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Epístola moral a Félix

Antonio Avendaño / Antonio Avendaño

Este artículo se titula ‘Epístola moral a Félix’, pero bien podría haberse titulado con mucha más propiedad ‘Un asunto sin importancia’. O incluso ‘La importancia de llamarse Félix’. Supimos del tema por Nacho Escolar, que el 22 de julio pasado subió a su página una entrada con el esclarecedor título ‘Félix de Azúa critica a José Luis Sampedro por el bulo del ‘presidente hijo de puta“. Nacho resumía así los hechos:

“Félix de Azúa se hace eco de un bulo que circula por Internet en el que se atribuye a José Luis Sampedro un artículo que jamás ha escrito. Sería todo un detalle que Azúa rectificase esta enorme metedura de pata en la que ha caído al difundir esta mentira y recrearse en ella ”sin haberla comprobado“. Por aquello de no parecer un miserable”.more

Lo que Azúa había escrito sobre Sampedro era esto:

“Un provecto anciano, autor de algunas de las novelas más leídas por las ancianas españolas, hombre apersonado y que había sido hace décadas un severo historiador de la economía, ciudadano digno de admiración y respeto, y este tal ha llamado ”hijo de puta“ al presidente del Gobierno en público y sin haberlo comprobado. Francamente, cuando este anciano era pobre se comportaba mejor. Ahora que ha logrado alzarse a la miseria tiene toda la pinta de ir a quedarse en ella para siempre, que no será mucho”.

Advertido, tras haber escrito tan hirientes palabras, de que su reproche se fundaba en la atribución a Sampedro de algo que este no había escrito, Azúa añadía su texto la siguiente posdata:

Aclaración del autor: El lector habrá observado que en ningún momento he mencionado al señor Sampedro en el artículo. Esto es así porque no confío en absoluto en las informaciones de la Red, aunque la carta supuestamente de Sampedro me llegó a través de uno de los mejores editores de España, digno de toda confianza. Dicho lo cual, me alegro de que no sea Sampedro el autor de la falsa carta, primero por el bien de Sampedro, persona honradísima, y segundo porque el caso nos vuelve a demostrar el peligro de las informaciones de Internet y su necesidad de regulación, algo contra lo que lucha constantemente la mafia reticular. Por cierto, al ametrallarnos de mensajes los bondadosos internautas no han hecho sino difundir la calumnia entre aquellos que no hubieran identificado al personaje. Para mí, todo nombre propio de la Red es un nombre ficticio. Y desde luego le pido excusas a Sampedro si he podido dañarle más que el verdadero autor de la calumnia.”

Hasta aquí los hechos. Ahora, las enseñanzas morales que de ellos podemos extraer. Aunque ya no sean actualidad, los hechos merecen reflexión porque, le pese a quien le pese, Azúa ha escrito y sigue escribiendo páginas de mucha inteligencia en las cuales uno nunca sabe a ciencia cierta qué se va a encontrar, lo cual es sin duda un gran aliciente para leerlo. Todo lo de Azúa tiene interés, pero lo tienen muy en particular sus artículos morales, lo que podríamos llamar propiamente sermones si esta palabra no estuviera tan contaminada por sus denotaciones clericales. Y es que a muchos lectores nos interesa Azúa por lo que hay en él de predicador, dicho sea en el mejor sentido de la palabra y sin retintín alguno; nos interesa lo que hay en él de gran predicador, de predicador laico, cabreado y por libre. Por eso son relevantes los hechos que aquí se juzgan.

Lo relevante no es que Azúa aluda a Sampedro y a sus libros con un desprecio deliberadamente ofensivo y gratuito. Lo relevante no es eso, pues el asunto de su artículo era otro y además estaba enhebrado con un hilo de mucha solidez política, literaria y moral. Lo relevante no es tampoco que atribuyera falsamente a Sampedro unos insultos de este al presidente del Gobierno que nunca salieron de la pluma del escritor. Lo relevante, en fin, no es que Azúa fuera advertido de ello e incluyera al final de su artículo una aclaración a modo de disculpa. Lo relevante es que esa disculpa no era una disculpa. Lo relevantes es que Azúa se estaba disculpando no como debe disculparse un buen predicador que va por libre y no debe nada a nadie, sino como suele disculparse un mal político cuyos adversarios nunca dejarán de utilizar esa rectificación en contra suya. Las palabras de disculpa del autor de ‘Lecturas compulsivas’ comienzan con una torpe justificación, prosiguen echando las culpas a otros, se envilecen con una pirueta que, pese a su sofisticación, no logra ocultar que lo es (“Para mí todo nombre propio de la Red es un nombre ficticio”) y concluyen con esta frase: “Y desde luego le pido excusas a Sampedro si he podido dañarle más que el verdadero autor de la calumnia”.

Todo eso, exactamente todo eso, es lo que habría hecho cualquier mal político: disculparse sin sentir de verdad la disculpa y pedir perdón sin creer de verdad que debía pedirlo. Algún improbable lector pensará que estamos exagerando con todo esto y que a fin de cuentas es un asunto sin importancia. Pues bien: no lo es. El asunto es importante porque, en mi opinión, este país necesita tipos como Azúa. En realidad, el escritor tenía un camino bien fácil para arreglar la metedura de pata: sencillamente, suprimir de su artículo el párrafo dedicado a Sampedro, pues esa supresión en nada habría afectado al núcleo ni a la argumentación del propio artículo. ¿Por qué no lo ha hecho? Tal vez porque también Azúa, sin saberlo, ha acabado por verse contaminado él mismo de aquellos mismos vicios nacionales que tan lúcidamente describe y zahiere.

Si me he decidido a dedicar estas reflexiones a un asunto en apariencia insignificante es porque quienes, aun estando no pocas veces en desacuerdo con él, admiramos el temple moral, la sagacidad sociológica y la brillantez estilística de Azúa no podíamos esperar algo así de él. Es como si de pronto tuviéramos la sensación de que este no es nuestro Azúa, que nos lo han cambiado, que es, por cierto, lo mismo que a él parece haberle ocurrido con Cataluña, con la izquierda o con tantas otras cosas.

¿Por qué no disculparse sinceramente cuando nada le costaba hacerlo? ¿Por qué no retirar ese párrafo? ¿Por qué no envainársela como habría hecho un caballero, que es lo que ha sido siempre Azúa? ¿Acaso no se daba cuenta de que al no hacerlo estaba imitando a aquellos a quienes tanto y con tanta agudeza examina y reconviene en sus artículos?

Aun así y pese a todo, sus lectores no perdemos la esperanza. Todavía confiamos en que se disculpe de verdad, rectifique de verdad, pida perdón de verdad. Nosotros no nos merecemos eso. Sampedro no se merece eso. Es más: ni siquiera Azúa se merece eso.

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