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OBITUARIO

Las tres vidas de Josep Sala, el último superviviente del campo de concentración franquista de San Marcos

Josep Sala, de 102 años, durante el homenaje que le rindió Paradores de Turismo.

Carlos Hernández

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Barcelona, Estación de Francia, 1942. Un joven veinteañero desciende del tren y pisa por fin la ciudad que había abandonado en 1938. Atrás quedan más de cuatro años en los que ha combatido en una guerra, ha permanecido cautivo en dos campos de concentración franquistas y ha sido un prisionero-esclavo en un batallón de trabajos forzados. A pesar de ello, o quizás por ello, nunca ha llorado en todo este tiempo. Tampoco lo hace mientras recorre el andén y vuelve a sentir bajo sus pies el suelo de su querida Barcelona. Entre el gentío, de repente, descubre un rostro que le resulta muy familiar. Está muy cambiada, pero reconoce a su hermana Teresa justo antes de que se abalance sobre él y le abrace hasta dejarle sin aliento. Y es ahí, en ese momento, cuando el joven rompe a llorar, cuando el rostro de Josep Sala se convierte en un río de lágrimas mientras piensa: “¡Tanto que he pasado! Con todo lo que he pasado y… ¡aún estoy vivo!”. 

Josep Sala nació en la capital catalana el 12 de septiembre de 1919. Sin tiempo de convertirse en un hombre fue llamado a filas por el Gobierno republicano, a comienzos de 1938, como parte de la llamada “Quinta del Biberón”. Desde entonces, como él relataría años después, le empezó “a rondar la muerte”. Combatió durante meses en distintas zonas de Aragón y Cataluña hasta que fue capturado en Lleida por las tropas franquistas: “Iban a fusilarme y ahí pensé que se acababa mi vida. Sin embargo, un brigada les detuvo cuando ya me tenían encañonado y les dijo que ya había muerto bastante gente ese día”. 

Un prisionero de guerra cuya vida no valía nada

El joven catalán volvió a nacer aquella mañana, pero su segunda vida fue un verdadero vía crucis de reclusión, miseria, hambre y humillaciones. Las tropas franquistas le trasladaron primero a un campo de concentración situado en Zaragoza. Allí pasó solo unos días antes de que le subieran a un tren con vagones destinados al transporte de mercancías y de ganado. En su interior, los militares sublevados hacinaron a cientos de prisioneros sin comida, sin bebida y sin suficiente espacio para poder moverse: “Teníamos que hacer las necesidades en un rincón o aprovechando algunas ranuras que había en las paredes de madera del vagón. Muchos defecábamos en nuestras manos y después arrojábamos la mierda por esas ranuras”. 

Pasaron en esas condiciones infrahumanas varios días, a bordo de un convoy que se detenía constantemente para dejar paso a los trenes que iban cargados de tropas o de material militar. La última parada fue en la ciudad de León. Los forzados pasajeros fueron obligados a recorrer a pie media ciudad hasta llegar al campo de concentración de Santa Ana. “Era un campo pequeño. Dormíamos en el suelo, comíamos poco y cantábamos mucho… nos obligaban, sobre todo, a cantar el Cara al sol”, recordaba Josep. Santa Ana solo fue un amargo aperitivo de lo que se encontró, unos días después, cuando fue trasladado al campo de concentración central de la capital leonesa, el ubicado en el Hostal de San Marcos. El luchador catalán jamás pudo olvidar la “bienvenida” que les dio el capellán del recinto: “El cura se dirigió a nosotros a gritos y nos dijo 'Sois prisioneros de guerra y por eso no tenéis derecho ni al aire que respiráis'. Todos nos quedamos… asustados”.

Josep pudo comprobar que no se trataba de una falsa amenaza. En los meses siguientes vio, casi a diario, cómo sacaban los cadáveres de los compañeros que fallecían de hambre o de todo tipo de enfermedades: “Allí no teníamos ni nombre. No éramos nada. Nos daban de comer un poco de pan y una lata de sardinas… Y estábamos tan llenos de piojos que la ropa se movía sola”. Sala vivió con el temor de ser enviado a “la Carbonera”, un pequeño espacio subterráneo en el que encerraban, muchas veces hasta que morían, a los prisioneros castigados. Aún peor, según contaba, era ver cómo muchos compañeros desaparecían de un día para otro. De hecho, los investigadores han documentado un mínimo de 1.400 asesinatos en San Marcos, ya fuera por fusilamiento, hambre o falta de higiene y de atención médica. Esa cifra, contando los “paseos” y las muertes no registradas, podría elevarse hasta acercarse a los 3.000.

