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Rituales de democracia

Imagen de la sede del CIS en Madrid

Luis García Tojar

Un sondeo es una manifestación de individuos que no tienen nada que decir. Han sido movilizados para participar en un juego cuyas reglas y sentido escapan a su control, forzados a producir un juicio político absurdo (“¿aprueba o desaprueba, de cero a diez, la acción del Gobierno?”) sobre temas que quizá no se habían planteado, con objeto de fabricar una “opinión pública” destinada a influir sobre el equilibrio político del momento a través de su publicación, de forma más o menos sesgada, en los medios de comunicación. El sondeo es el ritual por excelencia de las democracias mediatizadas, muy por delante de las elecciones sobre las que ejerce una influencia notable.

De todas las modificaciones introducidas por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en su reciente y polémico barómetro, la más importante a mi juicio es la que menos debate ha generado. Por encima de los cuestionables procedimientos de estimación (siempre lo son, cierto, pero aquí más), es la decisión de publicar un barómetro mensual, en lugar de trimestral como se venía haciendo, la que permite atisbar una filosofía de gobierno.

La crítica sociológica de los sondeos políticos fue realizada por Pierre Bourdieu en un artículo de 1971, violentamente titulado “La opinión pública no existe”. Aquel texto cuestionaba tres supuestos implícitos en esta tecnología de saber (y poder) que se revelan falsos a la mirada atenta: uno, que todos los encuestados tienen una opinión propia y previa sobre el asunto que se les pregunta; dos, que el sondeo registra esas opiniones personales; y tres, que todas las opiniones tienen el mismo peso. Desde este punto de vista, la decisión de hacer hablar a la “opinión pública” una vez al mes resulta crucial.

La ocupación del campo político por los sondeos de opinión es un indicador inequívoco del deterioro de una democracia, si por tal entendemos un orden donde los gobernados se representan a través de la elección de sus gobernantes. A diferencia de la encuesta sociológica tradicional, donde se pregunta a la gente por lo que la gente sabe (cuánto ganan, a qué colegio llevan a los hijos, etc.), el barómetro no registra la opinión de la ciudadanía, sino que la fabrica, y su serialización produce un poderoso objeto político, llamado “opinión pública”, por cuya volátil simpatía están obligados a competir los partidos en un torneo arbitrado por los medios de comunicación. Un torneo donde el Estado, ahora, ha enviado fuerzas de ocupación.

La sobreabundancia de sondeos, síntoma inequívoco de la política mediatizada, debilita a partidos y votantes. Daña también la reputación de las ciencias sociales a través de la proliferación mediática de opinólogos, “aparentes científicos de lo aparente” (Bourdieu), que pululan por las pantallas imponiendo un discurso antipolítico sobre la política (el famoso “electoralismo”).

El sondeo de opinión política es el prototipo de lo que los periodistas norteamericanos llaman media event, una noticia sin acontecimiento. Un producto fabricado en exclusiva para el consumo de los medios de comunicación, mediante el cual, además de vender minutos y ejemplares, trasladan su lógica comercial en el corazón del campo político.

Las democracias mediatizadas son democracias, pues como dice Bernard Manin, el gobernado conserva el derecho de destitución del gobernante. Pero son menos democráticas que las parlamentarias. Esto significa que la influencia que tiene el votante sobre las políticas que se van a aplicar ha descendido, que las grandes decisiones no se toman ya en instituciones sometidas al control democrático y, en definitiva, que el verdadero poder a escala mundial se ha alejado de la ciudadanía. Crece la anomia política (“no nos representan”) y hay que aumentar la ilusión de participación mediante rituales como el sondeo, que es a la vez algo más y algo menos que las elecciones. Algo más porque su repetición produce sensación de control permanente (el “barómetro” crea la “presión” electoral). Algo menos porque la ciudadanía que habla en los sondeos no tiene voz propia. No es el sujeto del poder, sino su vehículo.

La mensualización de los barómetros del CIS amenaza con destruir el campo de producción de sondeos políticos en España, porque ninguna empresa del sector está en condiciones de competir en profundidad y alcance con los estudios del instituto público. El CIS va a ofrecer gratis más de lo que las empresas del sector venían vendiendo, lo cual no pinta bien para el futuro laboral de sociólogos y analistas de datos del ámbito privado. Pero tampoco es esto lo más grave. Lo más grave es que con esta decisión el Estado se instituye como portavoz único de la “opinión pública”, y eso no es saludable desde ningún punto de vista democrático. Y por cierto –apreciado Señor Tezanos, presidente del CIS– se trata de una decisión cuya lógica es política, no académica.

Thomas Hobbes escribió en 1651 que la soberanía no surge del pueblo, es el pueblo quien emana de la soberanía. Los ciudadanos de las democracias mediatizadas participamos en el sacramento de los sondeos (leyendo, discutiendo y sobre todo viendo discutir la palabra revelada) porque de una manera muy alienante aún nos hacen sentir la fuerza de la polis. El eco de una soberanía que se aleja lentamente de nosotros, desintegrándonos.

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