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La distopía del iOS9

La familia iOS9

Raúl Minchinela

Veinticuatro horas después de la llegada del nuevo sistema operativo iOS, tres de las cuatro aplicaciones más vendidas eran bloqueadores de anuncios. Su única competencia es el omnipresente juego Minecraft.

Apple anuncia su bloqueador de contenidos endulzado como una deferencia a los usuarios, pero incluye en su interior un corolario inquietante. Si en los últimos meses han consultado las redes sociales con su teléfono, se habrán dado cuenta de que el número de anuncios se ha incrementado exponencialmente. La tregua de los rótulos contextuales ha caducado y vuelven los anuncios chillones, las músicas por sorpresa, las reproducciones automáticas y quien sabe si los pop-ups que plagaron Internet en el cambio de siglo. Este giro, que podía ser una fiebre pasajera, ahora tiene visos de ser un estado sin retorno. Y Apple quiere su parte: un diezmo, una tasa, un impuesto revolucionario, por permitir qué anuncios traspasarán sus aparatos.

El gravamen de mediador, de tener éxito, se puede multiplicar en todas las capas: el impuesto del fabricante del teléfono y el del fabricante del sistema y el del proveedor de Internet y el de gestor del nodo. Un recorrido entre peajes con tantas mordidas como un trayecto en carretera por un país en desarrollo plagado de vallas publicitarias.

El contexto que la nueva iOS dice apaciguar en la navegación, lo multiplica luego en el bolsillo con lo que ha denominado Proactive Assistant - que traduciríamos como “Ayudante con iniciativa propia”- y que es en realidad un calco de lo que Google lleva colocando en los Android bajo el nombre de Now. Una máquina que te hace sugerencias según tu lugar y tu historial, que lleva a la calle lo que en las pantallas se ha denominado, según contextos, “la corriente” o “la trampa de las redes sociales”, que nos encierra dándonos primero solo lo que nos gusta y más tarde sólo lo que el intermediario promociona. La extiende a la vida física con aparatos que nos pían qué hacer y dónde hacerlo, maquillados con nuestro historial y disfrazados de elección propia.

El viejo sueño de Internet de los sitios web disgregados ha colapsado. Aquella red donde tenía tanta presencia la página del fontanero del barrio como la de la multinacional de zapatillas hoy ha cambiado radicalmente gracias a los muros, donde hemos reunido a los amigos en cortijos supervisados por directores comerciales. Ahora nos hemos llevado la trampa a la calle: los aparatos de nuestros bolsillos rebosan el muro y lo aplican en las esquinas a golpes de alerta y vibración. Ese es el mensaje que se atisba en las presentaciones de los nuevos sistemas operativos: no va a amainar la inundación publicitaria. La sugerencia se está convirtiendo en el imperativo.

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