La tercera vida de Josep Sala

Josep logró sobrevivir a San Marcos y salir en libertad gracias a un aval, una carta de recomendación que consiguió su familia y que estaba firmada por una persona fiel a los principios del nuevo régimen franquista. Ese papel, sin embargo, no le evitó un nuevo calvario. Como excombatiente republicano, el catalán fue llamado a filas para cumplir la mal llamada “mili de Franco”. Un servicio militar que, en el caso de quienes habían luchado contra los sublevados, se convertía casi siempre en varios años de trabajos forzados en uno de los Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores. Estas unidades eran parte del sistema concentracionario franquista y sus miembros eran tratados como presos-esclavos. Josep, tras pasar por destinos menos duros en A Coruña, Sevilla y Málaga, fue enviado a Marruecos, donde sufrió casi tanto como en el campo de concentración de San Marcos: “Trabajábamos con pico y pala a más de 40 grados. Nos trataban fatal y casi no nos daban de comer así que muchos compañeros desfallecían en el tajo”.

Josep volvió a tener fuerza y una buena dosis de suerte. Dos características que le permitieron volver a abrazarse con su hermana en el andén de la Estación de Francia y emprender su tercera vida. No sin dificultades, por su pasado republicano, logró un trabajo y formó una familia. Durante muchos años, incluso después de la muerte del dictador, guardó silencio. Ese silencio sobre el pasado que invadió España durante y después de la Transición. Ese silencio que permitió que la falsificación histórica que hizo el franquismo perdurara y perdure hasta nuestros días. Ese silencio que seguía y sigue fomentando la equidistancia entre víctimas y verdugos, la equidistancia entre personas como Josep y quienes le torturaron en León o Marruecos.

Fue en 2019, gracias en buena medida al empuje y el compromiso de su hija Montse, cuando Josep decidió contar en público la terrible historia que solo había compartido con sus más allegados. Fue entonces, con casi 100 años, cuando sintió el interés que sus experiencias despertaban, al menos, en una parte de nuestra sociedad: “España sigue dividida porque una parte de la sociedad añora el franquismo, hay un sector al que le fue todo muy bien durante la dictadura”, le confesó a nuestro compañero de elDiario.es Pol Pareja.

Ese pequeño protagonismo no buscado le acabó convirtiendo en un símbolo, al ser el último prisionero del letal campo de concentración de San Marcos que seguía con vida. Por ello se dedicó en cuerpo y alma a representar a sus compañeros ya fallecidos y a honrar su memoria. Y así asistió el pasado 8 de junio al homenaje que Paradores brindó en León a las víctimas del edificio que hoy alberga uno de sus establecimientos hoteleros. “Todo lo que le ha pasado en estos últimos dos años ha sido maravilloso —afirma su hija Montse a elDiario.es—. Es una verdadera pena y yo diría que una injusticia que sus compañeros no recibieran en vida la atención, el reconocimiento y los homenajes que le dieron a él. Mi padre tuvo la suerte de poder sentir ese cariño y eso le ha dado mucha felicidad”.

Josep Sala falleció el día que se cumplían cinco meses de ese merecido homenaje. Se marchó rodeado de su hija, su yerno, su nieto Guillem, su nuera Gimena y su querida Gladys. Pero antes de hacerlo, quiso transmitir tres ideas, tres sentimientos que marcaron su vida. El primero fue su deseo de vivir; un deseo que demostró quejándose hasta el último momento de un corazón que “solo” le había aguantado durante 102 años. La segunda fue su compromiso con sus compañeros: “Soy el último de San Marcos”, le recordó a los suyos en la habitación del hospital barcelonés. Y la tercera fue su humor y su amor infinito: “Cuando me vaya, haced un festival con whisky y queso de bola”. De poco sirvió que le recordaran que a ninguno de ellos le gustaba el whisky: “Pues, entonces, abrid una botella de cava”.

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