con los ojos. 

Un reto importante surgió sobre la marcha. Para trabajar con alumnos y alumnas con trastorno del espectro autista se utilizan mucho las imágenes y, en particular, imágenes de los profesionales de la educación que les acompañan. “Nos dimos cuenta en alumnos de nueva incorporación este curso que no podíamos trabajar la imagen de los profesionales sin mascarilla porque nos habían conocido con ella y cuando nos la quitábamos a veces no nos reconocían”.

Entre el alumnado de educación especial no es obligatorio el uso de mascarilla, aunque sí es recomendable cuando se pueda. Pepa recuerda que, en un principio, el profesorado tenía algo de miedo al contagio en especial con alumnos con problemas de salivación pero finalmente ha llegado junio y solo han tenido un grupo confinado. “Al final son niños que han tenido mucho menos riesgo de contagio ya que se relacionan menos con otros entornos”, analiza Del Pozo.

“No hemos conseguido sobreponernos a estas dificultades pero nos hemos adaptado, nos hemos acostumbrado. No hemos conseguido mejorarlo en absoluto”, valora la logopeda al echar la vista atrás. Y aunque la mascarilla ha sido su compañera inseparable en el aula, lo que se ha roto es la distancia social, algo imposible de mantener en la educación especial. “La mayoría de mis alumnos necesitan contacto físico, incluso en sus desplazamientos porque no son autónomos, así que hemos usado la mascarilla pero hemos estado muy expuestos, nos hemos dado miles de besos con mascarillas puestas”.

Yolanda Zapata: “Recuerdo madrugadas enteras cosiendo”

Yolanda tiene un perfil curioso: se dedica a la educación y también es diseñadora de moda. Tenía una tienda llamada Infinito al Cubo que tuvo que cerrar, ya que el día no le daba para coser, cuidar de sus dos hijos pequeños y atender en horario comercial. Durante el confinamiento se quedó sin trabajo y sin ingresos. No podía vender nada pero tenía muchísimas telas en casa. En abril de 2020, una excompañera de trabajo fue quien encendió el mecanismo que le salvaría el año. “Estaban confinados y necesitados de mascarillas porque no se encontraban en ningún lado, ni en farmacias, ni entiendas... Le hice una a ella y otra para su hijo, se la envié por correo y allí empezó todo”, recuerda.

A partir de ese día, no paró. Pasó cuatro meses de manera intensiva cosiendo sin parar, incluidas noches y fines de semana. Vendía por Facebook, por el boca-oreja, entre los conocidos y los conocidos de los conocidos. En esas semanas frenéticas hizo alrededor de 500.

Pero tener telas en casa, aunque era una ventaja, no era suficiente. “Me frenaba el no tener suficientes materiales y, sobre todo, quería un diseño atractivo, cómodo y que protegiera lo más posible dentro de las posibilidades que tenía en el momento”, recuerda. Antes de lanzarse, pasó días documentándose sobre cuáles eran los materiales más adecuados, viendo videos, leyendo artículos de virólogos y estudiando los modos de desinfección.

Aunque tenía telas, le faltaban las gomas y los filtros. “Aunque ahora parezca una tontería, por entonces las mercerías y el resto de tiendas estaban cerradas. Ese tipo de productos estaban muy solicitados en la venta online, tanto que los pedidos tardaban semanas en llegar o directamente estaban agotados”, dice.

“Ahora se encuentran mascarillas por todos lados y ya está todo inventado”, recuerda Yolanda. Hace un año, encontrar mascarillas higiénicas reutilizables y con telas de colores era todo un hallazgo. Yolanda enviaba por WhatsApp los estampados y, con la elección hecha, cosía su mascarilla, que se diferenciaba de otras por algunos detalles particulares, como el ser reversibles, el ajuste de las gomas o los competitivos seis euros que cobraba por ellas. “Recuerdo madrugadas enteras cosiendo para llegar a todos los encargos en las fechas establecidas y por la mañana atender la casa y los niños confinados, que todos sabemos cómo fue aquello… No fue una gran ganancia ni me he hecho rica, pero estoy muy contenta con el resultado obtenido”.

