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Los pueblos creados por Franco a los que la ley obliga a cambiar de nombre

PueblosFranco

Marta Borraz / Néstor Cenizo / Santiago Manchado / Fidel Manjavacas

Madrid / Villafranco del Guadalhorce / Villafranco del Guadiana / Alberche del Caudillo —
31 de octubre de 2022 22:37 h

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Apenas son un puñado de pueblos, no llegan a una decena, pero en sus nombres todavía sigue presente el franquismo. De los siete topónimos, algunos recuerdan directamente a Franco o al “Caudillo” mientras que otros aluden a destacados generales de la represión como Yagüe o Mola. Están repartidos entre Extremadura, Castilla y León, Andalucía y Castilla-La Mancha y el tiempo ha empezado a correr en contra de su nombre tras la entrada en vigor de la Ley de Memoria Democrática.

El asunto recorre las calles y las conversaciones cada cierto tiempo, pero esta vez parece que será la definitiva. El texto de la norma establece que se considerarán elementos contrarios a la memoria las referencias en los topónimos a “la sublevación militar y la dictadura, sus dirigentes y participantes en el sistema represivo”. Y, por tanto, las administraciones públicas deberán retirarlos. Otros pueblos ya lo han ido haciendo desde la recuperación de la democracia, pero estos siete todavía se resisten.

En Alberche del Caudillo, en la provincia de Toledo, resulta igual de complicado encontrar señales de tráfico o carteles que incluyan el topónimo que hace referencia al dictador como a vecinos o vecinas que apuesten por suprimirlo. Aunque se mantiene oficialmente, hace años que el nombre completo se eliminó de estos elementos e incluso un mural cerámico da la bienvenida a su entrada con otro apellido: “Alberche, joven y acogedor”. Es en la plaza Mayor donde sí se puede encontrar una valla con un plano turístico que rescata su nombre original.

A Julián Alfaro, que llegó aquí cuando tan solo tenía nueve años, le da igual si Franco desaparece del topónimo o no. “Ni soy del caudillo, ni del PP ni del PSOE. A mí no me mató a nadie y no guardo rencor, pero el que lo tenga pues tendrá razón”, espeta este hombre menudo, cigarrillo en mano. Alfaro fue uno de los niños colonos que desembarcaron en Alberche del Caudillo en 1957. Su familia fue una de las que llegaron desde 23 localidades del entorno a este lugar fundado en plena dictadura. En total fueron 300 los pueblos creados, los llamados “pueblos de Franco”.

“Fue la mayor intervención urbanística en zonas rurales”, resume el sociólogo Cristóbal Gómez Benito. Tras la Guerra Civil, el franquismo puso en marcha la llamada política de colonización, cuyo “órgano ejecutor” sería el Instituto Nacional de Colonización. El objetivo era “la transformación agraria de la tierra” y su puesta en producción a través fundamentalmente de su reconversión en extensiones de regadío. Para ello, hacía falta mano de obra. Serían los llamados colonos, que se trasladaron a los nuevos pueblos fundados por el régimen con este cometido. Fueron unas 60.000 familias las que hicieron esta migración interior, cuenta Gómez.

Cuatro de aquellos pueblos forman parte del grupo que hoy homenajea al dictador con su nombre. Además de Alberche del Caudillo, están Llanos del Caudillo, en Ciudad Real; Villafranco del Guadiana, en Badajoz; y Villafranco del Guadalhorce, en la provincia de Málaga. A estos hay que sumarles otros tres que no son pueblos de colonización ni llevan al dictador en su nombre, pero sí a generales golpistas: Alcocero de Mola (Burgos), San Leonardo de Yagüe (Soria) y Quintanilla de Onésimo (Valladolid).

El primero pasó a llamarse así en homenaje al general Emilio Mola, cerebro del golpe de Estado franquista que en junio de 1937 murió en un accidente de avión en un cerro cerca del pueblo. Al cambio de nombre le acompañó la construcción de un monumento hoy abandonado. De San Leonardo era el general golpista Juan Yagüe, apodado “el carnicero de Badajoz” por la crueldad con la que aplicó el terror en la provincia extremeña. El pueblo cambió de nombre a su muerte y en 2016, PSOE, PP y Ciudadanos acordaron mantenerlo. El fundador de las JONS, Onésimo Redondo, da nombre a Quintanilla de Onésimo, en Valladolid, por ser el lugar en el que nació.

Un asunto que viene de lejos

En Villafranco del Guadalhorce, el último topónimo en recuerdo del dictador que permanece en Andalucía, hay al menos dos personas que juegan al ratón y al gato desde hace ya varios meses. Aprovechando la noche, alguien emborrona con espray negro la palabra “Franco” del cartel que da la bienvenida a esta pedanía, pero a los pocos días, el letrero recupera su aspecto original.

