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En La Colonia Peruana no solo se sirve pollo

Pasacalles nada que celebrar. Madrid Río, 12 de octubre de 2017.

Gabriela Wiener

El restaurante que está al lado de mi casa en Madrid se llama La Colonia Peruana. Cada vez que, siguiendo la tradición patria, me como un pollo a la brasa con la mano, pienso que es una ironía cósmica. Es el tipo de sitio en el que recuerdo que el día que Felipe Borbón fue proclamado rey, todos los periódicos de Lima se convirtieron en el Hola. Se hablaba de un rey como se habla del Rey, porque está muy normalizado que los reyes de España nos importen más a los peruanos que cualquier otro monarca del universo. Cuentan que durante el virreinato, aunque el rey de España nunca pisó el Perú, se celebraban todos sus nacimientos, bodas y comuniones como si estuviera ahí. Por ejemplo, para la proclamación de Felipe IV en 1622 se construyó un altar sobre el que se colocó un retrato suyo de tamaño natural, alrededor del cual se montó un fiestón que duró meses. Pero son otros tiempos. Desde que los borbones se dan el trabajo de pisar las excolonias, Felipe VI es infaltable en cada toma de mando. Y si a algún gobierno populista se le ocurre cuestionar a Repsol se lía parda.

Cada año el tema de la celebración del 12 de octubre como fiesta nacional de España es un tema de candente debate. He leído que a algunos ya les parecen cansinos los reclamos por algo que pasó hace 500 años (sic), qué por qué sentirse culpables, que por qué sentirse víctimas. Pero ¿todo acabó, ya todo terminó, y quedan mil heridas en el alma?

Ojalá solo se tratara de cierta huachafería, como la que perpetra la burguesía limeña encasquetándose sombreros españoles y tomando vino en bota, soñando que están en las Ventas de Madrid y no en la Plaza de Acho de Lima. Pero no. La antigua división en una república de españoles y una república de indios de nuestro virreinato se ha actualizado en un país de Marca Perú versus el Perú real. Un país en el que la desigualdad, el racismo y las relaciones jerárquicas, directamente heredadas de unas pautas coloniales –las culturas andinas y afroperuanas están muchas veces asociadas a la servidumbre, por ejemplo–, son aún formas de relacionarnos, de nombrarnos, de leernos.

Es peor aún: que esa identidad partida hace 500 años pueda hoy verse desde un dron no lo hace más fácil; como el famoso Muro de la Vergüenza, ese espectáculo coronado de alambres de púas que recuerda a las vallas carniceras de Melilla. Solo que nivel barrio y que separa la zona más pija de Surco, en Lima, de la más pobre de San Juan de Lurigancho, las piscinas de la escasez de agua potable, las casas de 5 millones de dólares de las de 300 dólares, al señor De la Piedra de su jardinero. Y ocurre otro poco de lo mismo en las playas, como ese muelle que separa la del exclusivo Club Regatas de la popular Agua Dulce. Yo creo que solo me he bañado en ese lado tugurizado y vivo, sin veleros, de la Historia.

En estos días de celebraciones patrioteras, he oído cómo algunas voces piden a las ex-colonias que se hagan cargo de sus problemillas, que ya vale, que ya están grandecitas, que se gestionen. Pero no es que no se hayan independizado, es que papá y mamá no se quieren ir de casa, arropados por sus socios locales.

En pleno 2017, César Vallejo volvería a escribir el mismo libro que escribió en 1931, El tungsteno. Porque la gran mayoría de nuestros recursos ha sido vendida a transnacionales, sobre todo españolas –hola, Repsol, hola Telefónica, hola Endesa–, porque España, oh sorpresa, es nada menos que el primer inversor en el Perú con el 22,78 por ciento del total, mientras la Unión Europea sigue apretando con sus acuerdos comerciales para conseguir favores para sus empresas. En esa coyuntura, cada dos por tres estalla un conflicto social por la expropiación de las tierras indígenas andinas y amazónicas, a causa de proyectos mineros –destructores de ecosistemas enteros, que contaminan el agua y enferman a la gente– impuestos sin consulta previa a la población, que es saqueada y desplazada. Y en las zonas mineras sigue viviendo la gente más pobre del país.

El último 12 de octubre, fecha que el Reino ha hecho suya para celebrar su propio Pride Parade, Felipe VI presidía el desfile militar, de españolidad aún más exaltada por la situación en Catalunya, y en el que, por cierto, desfiló un grupo de soldados vestidos como los Tercios de Flandes. El mismo día el virreynato del Perú, perdón, el gobierno de mi país, reiteraba su respaldo al gobierno español, “rechazando cualquier acto o declaración unilateral de independencia” por la unidad de España, en el espíritu de la Unión Europea, y de acuerdo con todos esos bonitos Estados que hoy todavía cierran fronteras.

Mientras tanto, en las orillas del Manzanares no había nada que celebrar, quizá solo que se resiste pese a todo. Y lo hacíamos en un pasacalle, yo siguiendo a las bailarinas bolivianas porque no encontré a las peruanas, pero sintiendo mi identidad a sus anchas. Los pueblos de América del Sur fueron muchos y diversos antes de la conquista y el exterminio, y lo siguieron siendo cuando los sobrevivientes se mezclaron con los conquistadores. Lo que nos ha unido desde entonces, es precisamente la necesidad de construirnos sin la interferencia de los nuevos virreyes agrupados en directorios y representados por consejeros delegados.

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