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De asesinar a Carrero a gestionar la derrota

José María Calleja

Hace cuarenta años la banda terrorista Eta asesinó al presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco. El mismo día en que los sindicalistas de la entonces clandestina CC.OO se sentaban en el banquillo de los acusados, por el llamado proceso 1.001, y cuando en algunas ciudades españolas jóvenes universitarios repartían panfletos en contra del juicio a Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius y otros militantes de CC.OO, miembros de la banda terrorista hacían volar por los aires de Madrid el coche en el que viajaba Carrero Blanco.

Como ocurre con determinados atentados, surgen siempre las teorías conspiranoicas, esas que quieren hacer pensar que es imposible lo evidente. Gente que se pregunta: cómo es posible que cuatro chalados colocaran una bomba en una calle del centro de Madrid, que pudieran hacerla explotar en la panza misma del Dodge Dart de todo un presidente del Gobierno de un régimen dictatorial; cómo la policía no detectó y abortó la operación que hizo volar por los aires a tan siniestro personaje.

En el año 1973, la obsesión de la dictadura era el comunismo, la clandestina oposición del PCE, de CC.OO, de todos los que el dictador pensaba que eran comunistas. La policía y los servicios de inteligencia volcaban todos sus esfuerzos en la caza del comunista. Eta era entonces un problema secundario y en la percepción del propio régimen les resultaba imposible imaginar un atentado como el que se produjo. Esa idea de que un atentado así era impensable es lo que lo hizo posible.

Baste decir que en 1973 uno podía saber la calle en la que vivía Carrero Blanco con una sencilla operación: mirar la guía telefónica. Allí, con la C de Carrero, salía que vivía en la calle Hermanos Bécquer de Madrid y, con el mismo procedimiento, en la F, se podía ver que en la misma calle tenía su domicilio particular la familia Franco.

Carrero hacía todos los días las mismas cosas a las mismas horas por los mismos sitios, cosa que está terminantemente prohibida para cualquiera que se sepa amenazado y que no haría nadie que temiera por su vida por las facilidades que otorga a aquellos que se la quieran arrebatar.

Salida de casa, misa en Jesuitas, regreso a casa. Siempre a la misma hora, siempre por los mismos trayectos. Una vez decidido el asesinato, era cuestión de tiempo esperar a que Carrero pasara a la hora prevista por el lugar de siempre. Una rutina que resultó mortal.

El asesinato de Carrero supuso un lanzamiento de la imagen de la banda en España y en el mundo. Después del proceso de Burgos, en el que Eta se había presentado como un grupo de jóvenes guerrilleros que luchaban contra un régimen dictatorial y grasiento que pedía dos penas de muerte para alguno de los procesados (Teo Uriarte), el asesinato de Carrero aumentó la aureola heroica, sumó simpatías y provocó fascinación.

El juicio de Burgos (1970), el asesinato de Carrero (1973) y los sucesivos estados de excepción (desde 1970 a 1975), en los que el régimen encarcelaba a cientos de jóvenes vascos que podía ser detenidos como simpatizantes de Eta pero que salían convertidos en militantes, constituyen los tres pilares con los que la banda se constituye en una organización consolidada, con centenares de militantes y con apoyos no sólo en el País Vasco.

Esos tres elementos explican también que los asesinatos de la banda en democracia no fueran rechazados desde el primer momento por determinados sectores de la población y que tuvieran que pasar muchos años, y demasiados crímenes, para que se condenaran de manera tajante, para que se difuminara esa aureola creada durante el franquismo. Se tardó tiempo en comprobar que Eta era más totalitaria que antifranquista. Baste este dato: a finales de los noventa, alguien como Mario Onaindia, o Teo Uriarte, condenados en el proceso de Burgos por Franco por pertenecer a Eta, tuvieron que vivir escoltados por la policía para que Eta no los asesinara.

De ese patrimonio antifranquista acumulado en los últimos años de la dictadura vivió la banda en los primeros años de la democracia. Eran los tiempos del siniestro “algo habrá hecho”, con los que el idiota moral de guardia despachaba al asesinado, entronizaba al asesino y se ponía a rebufo del que parecía ganador.

Cuarenta años después, la banda terrorista Eta está derrotada. Derrotada policial y políticamente. Ninguno de los objetivos por los que surgió hace más de cuarenta años ha sido alcanzado. La banda ha asesinado a 868 personas, herido a más de tres mil y secuestrado a casi un centenar. Un reguero de sangre, odio, dolor, sufrimiento y tristeza, ese es su balance.

Como dice Kepa Pikabea, etarra con 24 asesinatos, dos secuestros y treinta años de cárcel a sus espaldas, todo ha sido un destrozo y un horror, sin saber qué pasó para que alguien que era incapaz de matar a su perro enfermo, él, se pusiera a asesinar personas a las que no conocía.

Después de medio siglo de asesinatos, la iniciativa más visible de los felizmente reconvertidos herederos de los asesinos es una política de recogida de basuras que ha conseguido que en los mismos balcones en los que aparece un trapo pidiendo la vuelta de los presos vascos a Euskadi, aparezca una bolsa de basura colgada, símbolo de la protesta de los ciudadanos contra esa rocambolesca política. Menudo balance.

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