Más allá de la anécdota, cuesta hallar a alguien que defienda el cambio que les traerá la Ley de Memoria. Hay quienes no se oponen, como Mari Carmen García, pero cree que el problema es otro: “El sentir es que hay muchas deficiencias y dejadez después de muchos años. Este es un pueblo estancado”, asegura. La mayoría resalta que nadie se acuerda del dictador cuando se habla de Villafranco y despojan al nombre de trasfondo político. “¿Vamos a borrar a Franco de los libros? ¿Borramos también a los que se llamen Franco?”, se pregunta Eva Casado señalando que alrededor de una treintena de vecinos llevan este apellido.

Nada de eso aborda la nueva ley, que sí contempla multas de hasta 10.000 euros en caso de que los elementos de exaltación franquista no se retiren. La Secretaría de Estado de Memoria Democrática deberá vigilarlo y, si no acaba llevándose a cabo, podrá incoar el procedimiento subsidiariamente. Lo recuerda el abogado experto en memoria histórica Eduardo Ranz, que lleva años reclamando a estos pueblos que dejen atrás su nombre franquista.

“En su momento la ley de memoria histórica de 2007 no incorporó específicamente los topónimos como elementos a retirar y posteriormente la jurisprudencia avaló que no era de aplicación en este sentido”, recuerda el letrado. Ahora, tras la entrada en vigor de la nueva norma, Ranz ha vuelto a enviar una carta a los ayuntamientos con este fin.

En Villafranco del Guadiana, una pedanía de Badajoz construida en 1958, el cambio de nombre ya no es un drama del calibre de hace años. En 2016, precisamente a instancia del proceso iniciado por Ranz, el Ayuntamiento puso en marcha un expediente, pero los vecinos llegaron a cortar carreteras y a recoger firmas para mantener el nombre del caudillo bajo la amenaza de perder las subvenciones de la Diputación de Badajoz. Hoy, los villafranqueños pensaban que ya era un asunto “superado” y desconocían que ahora está en juego el cumplimiento de la ley.

En una cafetería junto al consistorio desayunan un grupo de amigas, hijas de colonos que llegaron al pueblo cuando fue fundado por el Instituto Nacional de Colonización. “Mis padres se alegrarían mucho si cambiaran el nombre porque no se puede negar que está puesto por quien está puesto”, dice Rosa. Pero su hermana, que vive en Suiza y está pasando unos días en la localidad, no está de acuerdo: “Yo nunca he pensando que el pueblo se llamara así por ese señor”. Se une a la conversación Francisco Manuel, que regenta el estanco local, y al que le parece que la nueva norma “crea un problema donde no lo hay”.

En el plano político, el delegado de Villafranco del Guadiana (PP) no ha respondido a las preguntas de elDiario.es, tampoco Antonia Ledesma, alcaldesa popular de Villafranco del Guadalhorce, ni la actual regidora de Alberche del Caudillo, Ana Rivelles, también del Partido Popular y que llegó a ser premiada por la Fundación Francisco Franco en 2016. El pueblo, sin embargo, tuvo desde la vuelta de la democracia tres alcaldes socialistas que tampoco emprendieron ninguna acción para modificar el topónimo.

Los colonos, los protagonistas

Son varios los vecinos de estos pueblos que se remontan a su pasado colono cuando se les pregunta por el topónimo. Los recuerdos que conserva de estos años en Alberche del Caudillo Julián Alfaro son “malos”, pero también valora que cuando llegaron pudieran disponer de “una yegua, abono, simiente... de todo” para poder sobrevivir. Por las calles de Villafranco del Guadiana pasea Agapito, recientemente jubilado, que también llegó al pueblo cuando era pequeño. Asegura que eran “muchos socialistas” los que vinieron durante la dictadura. “¿Sabes qué te digo? Que le den por culo a los nombres de los pueblos, si se tiene que hacer, que se haga, pero sin enfrentar”, espeta.

Cristóbal Gómez, que fue profesor de sociología rural de la UNED, explica que, a su llegada, los colonos recibían una casa, una parcela y un capital inicial para empezar a operar. Debían ir devolviendo una parte del préstamo con los años, mientras que el resto era una subvención. A cambio, debían transformar la tierra. “Los cinco primeros años eran un periodo de tutela, el Instituto Nacional de Colonización les llevaba la contabilidad y los guardas les controlaban”, señala el sociólogo.

No todo el mundo podía ser colono. Debían pertenecer a familias numerosas, ser buenos practicantes religiosos y cumplir determinadas costumbres morales. “La visión de todo aquello es que tuvo luces y sombras. Fue uno de los pilares propagandísticos del régimen, vendido como el experimento que solucionaría los problemas del campo español y eso no fue así. Sí tuvo cierto impacto económico a nivel regional y fue un importante experimento urbanístico desde el punto de vista arquitectónico, pero afectó a muy poca gente, muchas de las tierras eran de muy baja calidad y al final los colonos tuvieron que trabajar mucho. Son los auténticos protagonistas del proceso”, aclara Gómez.

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