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40 años desde el alzamiento de Soweto: La imagen que estremeció al mundo

La foto en la que se ve a Mbuyisa Makhubo llevando en brazos a Hector Peterson, de 12 años, que murió ese día.

Una nube de humo oscurece el cielo. Ntsiki Makhubo y su madre, que vuelven de pasar el día en Johannesburgo, bajan del tren y se encuentran con un grupo de gente que está nerviosa. La estación está llena de cristales rotos, que pisan mientras reciben la noticia: “Tu hermano ha muerto –le dicen a Makhubo–. Lo han asesinado.”

El 16 de junio de 1976, la policía abrió fuego contra los estudiantes que se manifestaban en Soweto. Los vecinos de Makhubo supusieron que su hermano mayor –Mbuyisa, de 18 años de edad– estaba gravemente herido cuando lo vieron cojeando hacia un ambulatorio con un niño en brazos. Pero no fue él quien perdió la vida ese día, sino el chico de 12 años al que intentaba salvar: Hector Pieterson.

Poco después, un periódico local publicó la fotografía que les había sacado un periodista. La imagen llegó al mundo entero, y tuvo un impacto tremendo. La gente estaba indignada con la brutalidad de la policía sudafricana, y aquella foto se convirtió en un símbolo de la lucha contra el sistema racista y en el detonante de una nueva ola de protestas que, al final, pondría fin al apartheid.

Sudáfrica ha conmemorado estos días el 40 aniversario del alzamiento de Soweto. Nadie sabe cuántas personas murieron. Se calcula que, durante los meses posteriores, hubo entre 150 y 700 víctimas mortales. Pero, al igual que la famosa fotografía, el aniversario provocará reacciones que no siempre son fáciles de conciliar.

“El alzamiento significa cosas distintas para la gente –dice Khwezi Gule, director del memorial y museo Hector Pieterson, de Soweto–. Se mezclan distintas generaciones y grupos sociológicos. Incluso los que estaban allí en 1976 tienen formas diferentes de verlo, tanto si eran padres como si eran estudiantes, líderes políticos o personas que, sencillamente, se vieron atrapadas en el fuego cruzado”. 

Gran parte de la atención se centró entonces en Pieterson y en la niña que aparecía gritando en la fotografía, su hermana pequeña Antoinette. Los dos eran alumnos de colegios locales, y estaban protestando contra la introducción de la enseñanza obligatoria en afrikáans, que los estudiantes consideraban una humillación añadida a la ya problemática situación de unas escuelas deliberadamente abarrotadas y prácticamente sin fondos que, en lugar de ofrecer educación a la mayoría negra, se la negaban.

Además, había otros factores. Las generaciones jóvenes habían perdido la confianza en sus líderes políticos, que estaban en su mayoría en el exilio o la cárcel; y muchos de ellos amonestaban a sus propios padres por considerar que habían asumido y aceptado las humillantes restricciones del apartheid. 

Pieterson, que no estaba particularmente comprometido en las luchas sociales, se había sumado a sus compañeros de clase para marchar por las polvorientas calles hasta un estadio de la zona. La policía les cortó el paso. Las cosas se complicaron y empezaron a llover piedras y botes lacrimógenos. Luego, empezó el tiroteo.

“Todo era muy confuso. Vi que algunos se intentaban esconder, y yo también me escondí. Tenía miedo porque no sabía dónde estaba Hector... Después, avancé un poco y vi el zapato de mi hermano”, recuerda Antoinette 17 años más tarde. Fue entonces cuando Mbuyisa Mkhubo recogió al chico y se lo llevó; pero fue inútil, porque murió antes de que llegaran al centro médico más cercano.

La familia de Pieterson quedó destrozada aquel día, y la de Makhubo empezó a sufrir pronto las consecuencias del impulsivo y solidario acto de Mbuyisa.

El precio de la solidaridad

Los Makhubo ya habían pagado un precio elevado por su compromiso en la lucha contra el apartheid. Eran amigos de líderes del Congreso Nacional Africano (ANC, por su sigla en inglés) como Nelson Mandela y Walter Sisulu, y las autoridades los conocían perfectamente. De hecho, Mbuyisa solía ir en compañía de sus hermanos y de su hermana Ntsiki a la casa de Mandela en Soweto, donde Winnie –segunda esposa de Mandela– cocinaba a veces para ellos. “Incluso me ayudó a matricularme en la universidad –dice Ntsiki–. Íbamos y nos preparaba espinacas, pap [un puré de harina de maíz] y, ocasionalmente, carne a la parrilla”. 

El padre de Mbuyisa era miembro de la organización Umkhonto we Sizwe (MK), que había protagonizado una campaña de sabotaje y violencia a principios de la década de 1960. Obligado a huir para evitar la prisión, vivió en campamentos de la ANC situados en países vecinos hasta que falleció en Kenia en 1973. Días después del alzamiento del 16 de junio, ya era evidente que Mbuyisa seguiría los pasos de su padre y terminaría en el exilio. 

