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MEMORIA DEMOCRÁTICA

Villafranco del Guadalhorce, un topónimo franquista hasta donde alcanza la memoria

N.C.

Néstor Cenizo

Villafranco de Guadalhorce —

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Desde hace ya bastantes meses, hay al menos dos personas que juegan al ratón y al gato en Villafranco del Guadalhorce. Aprovechando la noche, alguien emborrona con spray negro el apellido “Franco” del cartel que da la bienvenida a esta pedanía de Alhaurín el Grande, pero a los pocos días, el letrero recupera su aspecto original. A la puerta de una casa donde abundan los limoneros, Mari Carmen Franco cuenta esta anécdota, explica que el único cartel que no se tacha es aquel al que no llegan y dice no comprender tanto interés por eliminar del topónimo de su pueblo el apellido que ella comparte. “Me parece muy mal”. La cuestión del nombre vuelve aquí cada cierto tiempo, pero esta vez parece la definitiva. Si no hay sorpresas, Villafranco del Guadalhorce cambiará de nombre para dejar de recordar al dictador.

De los tiempos de su fundación, en 1968, este pueblo en mitad del valle del Guadalhorce conserva un aspecto algo deslavazado, dominado por un depósito de agua con aspecto de lanzadera espacial. También, las casas construidas entonces. Y por ahora conserva también su denominación, seguramente por poco tiempo. La recién aprobada Ley de Memoria Democrática, que entró en vigor este viernes, cataloga como “elementos contrarios a la memoria democrática” las referencias en topónimos realizadas “en exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar y de la Dictadura, de sus dirigentes, participantes en el sistema represivo o de las organizaciones que sustentaron al régimen dictatorial”. Y Villafranco se llamó así por Francisco Franco. Hasta ahora, los vecinos de este lugar son “villafranqueños”.

Eduardo Ranz, un abogado que representa a víctimas del franquismo, lo tiene claro. “La ley concede tres meses para cambiar de nombre. Si no, se trataría de una infracción grave de la ley y el municipio se expone a una sanción de hasta 10.000 euros”, explica. Hace un par de semanas, y por tanto, antes de la entrada en vigor de la ley, Ranz envió una carta al municipio (Alhaurín el Grande) pidiendo el cambio. Lleva años intentándolo, pero hasta ahora no existía una ley con una previsión expresa para los topónimos.

La alcaldesa, Antonia Ledesma (PP), ya la ha recibido y ha explicado a EFE que nunca se ha negado a cumplir la ley, pero que los vecinos solo intentan “defender su nombre”, al que consideran parte de su identidad. En 2018, explicó que no creía que el nombre exaltara al dictador y anunció la convocatoria de una comisión de Memoria para estudiar el asunto. Este medio ha intentado recabar su postura, pero la alcaldesa ha evitado responder. El abogado confía en que el Ayuntamiento, que tiene la competencia para cambiar el nombre de la pedanía, cumpla con la ley, que entiende que ampara su petición. La Secretaría de Estado de Memoria es la encargada de vigilar el cumplimiento.

Fundación en 1968

Villafranco del Guadalhorce es el último topónimo en recuerdo del dictador que queda en Andalucía, y uno de los ocho que quedan en España, repartidos entre Castilla y León, Castilla-La Mancha y Extremadura, donde está Villafranco del Guadiana. El pueblo malagueño, donde viven en torno a 700 personas, fue fundado hace algo más de medio siglo a propuesta (como tantos otros) del Instituto de Reforma y Desarrollo Agrario (Iryda). Una resolución del Instituto Nacional de Colonización publicada en 1964 adjudica las primeras obras de construcción. Fue uno de los últimos “pueblos del caudillo”.

A finales de los sesenta llegaron media docena de familias. Luego otras tantas, que obtenían lotes de casa, parcela y estable (o granero) en sorteos mediante insaculación, según ha investigado el periodista local Bonifacio González. Se trataba de reconvertir terrenos de secano en extensiones de regadío, y para eso se necesitaban colonos, que vinieron de cortijos o pueblos de alrededor, como Coín, Pizarra, Cártama o Alhaurín. Aún hoy llaman la atención las acequias a la entrada del pueblo, aunque la actividad de sus habitantes hace tiempo que se reorientó hacia el turismo y la construcción. El objetivo de transformar la zona en un vergel de regadío no se cumplió.

El pueblo vive marcado por aquel origen, que de tiempo en tiempo salta a la palestra a cuenta de su nombre. Pero cuando se les pregunta por el cambio que se avecina, los vecinos parecen dominados por un sentido práctico que les hace rechazar la idea, y resaltan que nadie se acuerda del dictador cuando se habla de Villafranco. “Yo no soy de aquí”, dice Pepi Ocaña en su panadería, recalcando que no nació en la localidad, “pero, ¿por qué quitarlo? ¿A quién molesta? ¿A los políticos?”. Pronto llega Eva Casado: “Nadie va a revivir porque le cambien el nombre a este pueblo. No conozco a nadie que lo apoye. Quieren cambiar la Historia de España, y es la que hay. ¿Vamos a borrar a Franco de los libros? ¿Borramos también a los que se llamen Franco?”, se pregunta.

Eso no lo dice la ley, pero es otro de los argumentos a los que recurren los vecinos, que recuerdan que una treintena de ellos llevan el apellido Franco. Una es Mari Carmen Franco: “Me parece muy mal. Ese hombre murió y ya está”. Ella “no es que esté a favor” del dictador, pero es capaz de ver cosas positivas: “Estamos en estas casas por él hizo los pantanos. Habrá hecho cosas mal, pero esto hay que agradecerlo. También hay otros políticos que han hecho cosas mal y están ahí”.

Por último, emerge un motivo de eficiencia administrativa. Cuando se cambie el nombre habrá muchas cosas a corregir, dicen en el pueblo. El DNI, el carné de conducir, las direcciones de correo, el empadronamiento. “Todo eso son gastos”, advierte Franco. Nadie sabe aún cómo podría llamarse este lugar, ni si los vecinos tendrán voz y voto en la nueva denominación. Hace años, la alcaldesa dijo que todo se haría de acuerdo con los vecinos y que, si la ley obligaba a cambiar de nombre, ellos elegirían el nuevo.

“Este es un pueblo estancado”

El martes por la mañana apenas se mueve un alma en este lugar. El epicentro de toda actividad es una gran plaza dura donde se ubica un parque infantil, el centro de mayores, la farmacia y la oficina municipal, adonde un nutrido grupo de vecinos ha acudido con el fin de pedir explicaciones de la nueva línea de autobuses a demanda que unirá esta pedanía con el Hospital del Valle del Guadalhorce. Quieren saber cómo va a funcionar. “Mucha gente no tiene coche y estas son las cosas que les preocupan”, dicen en la oficina.

“El sentir aquí es que hay muchas deficiencias y dejadez después de muchos años. Este es un pueblo estancado, y es el mensaje que deberíamos transmitir”, lamenta Mari Carmen García. Ella no se opone al cambio, como sí lo hacen el resto de vecinas consultadas, pero insiste en que ese no es el problema. “Los que hemos nacido aquí no le damos tanta importancia política al nombre. Pero si hay una ley, no estoy en contra”, aclara, antes de preguntar: “¿Tú has venido en coche?”. Para salir del pueblo hay que serpentear entre baches antes de llegar a la autovía que une el valle con Málaga. “Pues imagina todos los días. Hay indiferencia hacia el pueblo. Nos da rabia que solo se acuerden de nosotros para hablar del nombre y no de esto”.  

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