Pablo Sarrión: “Mi relación con las mascarillas es de amor-odio”

No se podía imaginar que su primer trabajo fuera tan decisivo. Con 27 años y tan solo unas prácticas al acabar la carrera, un día de principios de octubre de 2020, conducía en coche con un amigo por la carretera de Borriol, en Castellón. Pasaron por delante de una nave industrial y su amigo le dijo que ahí hacían mascarillas, que porqué no echaba un currículum. Pablo Sarrión no tenía ni idea de mascarillas pero sabía sobre salud, virología y biotecnología. Por qué no probar. A finales de mes estaba contratado en Airnatech. Ni se le pasó por la cabeza que acabaría haciendo pruebas con nuevos materiales y supervisando una línea de confección del objeto más odiado y a la vez deseado y a la vez imprescindible de la pandemia. Aquel día por la carretera de Borriol ni mucho menos podía ni llegar a imaginar que la mascarilla en la que él trabajaría, la vería en la cara de los atletas españoles en los juegos olímpicos de 2021 en Tokio.

“Recuerdo mis primeros días como un caos, no sabía nada de mascarillas y me tocó aprender y asimilar mucho en poco tiempo”, dice. Un mes después, ya se veía suelto. El momento mágico de este biotecnólogo llegó cuando decidieron utilizar meltblown, un material aislante altamente eficaz en una mascarilla FFP2. Hicieron pruebas de filtración y vieron que detenía el 99,6% de las partículas. Funcionaba incluso en las higiénicas de tres capas. La respirabilidad también era magnífica. Pablo habla de pascales y centímetros cuadrados con emoción, haciendo que los números cobren vida. Que salven vidas.

Lo siguiente que le preocupó era “la estanqueidad”, que se adaptara bien a cualquier tipo de cara: pequeñas, particulares, XL.... “Empezamos a ver que a muchos niños las mascarillas les quedan grandes y que les sobra por muchos lados”, explica, por lo que se pusieron a trabajar junto al Instituto de Biomecánica de Valencia en una mascarilla higiénica para niños. Cuando vieron que no existían las FFP2 certificadas para niños, hicieron pruebas y están a punto de conseguir la primera.

“Mi relación con las mascarillas es de amor-odio”, confiesa. Amor por todo lo que ha aprendido sobre ellas, porque es su trabajo y le gusta mucho. Odio porque “las mascarillas, aunque parezca algo simple, dan muchos quebraderos de cabeza”, sobre todo cuando quieres “que todo sea perfecto”.

A pesar de la relajación del uso en exteriores, Pablo no se la va a quitar por ahora, salvo para hacer deporte: “no creo que estemos como para quitarlas y relajarnos, lo digo como biotecnólogo y no porque trabaje en esto”, aclara. “Se va a normalizar mucho más el uso, en países como Japón, cuando una persona está resfriada, se pone una mascarilla más que nada por educación, porque si vas a trabajar con gripe la puedes contagiar. Yo creo que han llegado para quedarse”, añade.

Celia Rincón: “Mi frase del año ha sido '¡súbete la mascarilla!'”

Este año ha sido un doctorado para Celia Rincón, profesora de Primaria, en muchos sentidos. Uno, como profesora joven, interina, en un colegio nuevo. Dos, con un grupo de dos niveles, debido a la reducción de las ratios. Y tres, porque hacerse entender con mascarilla no es fácil. “Ha sido complicado en aspectos prácticos como el de proyectar la voz”, explica. “He tenido que hacer un esfuerzo extra para que se me entendiese bien. También he notado que ellos a veces desconectaban y he tenido que echar mano de recursos diferentes para captar su atención”, confiesa Celia.

Pero quizá la gran sorpresa no estaba en cómo ella se adaptaba a las dificultades sino en sus propios alumnos y alumnas: “Me sorprendió la naturalidad con la que incorporaban la mascarilla a su vida. A mí me costó muchísimo más que a ellos”, admite. La profesora, que ejerce en un colegio público de Madrid, explica que una de las frases que más ha repetido este año ha sido “¡súbete la mascarilla!”: “En ocasiones se les olvidaba y se la bajaban para hacerse escuchar o para expresarse mejor, pero lo hemos incorporado dentro de las rutinas del aula teniendo un 'encargado COVIDE' que iba rotando y que se encargaba de recordar a sus compañeras y compañeros las medidas de seguridad”.

Celia piensa que los adultos viven aún “en la era prepandemia” y que en cambio los niños “la han incorporado totalmente en sus conversaciones, al imaginar historias, etc.” y advierte que aunque en el aula hablaban de un momento en el que no haya que usarlas, al término del curso escolar ya se había convertido en algo cotidiano para ellos, como la agenda, la mochila o la merienda del recreo.

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