“Yo quería mucho a mi hermano –dice Ntsiki–. Desde aquel día, cuando intentó salvar la vida de aquel chico, parecía trastornado... La policía y los periodistas le molestaban todo el tiempo. Al final, dijo que se tenía que ir. Yo le preparé un pequeño macuto y él se marchó hacia la frontera de Botswana. Me escribió durante una temporada, pero sus cartas dejaron de llegar cinco años después. No nos volvimos a ver.” Hace poco, recibieron noticias según las cuales Mbuyisa podía estar en Canadá; pero la noticia no se ha confirmado, y Ntsiki se muestra escéptica.

La familia sufrió aún más durante los años siguientes, cuando el gobierno intensificó sus brutales esfuerzos por mantener el apartheid a pesar de la oposición generalizada, la crisis económica y la condena internacional. 

En 1985, le llegó el turno a otro de los hermanos de Ntsiki, quien también se unió al MK y se marchó de Sudáfrica para entrenarse en tácticas de guerrilla. Permaneció en el exilio hasta 1994, cuando el ANC llegó al poder y Nelson Mandela se convirtió en presidente, pero murió de sida cinco años después de haber vuelto a su tierra natal.

Desde entonces, la suerte de los Makhubo ha mejorado tanto como la suerte de la nación. Ntsiki sigue viviendo en la destartalada casa de Litabe Street, de donde salió su hermano hace 40 años para unirse a la manifestación, pero sus hijos han crecido en un ambiente de calma relativa. Dos de ellos viven en Cape Town; uno es estudiante universitario y el otro, gerente de un supermercado. El tercero, Zongezile, es un elegante hombre de 37 años que sigue viviendo en Soweto, donde dirige una empresa de turismo.

El fantasma de la violencia 

En opinión de Zongezile, la conmemoración de los sucesos de 1976 conlleva un mensaje importante. “El recuerdo de Hector Pieterson y de mi tío es un símbolo de sacrificio y solidaridad, pero también de cambio”, afirma.

Desde luego, no hay duda de que Soweto ha cambiado. Hay concesionarios de coches, calles asfaltadas y estaciones de autobuses, además de tiendas donde se venden las principales marcas occidentales. El flujo de turistas, que quieren ver el sitio donde mataron a Hector Pieterson -señalizado con un cartel, provocó una pequeña explosión de tiendas de recuerdos y restaurantes de “auténtica” cocina de Soweto.

El museo Hector Pieterson abrió sus puertas en el año 2002 y, en la actualidad, recibe 90.000 visitas al año. Muchos de los visitantes son alumnos de primaria y secundaria, que sonríen y posan delante de la fotografía de Mbuyisa y el niño moribundo. Pero la mayoría no sabe gran cosa del alzamiento ni se muestra particularmente interesada en él. “De los 40 o 50 estudiantes que forman cada grupo, sólo hay tres o cuatro que sepan algo o les importe”, dice Liz Block, una profesora que trabaja voluntariamente de guía. 

A Ntsiki le preocupa su falta de interés, y tiene miedo de que vuelva la violencia. Se quedó horrorizada cuando, en el año 2012, la policía mató a docenas de mineros en huelga cerca de Johannesburgo, y reacciona con la misma indignación ante los recientes y brutales desalojos de las personas que viven en campamentos ilegales: “¿Mereció la pena el sacrificio? Se han hecho muchas cosas buenas. Me siento orgullosa de ser sudafricana. Pero sigo triste porque aún hay muchas cosas que están mal. La policía sigue disparando a la gente que protesta en los campamentos. No luchamos para eso.”

Algunas zonas de Soweto siguen hundidas en la miseria. Hay familias enteras que se apiñan en hostales que parecen salidos de la época del apartheid, e inmigrantes del campo de países vecinos que pagan más de 30 euros al mes por simples chozas de hojalata. El contraste con las zonas turísticas de Orlando West, por no hablar de los barrios ricos de Johannesburgo –que sólo están a 40 minutos en coche– es estremecedor.

En Kliptown, situado al Sudeste de la localidad, hay 45.000 personas que viven en calles de arena, sin acceso a colegios ni a trabajo de ninguna clase. El barrio sufre una verdadera epidemia de drogas y violencia, y los líderes de la comunidad afirman que se sienten traicionados por sus representantes electos.

“Los políticos y los miembros del Gobierno vendrán el día de la celebración, harán su campaña y asistirán a los actos que hayan organizado, pero eso no tiene nada que ver con nosotros”, declara Bob Nameng, responsable de un programa comunitario local.

Sin embargo, Zongezile Makhubo se muestra esperanzado a pesar de todos los problemas que siguen teniendo Sudáfrica y Soweto 40 años después del alzamiento. “Hay quien olvida lo que hemos conseguido durante los años de democracia, y sólo se fija en lo malo. Pero hemos demostrado que nuestra nación se une cuando tiene que afrontar un desafío. La gente se junta y dice que hará lo posible por ayudar y que éste es el país que aman.”

Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez

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