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The Guardian en español

La respuesta emocional de bombardear Siria no ayudará a los civiles

Fotografía cedida por el Departamento de Defensa de los Estados Unidos que muestra una vista aérea del aeropuerto al-Shayrat, cerca de Homs (Siria)

Simon Jenkins

No hay nada más peligroso en el mundo que un presidente estadounidense viendo la televisión. Anoche, Donald Trump siguió los pasos de Ronald Reagan en 1982 y de George W. Bush en 2001, dejó de ser un aislacionista para convertirse en un intervencionista en Oriente Medio. Su antiguo pragmatismo hacia el régimen de Asad y sus partidarios rusos ha dado un giro de 180 grados: llovieron 59 misiles sobre una base aérea siria. Bienvenidos de nuevo a una misión repugnante.

Interrumpiendo la cena con el líder chino, Trump habló sobre lo que le provocaron las “muertes lentas y brutales”, los cuerpos asfixiados y los preciosos bebés. Invocó a dios en tres ocasiones. Tuvo que mover ficha, explicó, porque el “ataque a niños de Asad” tuvo un gran impacto en él. En cuanto al papel de Rusia en el ataque, el secretario de Estado de Trump aseguró que el país fue “cómplice o incompetente”.

Cualquier persona que siga la guerra atroz siria aceptará que la máquina militar de Asad merecía más que una reprimenda verbal por su uso continuado de armas químicas. Se trata de un desafío directo a las normas de guerra y a las promesas hechas sobre dejar de utilizarlas. Pero dado que Rusia no detendrá a Asad y teniendo en cuenta que expresó su voluntad de veto sobre cualquier respuesta de la ONU, a veces el mundo tiene que admitir su incapacidad para hacer una respuesta constructiva.

Las emociones, si bien son justificables, siguen siendo una guía terrible para la política exterior, y en ningún sitio es peor que en Oriente Medio. Trump en Siria está repitiendo inquietantemente la reacción de Reagan en 1982 a las masacres de los campos de Sabra y Shatila en Líbano, que arrastró a los marines estadounidenses en una guerra civil imposible de ganar de la que tuvieron que “echar a correr” en el año 2014.

Trump justificó su decisión, no reclamando un derecho de administrar un castigo global, sino alegando que EEUU tenía unos “vitales intereses de seguridad nacional” para oponerse a las armas químicas y al terrorismo. Lo primero es absurdo, y lo segundo es inútil e hipócrita. La “conmoción y pavor” estadounidense bombardeando objetivos civiles y sus matanzas con drones son terrorismo.

Muchos países pueden afirmar estar orgullosos de rechazar completamente los ataques químicos, pero la fragmentación en occidente, el fósforo y las bombas de reacción retardada han dejado mutilados y muertos. Los drones acaban con los inocentes igual que con los culpables. Cuando tales despliegues son vitales para la seguridad nacional puede que sean “justos”. Cuando son meros gestos de intervencionismo moral, no. ¿Pretende Trump continuar su ofensiva con tropas sobre el terreno –como en Irak– o es simplemente un gesto?

La única manera de conseguir que la guerra en Siria termine pasa por que la oposición a Asad admita la derrota y por expulsar a ISIS de los refugios que le quedan. El pragmatismo de Rusia apoyando a Asad, que puede parecer crudo e “incompetente”, al menos tiene a la política de la realidad de su parte. Los pasados intentos angloestadounidenses de alentar a la oposición han sido cruelmente absurdos. Occidente no tiene “interés” en la guerra civil siria, algo que ha provocado que sus intervenciones no hayan hecho nada más que alargarla.

El mundo tiene la obligación humanitaria universal de ayudar a las víctimas de guerra. Hay unas tres millones de víctimas de guerra sirias repartidas por toda la región y por Europa. Aliviar, y no prolongar su sufrimiento, debe ser la prioridad. Lanzando bombas contra Siria no conseguiremos nada de esto.

Traducido por Cristina Armunia Berges

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