La Inteligencia Artificial como llave del poder mundial
Todos los grandes avances tecnológicos que han dado lugar a las sucesivas revoluciones industriales –así llamadas, aunque no afectaron solamente a la industria– produjeron a su vez cambios geopolíticos relevantes, así como importantes desigualdades entre distintas zonas del planeta. De hecho, los países donde se originaron estas revoluciones, o aquellos que fueron sus protagonistas en mayor medida, acabaron teniendo más peso en el concierto mundial o, incluso, a dirigirlo.
La primera revolución industrial –máquina de vapor, mecanización, telégrafo–, que se produjo en el Reino Unido entre 1780 y 1830 dio paso a una época de hegemonía británica que duraría hasta la Primera Guerra Mundial. La segunda revolución industrial –electricidad, combustibles fósiles, aviación–, que comenzó en la primera década del siglo XX y se extendió hasta los años 80, propició el crecimiento de las potencias que dominaron el siglo: EEUU, Alemania y Japón, aunque estas dos últimas fueran derrotadas militarmente y perdieran su ventaja tecnológica durante décadas. Por su parte, la tercera revolución, a la que asistimos en estos momentos –tecnologías de la información y la comunicación, automatización, energías renovables– ha hecho pivotar el centro de gravedad mundial hacia el Pacífico y ha promovido el ascenso de China al rango de potencia mundial, equiparable en muchos aspectos a EEUU. La primera revolución industrial duró –con sus efectos– alrededor de 120 años, la segunda unos ochenta años, la tercera cuarenta, y ya estamos asistiendo al comienzo de la cuarta. La historia se acelera.
La cuarta revolución industrial vendrá marcada por las empresas ‘deep tech’, el internet de las cosas y el amplio uso del ‘big data’ y de la Inteligencia Artificial. Al igual que las anteriores, no se limitará al campo de la industria, sino que afectará al conjunto de actividades humanas: información, transporte, agricultura, comercio, medicina, educación, servicios, defensa. Provocará profundos cambios culturales y sociales, y afectará también a las relaciones entre estados. Seguramente, culminará con la utilización de la energía de fusión nuclear, que proporcionará energía limpia, barata e inagotable, cambiando el paradigma de limitación energética que ha padecido siempre la humanidad. Pero antes de eso, la transformación va a ser radical, probablemente la mayor desde la invención de la máquina de vapor, hasta el punto de que hoy resulta difícil imaginar todos sus efectos. Las máquinas serán capaces de fabricar máquinas –en la cantidad y con las características que se requiera–, se comunicarán entre ellas para producir y distribuir lo que se necesite de la forma más racional con los recursos existentes, siempre de acuerdo con las instrucciones que reciban de los humanos. Los robots dotados de inteligencia artificial serán capaces de igualar la capacidad humana en muchos aspectos, además de realizar casi todas las funciones que hoy realizan las personas, excepto las más creativas. Es decir, podrán hacer desde las más mecánicas –domésticas– hasta las más sofisticadas –exploración espacial o submarina–, pasando por la producción de todo tipo de bienes y nuevos avances tecnológicos.
La pugna EEUU-China
La IA –y los datos, que son su alimento– van a ser la clave de este mundo que se avecina, cada vez más interconectado, pero no más homogéneo. De hecho, los países que desarrollen antes la IA y sus aplicaciones, aún hoy balbuceantes, tomarán una ventaja –económica, tecnológica y de seguridad– probablemente inalcanzable para otros en décadas, creando más diferencias y desigualdades entre naciones que en la época colonial. Actualmente, sólo las dos primeras potencias, EEUU y China, están en condiciones de liderar esa carrera, acompañadas, en un papel menos relevante, por otros países desarrollados como Corea del Sur, Taiwán, Japón, algunos europeos, India y Canadá. Y la lucha va a ser feroz porque lo que está en juego es –como hemos dicho ya– el poder global.
Es muy improbable que la inevitable pugna entre EEUU y China –la trampa de Tucídides– desemboque en un enfrentamiento armado entre dos países que tienen suficientes armas nucleares como para causar daños enormes a su oponente y también recibirlos. El asunto más importante de tensión entre ellos es Taiwán, y no sólo por cuestiones políticas o identitarias –por parte China– sino porque allí se produce el 63% de los microprocesadores del mundo. Una sola empresa, TSMC, produce el 54%, y ha accedido ya a la tecnología de tres nanómetros, la más avanzada del mundo, imprescindible para el desarrollo de la IA. Pero lo más probable es que el ‘statu quo’ de la isla se mantenga durante mucho tiempo.
La confrontación entre las dos grandes potencias no se va a dar tampoco en el ámbito económico, dada la compleja interrelación comercial y financiera entre ambos –China es el mayor tenedor de deuda estadounidense– sino en el campo tecnológico: el que consiga liderar la IA y sus derivadas conseguirá –o mantendrá– la hegemonía mundial. Y por eso la competición es ahora muy dura y lo será más aún en el futuro. Pero no se va a dar sólo entre ellos, sino que incluirá al resto de naciones desarrolladas y principalmente a Europa. No es exagerado afirmar que de donde se sitúe la Unión Europea en esta pugna va a depender en buena medida el éxito de uno u otro. La aceptación de la tecnología china por parte de Europa supondría una cierta dependencia de Pekín, que obtendría una baza de influencia geopolítica de extraordinaria importancia, hurtándosela a Washington, lo que podría suponer para EEUU la pérdida de la carrera en las condiciones de equilibrio actuales.
Washington trata de evitar que esto suceda por todos los medios, y en esa estrategia hay que situar la prohibición en noviembre pasado de venta de equipos de Huawei y ZTE en EEUU, así como las presiones que está haciendo su gobierno hacia muchos países europeos –con bastante éxito en algunos– para que hagan lo mismo, o al menos veten la implantación en sus territorios de las redes 5G de estas empresas, que son punteras en términos de calidad-precio. El argumento que se emplea es que los datos que recaban las empresas chinas pueden ser empleados por las autoridades de Pekín, al estar sometidas al poder político. Pero también el gobierno de EEUU tiene acceso a los datos recabados por sus empresas desde la entrada en vigor de la ‘Patriot Act’ [impulsada por la Administración Bush justo después del ataque a las Torres Gemelas], y de hecho el Tribunal Europeo de Justicia ha fallado ya dos veces en contra del acuerdo de cesión de datos a EEUU (Privacy Shield), y veremos si no pasa lo mismo con el tercer intento que deberá adecuarse en las próximas semanas al Reglamento general de Protección de Datos de la Unión Europea.
Los datos son el combustible que alimenta la inteligencia artificial. Y la IA es la llave del poder. La UE no parece en condiciones de competir en la carrera por su desarrollo, pero podría mantener el equilibrio entre las dos grandes potencias, como el fiel de la balanza, sin comprometerse con ninguna. Buscar su propio interés caso por caso, con autonomía y criterios técnicos, sin vetos ni injerencias políticas. ¿Lo hará? Es dudoso en las actuales circunstancias, cuando la guerra de Ucrania ha vuelto a poner en segundo plano la autonomía estratégica europea y ha colocado a la UE en una posición de dependencia del gigante americano. Una reflexión europea sobre este tema es imprescindible.
1